Era cierto que Maione conducía mal, y también era cierto que, entre ir en coche o a pie, Ricciardi prefería siempre la segunda opción; pero en ese caso, la decisión de cubrir a pie ese trayecto entre la jefatura y el barrio Amedeo obedecía a otros motivos.
Unos diez días antes, precisamente en la via Dei Mille, tras perder el control, un automóvil se había estampado contra una farola; no iba a una velocidad excesiva, pero el parabrisas se había hecho pedazos y había matado a la familia que, en ese momento, se pavoneaba a bordo del coche nuevo: marido, mujer y un niño en brazos de su madre.
Ricciardi había leído sobre el suceso y se había cuidado mucho de pasar por allí, sabiendo que el Asunto lo habría obsequiado con un momento desagradable. Ahora no podía evitarlo, pero una cosa era ir por la acera, y otra muy distinta atravesarlo a trompicones, a bordo de un coche cuyo acelerador se encontraba bajo el pie histérico de Maione. El mal menor.
Caminando bajo el sol despiadado esperaba la visión como un púgil aguarda el puñetazo de su adversario, sabiendo que, por más que estuviese en guardia lo habría pillado por sorpresa. Y así fue, la primera vez que levantó la vista del suelo se encontró delante al hombre, la mujer y el niño sentados en el aire, a la altura donde había estado el asiento, a un metro de un poste de hierro, doblado aún a causa del impacto.
Sin detenerse, lanzando una mirada de reojo, Ricciardi vio que el hombre había quedado atravesado por la columna de la dirección, tal como solía ocurrir en accidentes de aquel tipo; el tórax hundido y perforado era un cráter negro en el centro de una elegante chaqueta beige; la cara sorprendida exhibía dos ojos como platos y por la boca abierta fluían dos hilillos de sangre que manaba de los pulmones aplastados. La frase que el muerto pronunciaba indicaba que se había dado cuenta de lo que estaba ocurriendo:
«Virgen santa, los frenos, los frenos, nos estrellamos contra la pared».
De pared, nada, pensó Ricciardi. Antes viene la farola. Cada cosa a su debido tiempo.
La esposa y el niño, en cambio, no se habían percatado de nada. Mejor así. Ricciardi observó que la mujer tenía la cabeza prácticamente seccionada; tal vez se le había separado del cuello después de muerta. En ese momento, la veía todavía unida al cuerpo por un pedacito de carne en el lado izquierdo, cortada de cuajo por la chapa que rodeaba el parabrisas, columna vertebral incluida. En medio del horror que producía la arteria de la que la sangre brotaba a chorros inútilmente, la cara exhibía una grotesca sonrisa de satisfacción:
«Moríos de envidia, mirad qué bonito coche».
Fíjate tú quién fue a morirse, y no precisamente de envidia, pensó Ricciardi de manera sombría. Y no pudo dejar de echarle una mirada de reojo al niño de unos tres años; una gruesa esquirla de vidrio, que Ricciardi veía entrar en el pecho del pequeño, lo había atravesado para dejarlo clavado primero a su madre y después al asiento.
Al oír el comentario del niño, el comisario descubrió adonde iba la familia en aquel viaje malogrado:
«Papá me ha prometido que tomaremos un helado en el parque, un rico helado».
Cuánto dolor inútil, se dijo Ricciardi, e inadvertidamente lanzó un prolongado suspiro. Maione interrumpió su triste silencio para decir:
—Ya lo sé, comisario, hace calor. ¿No hubiera sido mejor ir en el coche?
De lejos adivinaron cuál era el portón del edificio, porque Capece se paseaba en la acera, fumando nervioso. Al verlos fue a su encuentro.
—Ricciardi, sargento. Tengo que darles las gracias. Otros en su lugar no habrían tenido el detalle de avisarme para que viniera. No saben cuánto lo aprecio. Mis hijos y mi esposa no tienen nada que ver en esta historia. Ya han aguantado bastante por mi culpa. Y encima esta mortificación, policías en casa…, sin ánimo de ofenderlos, que quede claro, pero entiéndanme ustedes, no es fácil.
Ricciardi asintió, haciendo un gesto cortante con la mano como si espantara una mosca.
—No tiene por qué darlas. Siempre que se puede tratamos de evitar ciertas situaciones. Sobre todo cuando se ven envueltas personas inocentes. ¿Subimos?
Capece los precedió, guiándolos a través de un zaguán que llevaba a una amplia escalinata. El edificio había visto tiempos mejores, pero conservaba un aire digno. La familia del periodista vivía en la segunda planta; cuando llegaron a la puerta, el hombre giró el interruptor del timbre. Ricciardi y Maione intercambiaron una veloz mirada, notaron que para subir a casa Capece los había esperado.
Salió a abrirles una niña de unos diez años, muy parecida a su padre; lo miró sorprendida y feliz, le echó los brazos al cuello lanzando un grito. Capece se mostró incómodo, pero visiblemente conmovido; estrechó a la pequeña entre sus brazos y se le humedecieron los ojos. Maione y Ricciardi se mantuvieron a distancia, para no echar a perder ese momento de maravillosa intimidad; el sargento no pudo evitar preguntarse desde cuándo no se veían el padre y la niña.
Al final, sin depositar a la niña en el suelo, que seguía apretada con fuerza al cuello de su padre, Capece indicó a los dos policías que entraran.
—Por favor, señores, pasen. Giogiò, tesoro, estos dos señores son… amigos de papá. Anda, sé buena, baja y preséntate.
Cuando la niña pisó otra vez el suelo, se alisó la falda con un gesto muy femenino e hizo una reverencia impecable.
—Buenos días, amigos de papá. Yo soy Giovanna Capece y tengo once años.
Ricciardi esbozó una sonrisa. Maione se quitó el sombrero y haciendo una reverencia dijo:
—Buenos días, señorita Giovanna Capece de once años. Yo me llamo Raffaele y este que ves aquí es el señor Ricciardi.
La niña se mostró satisfecha. Sonrió y dijo:
—Voy a llamar a mamá.
Su madre ya estaba detrás de ella, en el umbral de la puerta. Una hermosa mujer, tal vez un tanto anónima, pensó Ricciardi. No muy alta, vestida con ropas oscuras, la esposa de Capece no atraía las miradas a pesar de no tener defectos evidentes. De pelo castaño, piel clara, bonitos ojos grandes y dulces. La cara, y eso lo notaron tanto Maione como Ricciardi, lucía las marcas del prolongado sufrimiento: profundas arrugas debajo de los ojos y alrededor de la boca.
Sin embargo, en ese momento, la mirada de la mujer pareció iluminarse desde dentro. Contemplaba a su marido con una sonrisa leve y una expresión de devoción incondicional que rayaba en lo impúdico.
De hecho, Capece se mostró visiblemente incómodo y apartó la vista de la mujer. Se dirigió a los dos policías sin saludarla siquiera.
—Ésta es Sofía, mi esposa. Los señores son el comisario Ricciardi y el sargento Maione. Han venido a… a hacer unas preguntas.
Pasó casi un minuto en el que la mujer no dejó de mirar a su marido, este último miraba a Ricciardi y Maione miraba el suelo. Por su parte, el comisario siguió observando la expresión extática de Sofía, mientras pensaba qué bonito debía de ser tener una esposa que te mirara así; y también en cuán fuerte debía de ser la pasión para que te arrebatara con una mirada así. Al final la mujer salió de su ensimismamiento, y, acariciando la cabeza de la niña, le dijo:
—Tesoro, ahora vete a jugar a tu cuarto. Luego iré yo.
La niña hizo otra reverencia y se fue. Al verla marchar, Ricciardi preguntó:
—¿Es hija única?
Sofía se adelantó a su marido y contestó con una sonrisa orgullosa:
—No, Giovanna tiene un hermano mayor, Andrea. Ha ido a estudiar, aunque esté de vacaciones. Es un chico concienzudo e inteligente, como su padre. Volverá dentro de un rato.
Los tres hombres se miraron un tanto incómodos, aunque no parecía que hubiese ironía alguna en las palabras de la mujer, que seguía sonriendo a su marido, como si se tratara de la situación más normal del mundo. Ricciardi se preguntó entonces cuánto llevarían sin verse y por qué la mujer no mostraba ninguna acritud frente a su marido. Capece, por su parte, parecía no querer salir de su profundo dolor; en la cara y en la ropa, sucia y arrugada, conservaba las señales de las noches insomnes y el vino.
—Por favor, Ricciardi, acompáñeme, pasemos a la sala.
La casa, por lo menos las estancias que cruzaron, estaba limpia y en orden; todo se encontraba en su sitio, olía a lavanda, la tapicería y las cortinas estaban intactas y planchadas; pero no había vida. Aquélla casa parecía una tarea cumplida con diligencia, más que el lugar donde vivía una familia.
Se sentaron en la sala. Sofia no mostraba ninguna inquietud pese a que su marido había presentado a los dos invitados como policías; ella no podía ignorar lo sucedido; en la ciudad no se hablaba de otra cosa. Ricciardi trató de interpretar la actitud de la mujer, sentada en el diván, al lado del marido.
—Señora, debe perdonarnos la intromisión. Es posible que esté usted al corriente de la desgracia…, ha fallecido…
—La duquesa de Camparino, sí, ya lo sé. Se comenta en todas partes. También sé que la señora era una conocida de mi marido, la estaba ayudando a escribir un libro de memorias. Por eso se veían, por cuestiones de trabajo. Como bien sabrá usted, comisario, corren tiempos difíciles. El hombre que no quiere que a su familia le falte de nada, a menudo debe contar con más de un trabajo. Y mi marido, que es un hombre ejemplar, se esfuerza mucho. Es un padre y un esposo magnífico.
El discurso de Sofia concluyó con un silencio incómodo. Maione contemplaba absorto una estatuilla de cerámica que representaba a una joven campesina, como si el discurso acabara de salir de su boca. Capece miraba fijamente a su esposa, con una expresión en la que se mezclaban el horror y la compasión. Ricciardi asintió.
—Comprendo. Dado que su marido es una de las últimas personas que vio a la duquesa con vida, debemos investigar y comprobar si no estaba al tanto de datos que puedan resultarnos útiles en nuestras pesquisas. ¿Puede decirme dónde se encontraban usted y su familia la noche del sábado al domingo?
Sofía se mostró al principio un tanto desconcertada, después se echó a reír.
—¿Dónde íbamos a estar? Aquí, naturalmente. Como de costumbre. Los niños estaban en su habitación y mi marido y yo, en la nuestra. Durmiendo. ¿Y usted, dónde estaba usted?
Ricciardi y Maione se miraron sorprendidos. Sin cambiar de expresión, Capece seguía mirando a su esposa, que mientras tanto le había puesto una mano en la pierna, como si quisiera clavarlo en el sitio. Como si temiera que pudiese salir volando de un momento a otro.
El comisario continuó con el mismo tono.
—Sin embargo, no es eso lo que su marido dice, señora. Él afirma no haber dormido en toda la noche y haberla pasado recorriendo las tabernas cerca del puerto. ¿Está usted segura de lo que acaba de decir?
Sofía arrugó la frente, irritada.
—¿Cómo se permite dudar de mi palabra? Mi marido debe de haberse confundido. Le aseguro que esa noche estuvimos los cuatro en casa, y que nadie salió. Por la noche meto la llave debajo de mi almohada, y me habría dado cuenta si alguien me la hubiese quitado, ¿no le parece? Le confirmo cada una de mis palabras, le corresponde a usted demostrar lo contrario.
En eso la señora tenía razón, pensó Maione. Nos toca a nosotros demostrar lo contrario.
Ricciardi se disponía a contestar cuando entró Andrea, el primogénito de Capece. Un muchacho alto, con la misma tez que su madre, que a sus dieciséis años aparentaba más edad. Tenía el pelo pegado a la frente por el sudor y debajo del brazo llevaba unos libros atados con una correa. Su cara fue un calidoscopio de emociones: su expresión pasó de la alegría a la preocupación en cuanto vio a esos dos extraños en su casa y luego a la frialdad y al hastío en cuanto vio a su padre. Por su parte, Capece lo miró enternecido, hizo ademán de levantarse para saludarlo, pero Sofia intensificó la presión sobre su pierna para mantenerlo sentado.
—Comisario, éste es Andrea, que, como le he dicho, estaba estudiando. Andrea, el comisario Ricciardi y el sargento Maione han venido a hacer unas preguntas. No sé por qué, están convencidos de que el sábado por la noche tu padre salió de casa en lugar de estar aquí durmiendo. ¿Puedes decirles tú también que es absurdo?
Maione apreció la rapidez y la astucia de la mujer, que había informado a su hijo de la situación al tiempo que le sugería la respuesta. Ricciardi no había apartado la vista de la mujer, tras mirar velozmente de reojo al muchacho.
Andrea, en cambio, miraba a su padre con manifiesto aire de desprecio. La tensión en la sala era palpable.
—Mamá, yo dormía. Ya sabes que tengo el sueño pesado; no me entero de quién está en casa y quién no. Pero si tú lo dices, será así. Supongo que si alguien duerme sola o acompañada se da cuenta. ¿Me necesitan para algo más? Si no, voy a asearme.
Ricciardi era consciente de la irrelevancia del testimonio de un menor; pero tenía la impresión de que el evidente resentimiento del hijo hacia su padre era el eslabón débil de la cadena con la que la familia Capece intentaba ceñir su propia serenidad.
—¿Cuánto hace que no ves a tu padre?
La pregunta estalló en el silencio como un petardo. El muchacho, que ya había cruzado el umbral, se detuvo y se volvió despacio hacia Ricciardi. La madre hizo ademán de intervenir, pero el comisario la detuvo levantando la mano.
—Comisario, yo estoy de vacaciones, duermo hasta tarde. Ésta mañana, cuando me levanté, mi padre ya se había ido. Y ayer, cuando me fui a la cama, todavía no había regresado. Ya sabe que trabaja en el diario, así que por las noches vuelve tarde. Con permiso.
Dicho lo cual, salió.