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¿Por qué lo has hecho? ¿Por qué, mamá? Tuvimos la oportunidad de quitárnoslo de encima, de hacerle pagar. De terminar de una vez por todas con sus bofetadas, con la miseria en la que ha sumido a esta que antes era su familia.

Nadie hubiera podido murmurar más a nuestras espaldas; se habrían acabado la vergüenza, las maledicencias. Por fin habríamos podido caminar con la cabeza bien alta, porque todos se habrían enterado de que nosotros somos las víctimas.

Pero no, te has empeñado en salvarlo. No entiendo por qué. Lo justo hubiera sido que se lo hubiesen llevado al fin para encerrarlo donde se merece, a ver si así reflexiona sobre lo que hizo. El delito que cometió.

No merecía que lo ayudasen. No se merece nada. Y tú sigues amándolo, incluso después de lo que has tenido que soportar.

No lo entiendo.

Muy a su pesar, Ricciardi se quedó admirado de la ambigüedad de la respuesta del muchacho. De tal palo tal astilla, pensó.

Maione, por su parte, observaba a Capece, analizaba su expresión; la cara cambiante del periodista reflejaba emociones contrapuestas, mortificación, culpa, humillación. Pero también una pizca de orgullo, la defensa extrema de un sentimiento muy poderoso que había sobrevivido a su objeto. En un par de ocasiones abrió la boca para intervenir, pero luego se abstuvo. De cualquier manera, daba la impresión de que la mano de su esposa, posada con gesto íntimo sobre su muslo, dominara su voluntad.

El comisario volvió a hablar.

—Capece, debo repetirle una pregunta que le hice en el periódico. Le advierto de que en el bolsillo llevo una orden que me autoriza a registrar este apartamento, pero estará usted de acuerdo conmigo en que sería mejor para todos si pudiéramos evitarlo. El registro es una forma de violencia sobre los objetos privados de una familia, a nosotros no nos gusta practicarlo, y le aseguro que a ustedes no les gustaría pasar por él. Solo buscamos una cosa, por eso le pregunto, ¿tiene usted armas en esta casa?

Maione observó la mano de Sofia, que siguió inmóvil. Capece pareció regresar de entre las nieblas de un recuerdo, su mirada se hizo más atenta. Tras una larga vacilación, dijo:

—Comisario, yo hice la guerra. Era oficial. La guerra es algo infame, no trae más que dolor. Pero era joven y creía en ella, en esta patria que ahora se ha convertido en la justificación de todo tipo de atropellos. Para recordar que es algo inútil, he conservado mi pistola. La tengo guardada bajo llave, en un cajón del escritorio, descargada y sin balas. No hay más armas en esta casa.

Ricciardi asintió.

—Muy bien. Enséñeme esa reliquia.

Capece se levantó y los precedió. Su esposa fue detrás, tranquila, con una leve sonrisa en los labios, como si se dispusiera a enseñar a unos invitados un bonito dibujo de su hija. El estudio se encontraba contiguo al salón, con el que se comunicaba a través de una puerta cerrada. Capece estiró el brazo, buscó a tientas en una biblioteca y cogió una llave; fue al escritorio y abrió el largo cajón central. Sacó una caja metálica sin cerradura y la abrió.

Levantó la cabeza, tenía la cara blanca como el papel, los ojos desorbitados por la sorpresa.

—¡No está! ¡La pistola ha desaparecido!

Ricciardi se volvió hacia Sofia y la vio reaccionar con el mismo asombro que su marido. Si los dos fingían, y no podía ser de otro modo, eran realmente excelentes actores. Marido y mujer se miraron, parecían trastornados. Capece dijo:

—¿Quién puede haberla cogido?

La mujer se llevó una mano a la boca y sacudió ligeramente la cabeza, como para negar lo evidente.

—La verdad…, no lo sé. Hacía años que no veíamos la pistola. En esos años tuvimos a cuatro o cinco personas a nuestro servicio. Las armas se pueden vender, ¿no? Pueden haberla robado, no nos habríamos dado cuenta. Puedo darles los nombres y apellidos de las criadas… Yo no la he tocado. ¡Y mi marido tampoco! Además, como les ha dicho mi marido, estaba descargada. ¿No pensarán que…? ¡Es absurdo!

Maione y Ricciardi se miraron, luego se centraron en los señores Capece, que ahora eran presa del miedo. El comisario dijo:

—Muy bien. De momento, nos vamos. Pero deberán concentrarse, buscar la pistola e informarnos del resultado de su búsqueda.

Capece dijo que sí con la mirada, el ceño fruncido por los mil pensamientos que lo asaltaban e iban cobrando forma. Su esposa había perdido toda la seguridad y miraba de reojo al periodista. La desaparición de la pistola parecía haber sembrado en ella la duda de que su defensa de oficio había sido, como mínimo, apresurada.

Al salir, como si acabara de recordarlo por casualidad, Ricciardi se dio media vuelta y le dijo al hombre:

—Ah, Capece, un favor, el anillo, ya sabe usted a cuál me refiero. El del Salone Margherita. Téngalo a mano, se trata de un elemento de la investigación.

Tras captar el destello en los ojos de Sofia, se despidió y salió.

Ricciardi hubiese preferido no volver a pasar por el lugar del accidente de coche, pero no podía proponerle a Maione un desvío inútil; por increíble que pareciera, el aire se había vuelto aún más ardiente. De modo que tuvo que escuchar otra vez el coro disonante de la familia fallecida y al niño que reclamaba el helado que jamás tomaría.

Trató de distraerse pensando en la familia Capece: había miradas, equilibrios y tensiones que quizá un mes antes le habrían pasado inadvertidas y ahora resultaban evidentes; pero alteraban la composición que hasta ese momento se había ido formando. Maione, que no paraba de secarse la frente con el pañuelo, rompió el silencio:

—Comisario, ¿qué opina del teatro que montaron con lo de la pistola? Todos mirándose sorprendidos: «¡Ay Jesús! ¿Dónde habrá ido a parar el juguetito? Hasta hace un par de años estaba aquí, nos acordamos bien, pero a saber qué criada malvada lo habrá robado para venderlo».

Ricciardi no lo veía claro.

—¿No habría sido más sencillo que dijesen que no tenían ninguna pistola? Hubiéramos procedido al registro, no la habríamos encontrado y punto. No, no creo. Opino más bien que no estaban de acuerdo entre ellos, eso opino. Y menuda mirada se echaron marido y mujer, cada uno piensa que el otro hizo desaparecer el arma. La familia defiende a Capece, al menos es lo que parece.

Maione procuraba caminar por la sombra para limitar los estragos del calor. Dos amplias manchas de sudor fueron extendiéndose en la sisa de la chaqueta clara.

—Comisario, es un hecho que no encontramos la pistola y que Capece no tiene coartada; sabemos que la señora dice una tontería cuando sostiene que el sábado por la noche su marido durmió con ella. Ése lleva años sin dormir con su mujer, se lo dice Raffaele Maione. Además, él mismo declaró que después del teatro recorrió en procesión todas las tabernas.

—Es cierto, pero nos corresponde a nosotros demostrarlo. Si la señora Capece así lo declara y su marido decide aceptar su ayuda, nos encontramos como al principio. Debemos analizar todas las posibilidades y no nos sobra el tiempo. Vete a casa y ponte el uniforme, que así vestido ni yo te reconozco. Nos reuniremos en la jefatura.

—¿Y usted qué hará, comisario?

—Debo comprobar una cosa. Nos vemos luego.

Lo observas mientras fuma, asomado. Igual que hace cien años, cuando todavía erais una familia. De vez en cuando salía al balcón, y tú te preguntabas adónde iba, qué ideales perseguía, qué pensamientos. Es un hombre, pensabas. Necesita de sus pequeños momentos de soledad.

Más tarde, la soledad fue solo tuya. Noches y días preguntándote dónde estaba, qué hacía. Y temiendo las respuestas.

No dijo nada cuando los dos policías se fueron. Te habías preparado todas las respuestas, estabas dispuesta a ofrecerle otra oportunidad; creías que defendiéndolo, poniéndote de su lado, conseguirías arrancarle de los ojos el velo creado años antes por el hechizo de esa bruja. En el fondo, aún tenía una familia. Una esposa. Creías que iba a reaccionar, que te abrazaría llorando, que te daría las gracias. Que quizá te reprocharía el riesgo que habías corrido al ayudarlo. Pero no, salió al balcón, te dio la espalda, ni siquiera te miró a la cara. No te disgusta, es su reacción.

No lo hiciste por eso, para conseguir su gratitud, y mucho menos su lástima. Lo hiciste porque lo sigues queriendo, porque ha sido el único hombre de tu vida, el padre de tus hijos. Porque no podías perderlo solo por el hecho de que cometiera un error.

Aunque ese error fuese un delito.

Tras dejar a Maione, Ricciardi se encaminó hacia la jefatura; cuando estuvo seguro de que el sargento ya no veía, desvió hacia el largo della Carità.

No sabía por qué se empeñaba en mantener a su amigo apartado de esas pesquisas. Tal vez porque se basaba más en sensaciones que en hechos concretos, pensó; o tal vez por las situaciones peligrosas que podían surgir. O porque después del intento de agresión sufrido con Livia, para él, aquello se había convertido en una cuestión personal.

El pensamiento de Livia le trajo a la mente la velada transcurrida en su compañía, antes del incidente con los cuatro energúmenos. Se había sentido bien, no podía negarlo. Durante algunas horas, al menos, se había librado de la carga de la soledad que el Asunto echaba sobre sus hombros. La mujer era hermosa, ocurrente, lista; su compañía y la envida y la admiración evidentes que le llegaban en oleadas, tanto de los hombres como de las mujeres, lo habían gratificado. No estaba enamorado de ella; lo sabía cuando comparaba el recuerdo de esos momentos con la emoción atormentadora y desesperada que sentía en el pecho cuando pensaba en Enrica. Tal vez en eso radicaba el secreto, pensó: para sentirse bien había que poner límites a la implicación.

Se consideraba un aprendiz de los sentimientos. A su edad, cuando la mayoría de los hombres había tenido esposa, hijos e incontables encuentros clandestinos o mercenarios, él solo conocía del amor las frases farfulladas por los cadáveres con los que se cruzaba. Mientras caminaba bajo los rayos del sol poniente, pensaba que el amor es una raíz infecta que busca la mejor manera de sobrevivir; una enfermedad mortal, con un larguísimo curso, que lleva a la dependencia, y que hace que prefieras el sufrimiento al bienestar, el dolor a la tranquilidad, la incertidumbre a la estabilidad. Ésa reflexión le recordó la imagen de la difunta y los dos anillos, el de la primera duquesa y el que estaba en poder del periodista: dos prendas de amor, arrancadas con fuerza de la mano de la víctima, uno cuando aún vivía y el otro después de muerta.

El lugar al que se dirigía y la imagen nocturna que había visto eran prueba de ello. Y le pareció emblemático haber asistido a esa escena mientras iba sin rumbo, presa de la incoherente melancolía por haber visto a Enrica y al que creía su prometido. El amor era un espejismo que, en el mejor de los casos, regalaba retazos de uno mismo robados en plena noche.

Como el beso apasionado que había visto delante del portón frente al que ahora se encontraba.

Frente al espejo, apretando los labios mientras se abrochaba el vestido hasta el cuello, Rosa se disponía a salir en un horario insólito para ella. Hacía calor y en casa se estaba, sin ninguna duda, mejor que fuera; pero por una vez sintió que debía hacerlo.

No soportaba ver cómo Ricciardi seguía penando. Su aspecto nunca había sido alegre, desde que había dejado de ser niño, jamás lo había visto reír; era taciturno y huraño, pero ella sabía en todo momento, o creía saber, cómo se sentía y de qué humor estaba. Sin embargo, hacía días que su muchacho, al que ella había jurado proteger en el lecho de muerte de su madre, sufría terriblemente. No comía, salía en plena noche para regresar poco antes del amanecer, y se pasaba las veladas en la oscuridad, escuchando la radio durante horas. Y estaba así desde que había entrado jadeando en el dormitorio de ella para espiar la ventana de enfrente.

Cuando terminó de abrocharse y de fijar el sombrero con dos agujas, Rosa se acercó al ventanuco del trastero, al final del pasillo; desde allí se atisbaba una parte de un dormitorio del apartamento de los Colombo, precisamente el cuarto donde dormía la hija mayor. Se entreveía la cabecera de la cama con la cruz de madera colgada en la pared, la mesilla de noche con un vaso y dos libros, y la almohada en la que la muchacha, tendida boca abajo, apoyaba la cabeza. Por el movimiento de los hombros, claramente visible a cinco metros de distancia, Rosa pudo comprobar que Enrica Colombo estaba llorando.

Asintió, satisfecha, e hizo lo que todas las mujeres del barrio cuando necesitaban enterarse de ciertos detalles: fue a la peluquera.