Tras esperar un tiempo que le pareció prudente, Andrea Capece entró en la habitación de la que habían salido los dos policías cuando se marcharon. Encontró a su madre sentada en el sofá de dos plazas, las manos en el regazo, mirando hacia el balcón abierto en el que su padre fumaba, acodado en la barandilla. Tuvo la desagradable sensación de revivir una escena del pasado, y así era, en efecto, porque de niño se había pasado horas oyendo cómo aumentaba el silencio entre sus padres.
En esta ocasión sintió un gran rechazo hacia su padre, que, una vez más, se mostraba ingrato e indiferente, y también hacia su madre, a la que sin duda no le habían bastado los años de humillaciones padecidas directa o indirectamente por culpa de él. Pensó que se nace yunque o martillo: el yunque se pone contento cuando lo golpean; se lo impone su naturaleza.
Se le acercó y, a saber por qué, le dijo en voz baja que saldría media hora, a devolverle un cuaderno a un amigo. La mujer asintió sin volverse a mirarlo, sin dejar de contemplar la espalda muda del extraño que fumaba acodado en la barandilla del balcón. Andrea salió de la habitación aliviado, como si hubiese tenido que presenciar algo horripilante en contra de su voluntad.
Atravesó el portón sin prisa; lanzó una mirada a su alrededor; la tarde era muy calurosa y en la calle solo había un mendigo probablemente borracho que dormía a la sombra de un árbol. Tras recorrer unos metros, se deslizó por una puerta de madera que llevaba a un sótano. Lo recibió el hedor a humedad y a podrido, pero no le hizo caso; se pegó a la pared de la que extrajo un ladrillo, en el hueco había un envoltorio de papel de diario. Lo abrió.
Mamá, no sé por qué lo defendiste delante de los policías, pensó. Después de lo que ha hecho, después de lo que nos ha hecho. Tampoco sé por qué yo mismo traté de ayudar.
Empuñando la pistola de su padre y apoyando el índice en el gatillo, Andrea concluyó por enésima vez que el amor es una enfermedad mortal, y que él nunca se enamoraría. Ni por todo el oro del mundo.
Cuando Mastrogiacomo se retiró con cara de mortificación, Pivani mojó otra vez la pluma en la tinta y trazó una raya en la nota que, momentos antes, había apuntado con el cuidado y la aplicación de un contable. Hundido en la silla, con las manos en los bolsillos, Ricciardi seguía mirándolo y esperando que contestara a su pregunta: ¿qué hacía allí Ettore Musso de Camparino y dónde estaba la noche del homicidio de su madrastra?
Pivani le devolvió la mirada sin inmutarse.
—El dottor Musso es una autoridad en su campo, ¿lo sabía, comisario? Un filósofo de la política, entre los más destacados del país. Tras su aspecto reservado y sensible se oculta una mente aguda, apreciada por personas que ocupan las más altas esferas del gobierno. Se dedica discretamente a escribir buena parte de los discursos que el propio Duce pronuncia en el Parlamento y ante las organizaciones culturales más eminentes.
Ricciardi no se mostró en absoluto impresionado.
—De manera que es él el responsable de las palabras altisonantes que oímos por la radio. No es ése el delito que estoy investigando.
El hombre sonrió al captar la ironía.
—Debo advertirle que tenga cuidado, comisario, y recordarle dónde se encuentra y en qué tiempos estamos. Una frase como la que acaba de pronunciar puede costarle el confinamiento: manténgase en guardia. Pero como me consta que no es usted un disidente sino uno de los muchos desinteresados en el destino de Italia, fingiré no haber oído nada.
—¿Cómo sabe que no soy un disidente? Ayer fui agredido por uno de sus escuadrones. Y ni siquiera iba solo.
Pivani se encogió de hombros y echó un vistazo a otro de los documentos que tenía sobre su escritorio.
—Ya le he dicho que lo de ayer fue una tontería, y ha visto que el responsable lo pagará caro. Muy caro. Y transmita mis excusas a la señora Livia Lucani, viuda de Vezzi; por cierto, lo felicito por la compañía. Una mujer hermosa e inteligente, y óptima cantante, además, según tengo entendido. No, no es un disidente. Lo sé todo de usted, por tanto, sé cómo piensa, aunque no lo comente usted con nadie. Es inteligente de un modo muy particular, cargado de introspección, pero es inteligente; y en la jefatura todos necesitamos a una persona así. No es que abunden.
—Pivani, debo recordarle una vez más que no he venido a oír hablar de mí. Y que no me interesa demasiado cómo hace para saberlo todo de todos. Lo único que quiero averiguar es dónde estaba Musso y por qué. Y tengo la impresión de que nadie mejor que usted sabría informarme.
Pivani se sonrojó de repente. Parecía un colegial pillado con las manos en la masa. Se levantó de sopetón y empezó a pasearse por el despacho, los brazos cruzados sobre el pecho, la vista clavada en el suelo. Ricciardi tuvo la sensación de haber notado que se le aceleraba el temblor de la sien.
—Le adelanto una cosa, Ricciardi: Musso no tiene nada que ver con el delito que usted investiga. De eso no le quepa la menor duda. Él no ha sido. Pero soy consciente de que mi palabra no le basta, y que seguirá indagando sin miramientos. ¿Es así?
—Sabe bien que así es. Y también sabe que, para venir aquí a preguntarle precisamente a usted por Musso, me consta que puede contestarme. Y que me contestará.
El hombre interrumpió su paseo y apoyó las palmas de las manos en el escritorio. Clavó la mirada en la cara del comisario y masculló:
—Hay una segunda opción, Ricciardi, podría mandar a llamar a Mastrogiacomo y pedirle que termine con el trabajo que empezó anoche.
Siguió un pesado silencio. Ricciardi pareció considerar seriamente esa posibilidad. Después negó con la cabeza.
—No, Pivani. No podría. Le explico por qué: mi colaborador, el sargento Maione, sabe que estoy aquí, aunque ignora a qué he venido. Si tardara en regresar, vendría a buscarme. Además, y perdone si se lo digo, no me parece usted de ésos. No sé si para quienes están de su lado es un insulto o un cumplido, pero tengo la impresión de que la violencia le horroriza.
Tras un largo silencio sorprendido, Pivani sacudió la cabeza con tristeza.
—Tiene razón. Y al leer su expediente no me equivoqué cuando me convencí de que es usted inteligente. Sé que no le dijo a Maione adonde iba, porque lo habría puesto en peligro; y lo deduzco porque no lo ha seguido hasta aquí, ni siquiera a distancia; habrían venido a comunicármelo de inmediato. Pero es cierto, me asquea la violencia. No es ésa la verdadera cara del fascismo, y, sin embargo, cuanto más avanzamos en nuestro camino, más se convence la gente de que es así.
Ricciardi esperaba.
—Por tanto, me contestará al fin.
Pivani se dejó caer en la silla.
—Sí, le contestaré. Porque no puedo permitir que echen fango sobre él, que es un hombre extraordinario. Y sobre su nombre, que aunque él lo niegue, es lo que más valora. Porque no soportaría que, con tal de defenderme, acabara yendo a la cárcel por algo que no ha hecho. Le contestaré porque lo amo.
Acodado en la barandilla del balcón, Capece pensó que la amaba. Todavía la amaba, aunque jamás volvería a verla. La amaba en el recuerdo como si aún la tuviera entre sus brazos, y bailara con ella un tango desesperado, largo y conmovedor.
No sabía explicar lo que había ocurrido. Le parecía una pesadilla infinita y delirante, de las que hacen gritar en sueños y que, tras despertar, perduran varios minutos, dejando un rastro de angustia y soledad. Le parecía imposible haberse hundido en la condena de un infierno en vida, un infierno que no daba tregua.
Consideró vagamente la posibilidad de tirarse por el balcón y tratar de unirse otra vez con Adriana en un último y enloquecido vuelo. Se preguntó si había que ser inmensamente valientes o inmensamente viles para hacer algo semejante; y se contestó que fuera como fuese, él no reunía ninguna de las dos características.
Quince metros más abajo vio a Andrea, su hijo, que salía por el portón y doblaba la esquina. Ya era un hombre. Había visto su mirada de odio cuando estaban delante de los dos policías; y la fría e inteligente ironía con la que había respondido la pregunta de Ricciardi sin responderla. Sintió un estremecimiento de orgullo, o quizá de miedo. Su hijo nunca le perdonaría lo que había hecho; por lo demás, él tampoco se habría perdonado.
Por enésima vez en una hora se preguntó qué le diría a su mujer cuando entrara. Y por enésima vez se preguntó adónde había ido a parar la pistola.
La habitación estaba a oscuras, salvo por el cono de luz que proyectaba la lámpara sobre el escritorio, ante el que estaban sentados los dos hombres, cara a cara. A través de la puerta cerrada llegaban unas voces amortiguadas; los fascistas se preguntaban qué ocurría en aquel santuario en el que ellos mismos entraban a regañadientes y salían lo antes posible. Pivani tenía la mirada perdida en el recuerdo. Cuando se decidió a hablar, lo hizo con tono calmo e inexpresivo.
—Nos conocimos en el San Carlo. Yo acababa de llegar a la ciudad, el jefe del Partido quiso que viera enseguida el ambiente, que entrara en contacto con las personas más destacadas. A mí no me gusta aparecer en público, no me conviene en mi posición. Pero fui. Nos presentaron, Ettore y Achille, nos dio la risa. Me dijo: no será fácil que seamos amigos. Todo lo contrario. El Partido no admite a la gente como nosotros. Somos peores que criminales, somos abortos de la naturaleza. Sé desde siempre que soy así. Pero nunca, jamás dejé que se me notara. Me he casado con una muchacha de mi tierra que no traicionaría mi secreto para no perder dinero y posición; en mi tierra también hay hambre, ¿lo sabía, comisario? Mucha hambre. Desde Génova la gente sigue marchándose a América. Para hacer carrera, el Partido exige una esposa. Los hijos, si Dios no te los manda, no se pueden comprar. Yo nunca había… nunca había hecho nada. De chico, en el colegio, uno mayor que yo quería hacerme daño, pero solo consiguió hacerme entender quién era yo. Y me lo guardé para mí. Hasta que conocí a Ettore.
Ricciardi escuchaba. Y mientras escuchaba reconocía los movimientos de la raíz enferma, del amor reptante que, por caminos taimados, invadía los sueños mucho antes que la piel.
Pensó en Enrica y se preguntó absurdamente si volvería a verla bordar.
—No dijimos nada, naturalmente. Pero créame, comisario, cuando le digo que en ese mismo momento, en el instante en que nuestras miradas se encontraron, nos reconocimos. Si supiera usted cuántas veces evocamos ese momento; aunque viva cien años será siempre el más importante de mi vida. La de veces que intenté, que intentamos poner obstáculos a este maldito sentimiento. Charlamos toda la noche sobre nimiedades. Un diálogo con las bocas, muy distinto del que entablamos con las almas y los corazones. Paseamos durante horas, hacía un frío que pelaba; yo que vengo del norte nunca he sentido tanto frío como aquí. Después, delante del portón de su casa, cuando ya amanecía, nos despedimos. Y en un arrebato, sin saber cómo ni por qué, lo besé. Él se encerró en su casa, no quiso volver a verme. Yo, que siempre he evitado prodigarme en público, no me perdí una sola fiesta, una sola representación, un solo ballet o una sinfonía, con la esperanza de volver a verlo; y no lo vi más. Y una noche en que llovía a cántaros, me lo encuentro de pie, delante de este escritorio, donde está usted ahora, empapado como un perro vagabundo, los ojos brillantes de fiebre, los labios temblorosos. Estaba hermosísimo, y desesperado.
Pivani calló. De sus ojos descendían unos gruesos lagrimones, pero su voz no perdió la calma, como si estuviese dictando un informe. Cuando prosiguió, miró a Ricciardi con orgullo.
—Y para contestar a su pregunta, le digo que la noche del veintidós al veintitrés, Ettore Musso de Camparino estuvo aquí conmigo. Hizo el amor conmigo. Y después lloró desesperado, lloramos los dos, preguntándonos qué será de nosotros, por qué en el mundo que los dos estamos contribuyendo a crear no hay lugar para los que son como nosotros. Y nunca lo habrá.