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El portón estaba abierto y no se veía al vigilante que le había indicado dónde estaba la sede del Partido. Ricciardi creyó que el acceso era libre; en el fondo se trataba de un sindicato.

En efecto, los cuatro tramos de escaleras que llevaban a la última planta estaban muy concurridos, hombres que subían y bajaban charlando y riendo, de dos en dos o en grupos. Ricciardi percibió el entusiasmo altivo de siempre, la ruidosa alegría un tanto forzada de las reuniones frecuentadas en su mayor parte por hombres. La puerta que daba al rellano tenía las dos hojas abiertas y dejaba ver una amplia antesala llena de gente; vestían prendas variadas que iban de la sobria elegancia de los trajes claros y las pajaritas a las amplias camisas manchadas de cal de los obreros. Por la rendija de otra puerta se veía a un hombre sacándole brillo al fusil, mientras entonaba una canción de amor en dialecto.

Al principio nadie se fijó en Ricciardi, que tuvo que rodear a un cuarteto que reía a mandíbula batiente tras oír un chiste subido de tono; pero en cuanto cruzó el umbral se le acercó un hombre de expresión cruel, que le preguntó de malos modos quién era y qué quería. Se hizo un silencio de inmediato, pese a que el hombre no había levantado la voz.

Ricciardi percibió claramente la oleada de hostilidad que le llegó de los allí presentes, pero no apartó la vista de la cara de su interlocutor; lo miró un largo instante, hasta que el hombre desvió la mirada. Una tos nerviosa llegó desde el rellano. Con voz firme y calma, dijo:

—Soy el comisario Ricciardi de la jefatura de policía. Pero imagino que ya lo sabe.

Un hombre se separó de un grupo reunido en el fondo de la habitación; Ricciardi lo reconoció enseguida: era el que lo había amenazado la noche anterior.

—¿Y? Sea quien sea, sepa que no es bien recibido y que no debe venir aquí. Si le fue bien una vez, no está escrito que le vaya a ir siempre bien. Hágame caso, váyase por su propio pie, le conviene.

El aire estaba decididamente cargado; el silencio era absoluto, no se los oía respirar siquiera. En la otra habitación, el del fusil dejó de cantar, se levantó amenazante del taburete y fue a la puerta con el arma en la mano. Todos miraban a Ricciardi, que seguía con la vista clavada en el hombre que le había preguntado quién era. Se volvió despacio hacia su viejo conocido de la noche anterior y lo miró inexpresivo, con ojos vacíos y transparentes; el miembro de la brigada fascista retrocedió imperceptiblemente, levantó la barbilla y apoyó las manos en las caderas, imitando de forma inconsciente a la figura que le infundía seguridad.

—Gracias por el consejo —dijo Ricciardi—. Me iré cuando obtenga la información que necesito.

—A lo mejor no lo ha entendido: tiene que irse ahora mismo, de lo contrario, lo acompañaremos nosotros a nuestra manera, sin que tenga que tomarse la molestia de bajar las escaleras.

Acompañó la amenaza inclinando la cabeza a la izquierda. Se oyó una risita nerviosa, interrumpida enseguida, y la sonrisa de desprecio en el rostro del hombre se empañó. Ricciardi hizo como si no hubiera oído.

—Quiero hablar con Ettore Musso de Camparino.

Su interlocutor dio un paso atrás, como si acabaran de abofetearlo; de todos los grupos presentes se elevó un murmullo desorientado. Muchos se miraron con cara de susto.

El hombre salió de su ensimismamiento y avanzó, los labios apretados y los ojos desorbitados por la rabia. Apoyó una mano en el brazo de Ricciardi, que seguía impertérrito con las manos en los bolsillos:

—¡Ya basta! Le he dicho que debe irse y…

A espaldas del grupo de personas que los rodeaban amenazantes, se oyó una voz tranquila:

—Mastrogiacomo, no te sulfures. Déjalo ya.

En la pequeña multitud se hizo un hueco como si un domador acabara de hacer restallar el látigo. En el umbral de una puerta, por la que se veía un escritorio cubierto de papeles, se plantó un hombre esbelto y atildado, de unos cuarenta años. El miembro de la brigada fascista apartó la mano del brazo de Ricciardi como si quemase y se mostró turbado.

—Sí, señor. Usted perdone, dottore, yo creía…

Desde la puerta, el hombre miraba a Ricciardi con curiosidad. Hizo un gesto vago con la mano a Mastrogiacomo, que de inmediato cerró la boca. Sin apartar la vista del comisario, dijo:

—Tráenos dos cafés a mi despacho, por favor. Adelante, comisario, pase usted.

Ricciardi lo siguió y entraron en la oficina.

La rosa de flor grande es hermosísima; una flor solitaria que rara vez tiene pareja. Requiere muchos cuidados. Debo asegurarme de que la humedad sea constante, es muy delicada; la sequía pone en peligro la floración. No hay nada más triste que encontrar en el suelo las hojas y los pétalos agostados, quemados por el calor.

Las flores son sensuales. El color y la consistencia parecen los de la carne, de terciopelo, tornasolados. Y debes dedicarle el mismo cuidado que a la carne de la persona amada: devoto, apasionado. Debe mantenerse el encanto silencioso del amor, rociando las flores con agua, contemplando cómo se demoran las gotas en el hueco interior de los pétalos, cual perlas de sudor en los labios después de haber hecho el amor.

Anoche soñé que me encerraban. Soñé que en mi ausencia todas las flores se caían, las plantas se morían y en su lugar crecían las malas hierbas y lo devoraban todo. Si me llevaran lejos de aquí nadie se ocuparía de vosotras, mis rosas delicadas; tampoco cuidarían de las begonias y las adelfas. Solo hay que ver los cuidados fríos e indiferentes que dedican a las hortensias del patio, a pesar de las órdenes que imparto continuamente a ese obtuso del vigilante, con esa narizota y su numerosa prole. Gente inútil.

Se perderían todos los cuidados, todo resto de honor de esta casa, si me llevaran lejos de aquí. Tú también, mamá, sufrirías desde el otro mundo, estoy seguro. Pero de mí no saldrá una sola palabra. No me defenderé.

Porque el amor, mamá, está por encima de todo. Y si tuviera que defender a alguien, defendería a mi amor.

A mi primer y gran amor.

El hombre entró en su despacho, dejó pasar a Ricciardi y cerró la puerta. La habitación estaba sumida en la penumbra, los postigos de la ventana entornados; la decoración se limitaba a un escritorio y dos sillas. Las estanterías, que tapizaban las paredes hasta el techo, estaban cargadas de carpetas identificadas con letras y números. Frente a la puerta por la que acababa de entrar, el comisario vio otra puerta cerrada en lo alto de la cual destacaba un retrato de Mussolini con casco.

Tras sentarse, su anfitrión le indicó a Ricciardi la otra silla. Lo miraba fijamente con sus ojos azules, pequeñitos e inexpresivos. Poco después habló:

—Veamos, Luigi Alfredo Ricciardi, comisario de la brigada móvil desde hace tres años. Nacido hace treinta y un años en Fortino, provincia de Salerno. Huérfano de padre y madre. Es usted un tipo raro, ¿lo sabía? Riquísimo propietario de infinidad de hectáreas explotadas en régimen de aparcería, unos ingresos formidables. Y aun así, trabaja por un puñado de liras y no pone ningún empeño en hacer carrera. Un hombre interesante, diría.

Ricciardi miraba fijamente a su interlocutor sin inmutarse. El hombre tenía acento del norte, tal vez ligur o piamontés; su tono era frío y distante, como el de un científico que da una disertación.

—Sabe quién soy. Estoy impresionado y debo decir que me halaga tanta atención. ¿Sería demasiado pedir que me dijese quién es usted?

—Me llamo Achille Pivani. Soy… digamos que soy un funcionario del Partido, huésped provisional de esta hermosa ciudad suya.

Guardó silencio otra vez mientras con los dedos tamborileaba suavemente en el escritorio. Estaba sentado bien erguido, sin apoyarse en el respaldo de la silla. Un músculo le vibraba en la sien, como si estuviera mascando con la boca vacía. Al cabo de un rato le preguntó a Ricciardi:

—¿Se puede saber cómo ha venido a parar hasta aquí?

El comisario hizo una mueca.

—Es increíble. ¿Lo sabe todo de mí y no sabe lo que acabo de pedirle a su gorila de ahí fuera?

Pivani sacudió la cabeza.

—Lo sé, lo sé. Le debo una excusa, aunque créame, yo no he tenido nada que ver. Mastrogiacomo…, algunos de nuestros militantes quieren complacerme. Y toman iniciativas acordes con su naturaleza. Son como unos muchachotes un tanto bribones.

Bufones payasos, pensó Ricciardi.

—No, Pivani. No son unos muchachotes, son unos criminales. Y tienen las manos manchadas de sangre. No cuenta lo que me ocurrió a mí anoche, sino lo que hacen todos los días con más confianza. Y esa confianza se la dan usted y otros como usted. Por lo menos son ustedes cómplices, y lo sabe. Cuando no los que mandan.

El discurso del comisario pronunciado en voz baja, con los dientes apretados, fue violento e inesperado. Pivani parpadeó. Pareció reflexionar y entonces reconoció:

—Tiene razón; ya les he dicho a los de arriba que pueden convertirse en un problema. Pero debe usted comprender que, en manos de algún idiota, una idea elevada y noble como el fascismo puede convertirse en arma para saldar antiguas cuentas personales. Ha ocurrido ya en otros lugares, y empieza a verse también aquí. Pero no es nuestra voluntad, créame. Cuando nos enteramos de algo, nosotros mismos tomamos las medidas del caso.

Ricciardi no tenía la menor intención de mostrarse comprensivo.

—Entonces sepa usted que ese tal Mastrogiacomo, o como se llame, y sus amigos mataron al desempleado en la via Emanuele Filiberto. No me pregunte cómo lo sé, pero lo sé. Aunque no haya pruebas, y tampoco una denuncia.

Pivani se inclinó hacia adelante, entrecerrando los ojos.

—¿Está seguro? ¿Absolutamente seguro?

Ricciardi asintió. El hombre cogió la pluma, la mojó en el tintero y anotó algo en una hoja de papel.

—Me ocuparé de ello, comisario. No he venido aquí a derramar sangre.

—¿A qué ha venido entonces? Además de a imponer el orden y la urbanidad, se entiende.

Pivani no dio señal alguna de haber captado la ironía.

—Mi organización debe identificar a los enemigos del Partido. Debe usted pensar en mí, en nosotros, como si fuésemos… de algún modo… colegas. Con la diferencia de que somos menos afortunados. No podemos trabajar a la luz del día como hacen ustedes.

Ricciardi resopló.

—No creo que deba permitirle esa comparación, Pivani. Por cierto, ¿cómo debo llamarlo? ¿Tiene usted un grado, un cargo?

El hombre sonrió, afable.

—Mi grado y mi cargo le resultarían incomprensibles. Con que me llame Pivani, ya está bien. En fin, que mi trabajo consiste en saberlo todo de todos, me han mandado aquí para eso. Soy una especie de… digamos que de inspector. En Nápoles el fascismo no ha estado en buenas manos; recordará usted el accidente en el que falleció Padovani, un camarada de la primera hora, que participó en la marcha del año veintidós al lado del Duce. Han cambiado algunos valores, algunos aspectos del Partido. Mi presencia aquí obedece precisamente a la necesidad de comprobar si ese cambio ha sido acogido.

Ricciardi recordaba bien la tragedia de la via Generale Orsini, ocurrida cinco años antes. Había sido de los primeros en acudir al lugar de los hechos, donde el balcón desde el que el jerarca saludaba a la multitud que celebraba su cumpleaños había cedido matando a nueve personas e hiriendo gravemente a otras treinta. Muchos aspectos de lo que Pivani llamaba «accidente» no habían podido aclararse. Ante los ojos del comisario surgió una escena infernal: en sus oídos, los gritos de los heridos se mezclaban con los lamentos de los muertos arrancados de esta vida de repente. Se estremeció al recordar que en la ciudad no tardó en comentarse que la personalidad de Padovani se había vuelto demasiado incómoda para el Duce. Todo muy extraño para tratarse de un accidente. Y para el Partido fue providencial, además. Pivani volvió a hablar:

—El exceso de celo siempre ha sido un problema. Y también el culto a la personalidad, excluido el Duce, desde luego. Como bien sabrá usted la base está compuesta por la masa, que es mediocre e incapaz de pensar con su propia cabeza. Y en estos casos en que cuatro idiotas inútiles quieren complacer a un superior surge la violencia. Hay que guiarlos, dirigirlos hora tras hora. Pero también quienes traman en las sombras constituyen un problema que debemos evitar. Y entonces intervenimos nosotros.

Nosotros, los de la OVRA, pensó Ricciardi. La legendaria policía secreta, cuya existencia el régimen se obstinaba en negar. Todo el terror, toda la violencia que inspiraba esa sigla susurrada, se encerraba en ese hombrecillo inofensivo.

—No me interesa lo que hacen. Tampoco lo que pueda averiguar, merodeando en las sombras. Me interesa saber qué hacía aquí la otra noche Ettore Musso de Camparino. Adónde va cuando sale y qué hace. Me interesa saber quién mató a la duquesa, su madrastra, porque la asesinaron sin piedad. Y quiero saber si fue él.

En el silencio que siguió se oyó a alguien llamar a la puerta. Pivani ordenó en voz alta que pasaran y entró Mastrogiacomo con un plato en el que llevaba dos tacitas humeantes. Lo depositó sobre el escritorio y cuando se disponía a dar media vuelta y salir, Pivani, que no había dejado de mirar a Ricciardi a la cara, como hipnotizado, le anunció:

—Mastrogiacomo, más tarde, cuando el comisario se haya marchado, asegúrate de que nada lo fastidie, ni siquiera una corriente de aire. Después preséntate aquí con tus tres compañeros, esos que conocemos bien. Tenemos que hablar de un viaje que vais a emprender. Saldréis de inmediato. Será un largo viaje, preparad el equipaje.

El hombre lanzó un profundo suspiro; cuando se disponía a contestar, Pivani volvió la cabeza hacia él. Fue suficiente. Mastrogiacomo se dirigió hacia la puerta con la cabeza gacha; en el umbral se cuadró, entrechocó los tacones, hizo el saludo romano, salió de la habitación y cerró la puerta.