Concetta entró en la alcoba del duque como si caminara en el aire. Esperó que sus ojos se acostumbrasen a la oscuridad y prestó atención por si captaba algún cambio en el estertor profundo que provenía de la cama. Estaba segura de no haber hecho ruido, ni el más leve crujido. Esperaba. En el alféizar de la ventana arrulló una paloma. De la agónica respiración surgió una voz áspera, como si el moribundo hablara en sueños:
—Ha vuelto, ¿verdad? El comisario, el joven. El de los ojos claros.
Concetta asintió en la oscuridad, las manos entrelazadas sobre el vientre, la vista clavada al frente. No podía haberla visto, no podía haberla oído. Pero sabía que estaba allí, y desde cuándo; hacía años que esa capacidad del viejo había dejado de sorprenderla.
—Se sabrá todo. No se puede evitar.
Concetta analizó la cuestión. Y dijo:
—No está claro. Ha tenido mucho cuidado, siempre.
El duque guardó silencio durante un largo rato. La tos le sacudió el pecho; tanteó la mesita de noche llena de frascos de medicamentos, aferró un pañuelo sucio, se lo llevó a la boca y luego se lo quedó mirando con ojos legañosos.
—Sangre. ¡Cuánto tarda, la maldita! ¿Cuándo vendrá a buscarme y se me llevará?
Concetta trató de distraerlo de aquel pensamiento.
—¿Qué hacemos? ¿Cómo podemos defenderlo?
Tras otro acceso de tos, el duque contestó:
—No podemos hacer nada. Ya no. Que sea lo que tenga que ser, en el fondo es mejor esto que… que su ruina.
Concetta inclinó la cabeza y salió.
En el umbral del apartamento de Ettore, Sciarra y Ricciardi encontraron a Concetta esperándolos, quieta y muda como una estatua. En cuanto la vio, Sciarra lanzó una mirada al comisario con la que le pedía permiso para retirarse y se alejó con evidente alivio. La mujer dijo:
—Espere aquí, por favor. —Hizo ademán de entrar para avisar. Ricciardi la detuvo, decidido, poniéndole la mano sobre el brazo.
—Gracias, señora, no se moleste. Conozco el camino.
Se le adelantó y entró en la habitación.
Ettore estaba agachado, podando una maceta, iba en mangas de camisa y con mandil. En el gramófono sonaba música sinfónica y él la acompañaba canturreando ceñudo. Al notar una presencia levantó la vista y se encontró con Ricciardi justo en el instante en que se acercaba Concetta insólitamente jadeante. Ettore se dirigió a ella:
—Maldita sea. ¿Es que no puedo estar tranquilo ni siquiera en mi propia casa? ¿Qué diablos te ha pasado, es que ya no sabes hacer tu trabajo?
La mujer boqueó como si acabara de recibir un golpe en el estómago y se puso roja de vergüenza. Ricciardi consideró necesario intervenir:
—De hecho trató de impedirme la entrada. He sido yo quien no la ha dejado que le avisase.
Ettore se había puesto de pie. Tras recuperar el control, le sonrió sardónico.
—Si me lo permite, ¿dónde ha aprendido a ser tan caradura? Menudo valor el suyo, comisario. Lo he pensado desde la primera vez que lo vi.
—¿Valor? ¿Por qué, hace falta valor para interrogar a un sospechoso? ¿O es que debo preocuparme por algo? ¿De qué debería tener miedo?
Ettore siguió sonriendo, pero echaba chispas por los ojos.
—¿Hablamos claro, comisario? Creo que sí, de lo contrario habría venido acompañado. Conozco a ciertas personas que antes de esta noche pueden mandarlo al destierro. O trasladarlo a Sicilia, a Calabria, al Véneto. Personas que pueden ponerlo en un despacho a rellenar impresos ocho horas al día durante treinta años. ¿Lo sabía?
Ricciardi no había pestañeado siquiera.
—Muy bien, dottore. Es así como quiere que lo llamen, ¿no? Se niega a usar su nombre, aunque no los privilegios que de él se derivan. Si me amenaza de este modo, significa que se siente amenazado. ¿Qué es lo que lo amenaza? ¿Sus amistades pueden protegerlo también de un homicidio?
Ettore rió a gusto, echando la cabeza hacia atrás, las manos apoyadas en las caderas.
—Su obtusa tozudez me resulta maravillosa. No la maté yo, a esa perra. Ya se lo dije. Debería haberlo hecho, pero no ahora, sino hace diez años. Ahora ya no valía la pena.
—Sin embargo, la puesta en escena del día del funeral tenía todo el aspecto de una declaración pública. Y no pierde ocasión de escupir su odio. ¿Qué otro sentido tendría más que alejar de usted toda sospecha? Y su renuencia a decir dónde estaba la otra noche, ¿acaso su secreto es tan inconfesable para que corra el riesgo de acabar envuelto en un juicio?
Ettore se vio cogido por sorpresa. Su expresión risueña se volvió seria, casi afligida. Dos o tres veces movió los labios como si fuera a hablar. Después miró fijamente a Ricciardi.
—¿Un juicio? ¿La cárcel? No son nada. Preferiría morir, antes que decirle dónde estaba. Y no porque oculte nada de mí, que quede claro. Es que… hay otras personas, nada más. De modo que no le diré dónde estuve esa noche. Ni ahora, ni nunca.
Ricciardi sacudió la cabeza.
—No se hace usted cargo. No tenemos a nadie más que afirme tan categóricamente haber odiado a la duquesa. Todo aquel de quien sospechemos o todo aquél a quien consideremos capaz de haberlo hecho, se defenderá involucrándolo a usted.
Ettore se encogió de hombros.
—Entonces me defenderé usando las armas de las que dispongo. No tiene usted idea del tipo de mujer que era. No tiene la menor idea. Pudo haber sido cualquiera, empezando por su principal amante, o uno de los otros cien que seguramente tenía. Al periodista lo habrá hecho enloquecer; jugaba con él como el gato juega con el ratón. Al viejo le hizo lo mismo, hasta que lo destruyó.
—Pero usted no tiene intención de decirme dónde estaba y qué hacía. Ya sabe que entonces me obliga a investigar. Soy de los que no se dejan intimidar. Por nada.
Ettore se mostró confundido.
—No sé de qué me habla. Por mí investigue, si le parece. Por mi parte, defenderé… las decisiones de las personas que me acompañaban. Mis propias decisiones no necesitan defensa alguna. Y no tema, no utilizo mi nombre. Ni para bien, ni para mal.
Maione no le preguntó a Ricciardi adónde había ido solo. Sencillamente imaginaba que de haber querido, el comisario se lo habría contado. Solo deseó que no se estuviese metiendo en líos; se trataba de un caso en el que debían vérselas con gente difícil. Tenía la impresión de estar caminando por un campo minado.
—Comisario, estamos listos. ¿Le parece que vayamos a ver a Capece en coche? Vive por el Parco Margherita, en el barrio Amedeo. No está cerca y hace calor.
Ricciardi negó con la cabeza.
—No, gracias. Me gustaría seguir viviendo tres o cuatro años más; yo no conduzco y si vas tú al volante, el viaje de regreso lo haremos con los ocho caballos de la duquesa. Mejor telefonea a Capece al diario y avísale. No está bien que nos presentemos en su casa sin decir nada, además, creo que es mejor si lo vemos en su ambiente, a ver si así sacamos algo en limpio.
Maione, que estaba convencido de ser un muy buen conductor, puso cara de ofendido.
—Vaya, comisario, no se puede usted quitar de la cabeza eso de que no conduzco bien. Por un par de veces que le dimos a algún poste, no quiere decir que no sepa conducir. Pero si usted lo prefiere así, no se hable más. ¿Telefoneo yo a Capece?
El sargento sabía que a Ricciardi no le gustaba hablar por teléfono. Su superior tenía la sensación de no entender lo que el interlocutor pensaba si no lo miraba a la cara; además, aquel aparato de baquelita negra, que hablaba y estaba despojado de alma, siempre le había causado una desagradable impresión.
—Sí, llama tú. Una cosa más, ve a cambiarte. No quiero que nos presentemos en casa de gente respetable, que quizá ya está pasando por una difícil situación ante los ojos de sus vecinos, vestidos de uniforme como si fuésemos a detener a alguien.
Desde la ventana Lucia miró a su marido vestido de paisano, mientras bajaba por el callejón hacia la via Toledo. Estaba preocupada: el regreso fuera de su horario, el mal humor, el hecho de que hubiese pasado por casa a cambiarse tras lavarse rápidamente en el fregadero de la cocina casi sin hablarle. Y se notaba que estaba enfadado con ella, porque con los niños, cuando salieron a recibirlo, estuvo cariñoso.
Cuando le había preguntado qué hacía en casa a esas horas, él le había contestado sin mirarla que debía trabajar de paisano, que se pondría el traje marrón y si estaba planchado. Claro que está planchado, le contestó ella, picada. Y en el cajón encontrarás una camisa limpia y perfumada de lavanda. ¿Cómo se te ocurre que voy a dejar en desorden tus cosas?
Él no le había contestado y se había ido a cambiar. Salió del dormitorio muy elegante, con aire distraído. Como había pasado la hora del almuerzo, ella le había preguntado si quería comer algo, un poco de fruta que había comprado esa mañana en la tienda de Ciruzzo. Él se la había quedado mirando y le había contestado con un frío «no, gracias», se había despedido con un beso veloz y había vuelto a salir.
Lucia estaba turbada, desorientada. Raffaele que se cambiaba en mitad del día, Raffaele que se lavaba, se perfumaba y volvía a salir de paisano, y, lo que era más llamativo, Raffaele que no quería comer. Notó una dentellada en el fondo del estómago y se llevó la mano al abdomen; no he hecho la digestión, pensó.
Pero se equivocaba.
Ricciardi caminaba al lado de un Maione elegante y silencioso. Trató de entablar conversación para enterarse de si le había ocurrido algo, pero la expresión del sargento denotaba con toda claridad una escasa disposición al diálogo. En realidad todo se conjuraba para echar a perder el humor del corpulento policía: el calor, el empeño de su superior de ir andando, la chaqueta marrón que, pese a los sacrificios para no comer, a duras penas le abrochaba, y la imagen de su mujer, que no conseguía quitarse de la cabeza: la veía comprando fruta en la maldita, aunque prestigiosa tienda de Di Stasio. Las ansias asesinas se alternaban con la certeza de un inminente desmayo a causa del calor o el hambre, o ambos. Notó una especie de contracción en el fondo del estómago y, mientras seguía andando, se llevó la mano al esternón. Ya estamos, pensó, un principio de infarto.
Pero se equivocaba.
Ricciardi, por su parte, iba sumido en sus reflexiones. Capece y su pistola, por un lado, Ettore y sus reticencias, por el otro. Y el posible intento de secuestro, que también había que considerar, o la existencia de un tercero, que aún no había aparecido, en la vida de la duquesa, porque todavía no se sabía quién la había acompañado esa noche a su casa. La habían visto marcharse sola del teatro, pero no se podía excluir que después se encontrara con alguien. La confusión de la fiesta habría propiciado que las presencias poco habituales pasaran inadvertidas.
Y como telón de fondo de esas reflexiones, de vez en cuando, en la mente del comisario aparecía Livia, sus ojos desorbitados frente a los cuatro «bufones payasos» del intento de agresión, y Enrica, con sus ojos anegados en lágrimas en el Gambrinus. E inmediatamente surgió en su mente la sonrisa fascinante del hombre que la acompañaba, y, enseguida, notó la dentellada en el estómago. A lo mejor es de hambre, pensó.
Pero se equivocaba.