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Siguió el relato de encuentros clandestinos y cartas quemadas tras ser leídas, de besos robados y lágrimas ocultas. Acostumbrado como estaba a recibir confesiones y a asomarse a la desesperación de la soledad, a Ricciardi le resultó extraño oír hablar de amor en ese ambiente sofocante de legajos y expedientes que amenazaban desde la penumbra, entre el olor a humo, a tinta y a polvo, y el calor que no daba sosiego.

El amor del que hablaba Achille carecía de esperanza y de futuro; un amor que constituía una amenaza y que no conocía la luz del sol. Y pese a ello no se resignaba a morir, sobrevivía obstinado a todo intento racional por ponerle fin. Se habían dejado mil veces con la promesa de no volver a verse nunca más para buscarse mil y una veces, impulsados por la fiebre de la dependencia y el sentimiento de una nueva derrota. Pivani revivía el dolor retorciéndose las manos, la mirada perdida en la oscuridad, la voz firme y susurrante.

No podía descartar que en la sede del Partido alguien sospechara de la amistad excesivamente estrecha entre el jerarca y el joven filósofo; pero la policía secreta inspiraba demasiado miedo para dar voz a una maledicencia que podía costar muy, muy caro. Las listas de proscripciones, la cárcel, la inhabilitación para trabajar acechaban constantemente; resultaba más fácil seguir la corriente y tratar de complacer a ese peligroso hombrecillo del norte, poseedor de un oscuro poder, reclamado al teléfono por los máximos exponentes del Partido que lo llamaban desde Roma, a los que a menudo impartía órdenes tajantes e irrevocables. Por tanto, cuando un par de días antes, Ettore le refirió a Achille el interrogatorio de Ricciardi y su preocupación, Mastrogiacomo se había quedado con ese nombre tras oírlo mientras llevaba café al despacho de Pivani; más tarde, cuando el vigilante le había contado que el comisario se había interesado por las visitas nocturnas a la sede del Partido, había tomado la iniciativa de intervenir con el fin de congraciarse con su superior.

Ettore odiaba profundamente a su madrastra, aclaró Pivani; pero no formaba parte de su naturaleza cometer semejante acto de violencia. Se trataba de un hombre de letras, dulce y sensible, adoraba las flores y no tenía armas. El panorama resultante de la descripción de Achille, además de la coartada que él mismo ofrecía, exculpaba a Musso y dejaba muchos puntos oscuros en el homicidio de la duquesa.

—Comprendo, Pivani. Y me doy cuenta de las implicaciones tanto públicas como privadas de su situación. No obstante, debo hacerle notar que, si no lográramos encontrar a un culpable que encaje en todas las pruebas de este homicidio, es posible que lo citemos a declarar para que repita en un juicio lo que acaba de decirme. De lo contrario, a cualquiera le resultará fácil, especialmente después de la aparición de Musso en el funeral, cargarle el sambenito. ¿Es usted consciente de eso?

Sin apartar la vista del vacío, Pivani sonrió con tristeza.

—¿Qué haría usted en mi lugar, Ricciardi? ¿Se quedaría sentado viéndolo ir a la cárcel, sufrir la deshonra de que su nombre sea arrastrado por el fango, como un criminal cualquiera bruto e ignorante? ¿Y para salvarme a mí nada menos? No; iría a prestar declaración. Puede que incluso fuese una liberación después de todas las noches que he pasado sin poder conciliar el sueño, acosado por el miedo a que la historia se conociera y nuestras miserables existencias quedasen destrozadas. Estoy, estamos en sus manos, comisario. Nuestra única posibilidad es que encuentre al culpable.

Ricciardi se acomodó en el asiento.

—No será sencillo. La duquesa era una mujer que se dejaba ver mucho, ya lo sabe. Recibo fuertes presiones para que resuelva el caso lo antes posible; si no lo consigo, me apartarán de la investigación, y será mi deber informar a mi sucesor de cuanto he averiguado.

Pivani se había calzado unas gafas y estaba abriendo un legajo que tenía sobre el escritorio.

—No puedo darle información de carácter confidencial; al menos nada que pueda utilizar libremente. Como sabrá, mi estructura carece de existencia oficial; es un secreto a voces, como suele decirse. Sin embargo, puedo transmitirle algún dato que quizá le resulte de utilidad. Entre nuestros vigilados está Mario Capece, el periodista que era amante de la duquesa. No es peligroso, pero no pierde ocasión de proclamar a los cuatro vientos que el régimen tiene amordazada a la prensa.

Ricciardi asintió.

—A nosotros también nos lo ha dicho; pero no me parece que se trate de una disidencia manifiesta. Más bien una añoranza por los tiempos pasados, diría yo.

Pivani sonrió mirando a Ricciardi por encima de las gafas.

—Siempre trata de defender a la gente, ¿eh, Ricciardi? Me parece que es usted más bueno de lo que desea aparentar. Sé que Capece no es un sedicioso. Pero a la gente le cuesta meterse en sus asuntos y nadie pierde ocasión de quedar bien con nosotros, de modo que hemos recibido algunas denuncias y hemos tenido que someter a Capece a una vigilancia moderada. No lo hacemos seguir, así que no sé decirle si la noche del crimen estaba o no en casa de Musso de Camparino; pero no estaba en el diario, allí tenemos a un…, en fin, que podemos afirmarlo con seguridad. Lo que puedo indicarle, y que podría resultarle de utilidad, es que Andrea, su hijo, un muchacho de dieciséis años, tuvo un comportamiento extraño. Aquí está, lo he encontrado, se lo leo: «El citado Andrea Capece, de dieciséis años, salió de su domicilio la noche del martes veinticinco de agosto; llevaba un paquete envuelto en papel de diario; recorrió el callejón lateral del mencionado domicilio, entró en un local a pie de calle utilizado como sótano, sito en el número ciento cuatro, y salió de él seis minutos más tarde para regresar a su domicilio». Dado que el vigilado es su padre, y no nos interesa ponerlo sobre aviso, hemos decidido esperar antes de proceder a un control más estrecho; en resumidas cuentas, no hemos ido a comprobar qué había en el paquete. Pero yo que usted vigilaría a ese muchacho. En el fondo, hasta un niño puede apretar un gatillo.

Ricciardi se levantó, la entrevista había concluido; se despidió con una inclinación de la cabeza y se dirigió a la puerta. Cuando tenía la mano en el picaporte, Pivani le dijo:

—Una última cosa, Ricciardi. Ésta noche, en este despacho, yo he hablado solo. Han sido reflexiones en voz alta, nada más. Quizá, tras ver un fantasma, me he puesto a charlar con él. Dejando de lado la disponibilidad que le he prometido en caso de que, Dios no lo quiera, llegáramos a un juicio, nada de lo que le he dicho deberá tener nunca una fuente. En caso contrario, no podré hacer nada por usted. Ni querré. ¿Entendido?

Ricciardi asintió. Pero Pivani no había terminado aún.

—Y siguiendo mi conversación con el fantasma, quiero decirle una cosita más. Sé que le tiene aprecio a Bruno Modo, el forense. Hace bien, es una persona cabal que no se amilana cuando hay que curar a los necesitados, y lo hace sin cobrar. Si quiere ayudarlo, dígale que tenga cuidado con lo que dice en público; sobre todo cuando ha bebido una copa de más. Lamentaría mucho si llegara a pasarle algo malo.

Cuando llegó a la jefatura ya se habían ido todos, menos Maione que, preocupadísimo, esperaba sentado en el banco frente a la puerta del despacho de su superior mientras se abanicaba con el sombrero. En cuanto lo vio aparecer se levantó de un salto.

—Comisario, ¿dónde se había metido tanto rato? Envié a Camarda a ver si estaba en el palacio Camparino, yo mismo pasé otra vez por casa de los Capece por si se le había olvidado preguntarles algo. Incluso fui a buscarlo a su casa, por si había decidido irse para allá. Por cierto, la señora Rosa lo espera, dice que para cenar ha hecho pasta con calabaza.

Ricciardi hizo una mueca y se tocó el estómago.

—Lo que me faltaba oír para que se me pasen las ganas de volver a mi casa. Tienes razón, no me acordé de que estabas aquí esperándome; y no me di cuenta de que era tan tarde. Anda, pasa a mi despacho que te pongo al día.

Puso al sargento al corriente de los datos funcionales de la investigación. No le habló del informe, tampoco de Pivani, porque si su amigo llegaba a saber demasiado podía correr peligro, y porque por pudor y respeto no podía revelar la profundidad de aquella relación y el sufrimiento que causaba. Le refirió que había visitado la sede del Partido Fascista, donde dos noches antes había visto entrar a Ettore, y que se había enterado de que el hijo del duque colaboraba en algunas operaciones secretas en curso, y que por lo que le habían comentado, la noche del crimen estaba allí.

Maione escuchaba con la boca abierta; cuando Ricciardi concluyó con su relato, le soltó:

—Disculpe, comisario, pero ¿qué hacía usted en la calle hace dos noches, cuando vio al señorito visitar a los fascistas? ¿Y por qué no me lo dijo antes y así lo acompañaba? ¿No sabe que esa gente es muy peligrosa? ¿Y con cuál de los fascistas habló? ¡Que ésos se defienden entre ellos, seguro que enseguida le dieron una coartada, es como preguntarle al aguador si el agua está fresca!

Ricciardi levantó las manos.

—¡Eh, eh, no me abrumes con tanta pregunta! En primer lugar, no creía que nadie fuera a atenderme, me di una escapada para ganar tiempo mientras tú ibas a cambiarte a tu casa. Y la otra noche hacía tanto calor que no podía dormir. Me dejaron hablar con alguien importante al que me pareció que Ettore no le caía demasiado bien, y creo que me dijo la verdad. Habrá que comprobarlo, por supuesto. Eso explicaría por qué no quiso contarnos dónde estaba. Pero ahora ya es tarde, si te parece, seguimos hablando mañana. Vete a casa a comer, que a estas horas tendrás un hambre de lobo.

Maione puso cara de sufrimiento:

—Comisario, no se hace usted una idea del hambre que tengo. Buenas noches. Pero hágame el favor, la próxima vez que se le ocurra ir a algún lugar peligroso tenga la amabilidad de decírmelo.

En el salón, después de la cena, Enrica trataba de no mirar a Sebastiano, que se disponía a tomar el café. Desde la primera noche había notado algo horrible: el hombre sostenía el asa de la tacita de porcelana entre dos dedos y levantaba el meñique, un gesto que le parecía insoportable; además, resultaba ridículo cuando juntaba los labios como si quisiera besar el borde de la taza, y, por último, al sorber el café hacía un ruido clamoroso. Lo hubiera estrangulado.

A saber qué habrían pensado todos si hubiesen podido imaginar que Enrica, la frágil, delicada e introvertida muchacha, querida por su docilidad, nutría instintos asesinos. La idea la hizo sonreír y Sebastiano, ajeno a todo, interrumpió la operación café para contestarle con una tierna mirada. Estúpido engreído, pensó ella, sonriendo otra vez. Para distraerse de aquel ruidoso sorber que estaba a punto de producirse, recordó su charla de la tarde con la peluquera, y todas las preguntas que le había hecho sobre su supuesto noviazgo, que ella había negado con decisión. Ésa peluquera, reflexionó, también atendía al ama de llaves de Luigi Alfredo; qué bonito hubiera sido que la curiosidad de la mujer lo tuviese a él como impulsor, en tal caso, podía suponer que seguía interesado en ella, que la maldita dama del norte no era más que una amiga, que todavía había esperanza.

Entornó los ojos, esperando el horrible ruido de Sebastiano al sorber; pensó que cada vez que él tomara café, de ninguna manera podía pasarse la vida esperando oír el gorgoteo del infortunado líquido saliendo de la delicada tacita para desaparecer en el negro agujero de su boca.

Estaba segura de que cuando tomaba café, Luigi Alfredo no hacía ruido alguno. Y tampoco levantaba el meñique, como corresponde a un hombre de verdad.

Lucia fue a recibir a Raffaele en cuanto oyó la llave en la cerradura. Había mandado a sus hijos a dormir en cuanto vio que él tardaba, y había mantenido caliente la cena, una sopa de verduras. Él se dejó caer en la silla, empapado de sudor tras subir la cuesta desde la jefatura y las escaleras hasta el último piso. Escrutó su cara con preocupación; lo vio tenso, nervioso. Se preguntó en qué estaría pensado. O en quién.

Su marido miraba la sopera, revolviendo las verduras con la cuchara. Poco después le preguntó qué tal había pasado el día. Ella le contestó que había ido a hacer la compra y que se había pasado la tarde limpiando las verduras que le había preparado. Y por cierto, Ciruzzo, el verdulero, le mandaba saludos.

Él levantó la vista como si acabara de recibir una descarga eléctrica. Tras dejar la cuchara en el plato se levantó y dijo:

—Ésta sopa es un asco. A veces pienso que debería hacer como el comisario y comer fuera más a menudo. Se me ha pasado el hambre, me voy a dormir. Buenas noches.

Pasmada y humillada, Lucia lo vio salir del cuarto preguntándose qué había hecho mal.

Ricciardi no había comido casi nada. Jugueteó con la pasta en el plato durante diez minutos, con la cabeza visiblemente en otra parte, muy lejos de ahí. Rosa lo observó todo el tiempo de pie en el umbral de la cocina, como era su costumbre.

Cuando él se levantó mirándola con disimulo y esperando el rapapolvo de siempre, ella lo sorprendió al recoger la mesa en silencio, sin soltar el menor comentario cáustico sobre su falta de consideración hacia una vieja que trabajaba todo el santo día para recibirlo con platos exquisitos.

En realidad, el ama de llaves estaba menos preocupada que en los últimos días; siguiendo sus instrucciones, la peluquera había ido a verla para conseguir la mitad de la propina prometida, y le había comunicado buenas noticias. Estupendas noticias: la joven Colombo no se había prometido y, lo mejor de todo, no tenía la menor intención de prometerse. Eran sus padres quienes, preocupados por la edad de la muchacha, la presionaban para que formalizara una relación, aunque fuese de amistad, con el hijo de los dueños de la tienda contigua a la del negocio familiar; esperaban que tarde o temprano naciera algo espontáneamente.

El peligro seguía amenazando, pensó Rosa mientras fregaba los platos; pero por lo menos había esperanza.

Ricciardi se retiró a su dormitorio, prometiéndose para sus adentros que ni en sueños se asomaría a la ventana; no quería volver a sufrir la decepción de encontrarse con los postigos cerrados. Por supuesto incumplió la promesa, y se quedó en la oscuridad observando el pedacito de salón de la casa de los Colombo que se atisbaba desde su cuarto. Vio al famoso joven, cómodamente instalado en el sofá, tomando un café; palideció y se preguntó si aquel hombre regresaba en algún momento a su casa, si es que contaba con una. Frente a él estaba Enrica, el pelo recogido, las gafas puestas, las manos sobre el regazo. Le sonreía, o eso le pareció a Ricciardi.

Hasta hacía poco y durante muchos meses había visto todas las noches la silueta de una mujer que se había ahorcado en el piso de arriba de la casa de Enrica. Todas las noches, cuando la miraba bordar plácidamente, había tenido que hacer frente a la imagen contrastante de aquel cuerpo que se mecía perezoso colgando de una cuerda atada al gancho de la araña. Rosa le había contado que se trataba de una joven esposa que había descubierto que su marido la engañaba y que, cuando la mujer había arremetido contra él enfurecida, el hombre le había propinado una paliza para abandonarla después.

Ricciardi había visto con demasiada claridad el cuello alargado por la dislocación de las vértebras, la lengua ennegrecida, medio partida por el último espasmo de la mandíbula, le colgaba entre los labios, tenía los ojos salidos de las órbitas; una enorme mancha de orina y heces liberadas por el esfínter cubría el blanco vestido de novia que había querido lucir en aquel último y macabro baile. Todas las noches la mujer había repetido para Ricciardi la invectiva contra aquella que le había robado al marido. Contra ella, no contra el hombre que la había traicionado:

«Maldita puta, te has llevado a mi amor y mi vida».

La recordó en ese momento, después de casi tres meses desde que se había disuelto despacio en la noche, dejando primero una aureola de tristeza y después nada. La recordó mientras miraba a Enrica sonreír a su hombre para apartar luego la vista, pensando tal vez en el futuro junto a él, en los hijos y los nietos: ese futuro que su propia naturaleza le negaba a él.

Sintió la vieja y conocida dentellada de dolor en el estómago y notó una leve náusea. Pensó en la ahorcada y en sí mismo, dos destinos no tan distintos como podía parecer. Y en el dolor nuevo, el sufrimiento sordo y egoísta cuyo nombre él no se atrevía a pronunciar siquiera.

La noche estival estaba poblada por el murmullo de la gente que charlaba sentada en la calle, ante la puerta de los bajos, para huir del calor. En alguna parte sonaba un piano y se oyó cantar, pero no se entendían las palabras. La música era conmovedora y acompañaba el dolor de Ricciardi. Observó al hombre que tomaba café en casa de Enrica, ajeno a todo y sonriente, y por primera vez, lo odió con todas sus fuerzas. Lo odió porque ese lugar le pertenecía, como le pertenecía la mujer a la que le estaba sonriendo; le pertenecían esa vida, esa normalidad, esos sueños y ese futuro.

Analizó fríamente ese odio, como si se tratara de un animal extraño, jamás visto. Una plaga que pudiera matar. Por la que se podía matar.

Y de improviso, en el calor de la noche, mientras oía la música que llegaba de lejos, Ricciardi supo quién había matado a Adriana Musso de Camparino. Y por qué lo había hecho.