Contrariamente a lo que hubiera esperado, Ricciardi había dormido como un tronco, tal vez porque llevaba sueño atrasado de la noche anterior. Soñó, pero no se acordaba de mucho; algo confuso relacionado con zapatos. Tal vez las botas de los cuatro desconocidos, pensó a la mañana siguiente, en su despacho.
Lo ocurrido explicaba muchas cosas, y confundía otras. Había decidido no contárselo a nadie, ni siquiera a Maione; primero quería atar cabos y comprobarlos, comprender con precisión qué había desencadenado la agresión. Lo sentía por Livia, que se había visto metida en una situación para ella infrecuente; estaba convencido de que ella consideraría que su vida era más extraña y difícil, y eso, a saber por qué motivo, no le gustaba.
No tuvo miedo, ni siquiera cuando aquel hombre lo había abofeteado, porque sabía que estaba allí con el único propósito de darle un susto; pero la presencia de Livia lo había puesto en desventaja. Se había sentido responsable por su integridad, la había escudado con su cuerpo, pero le fue imposible no pensar qué habría sentido si Enrica hubiese estado con él. Tras la agresión, la llevó al hotel en silencio, no sabía qué decir. Sin soltarse de su brazo, ella lo había apretado un poco, como para sostenerlo en lugar de ser sostenida. Se despidió con un beso, rozándole los labios; él no correspondió al beso, pero tampoco la rechazó.
Contemplando desde su ventana la ciudad que se estaba desperezando, decidió que el amor era un líquido. Como el agua pero más denso, un fluido parecido al aceite, que penetra por todos los rincones tomando la forma del contenedor, colándose por las grietas, contaminándolo todo. El peor, el más fuerte, es el que fluye en la oscuridad, acostumbrado a superar todo obstáculo, el que no conoce el sosiego y el sueño. La otra noche yo lo vi, pensó. Y el amor que fluye por la noche, que se esconde, no perdona a quien es testigo de su recorrido.
Maione se asomó a la puerta, él también madrugador.
—Buenos días, comisario. ¿Qué tal estamos esta mañana?
—Como siempre. Alguien se ha levantado antes que yo. He encontrado esto encima de mi mesa: el permiso para registrar la casa de Capece e interrogar a sus familiares.
Maione se restregó las manos.
—Por fin nos hacen trabajar como está mandado. Ya era hora. La verdad es que por el momento Capece es el principal sospechoso, ¿no, comisario?
Ricciardi seguía asomado a la ventana, con las manos en los bolsillos. La suave brisa cálida que entraba agitaba despacio el mechón de pelo de la frente.
—Nunca se sabe, Maione. Todavía hay que aclarar algunos puntos que no acaban de encajar.
—Está pensando en el señorito, ¿eh, comisario? Pero un momentito, repasemos la situación de Capece: ¿tiene pistola? Sí. ¿Tiene coartada? No. ¿Tiene un móvil? Sí. ¿Tiene testigos de descargo? No. ¿Ve cómo cuadra todo?
El comisario hizo un gesto vago con la mano.
—Y a mí me da miedo cuando todo cuadra. Él quería a la duquesa, ¿o no? En eso estamos de acuerdo. Y cuando hablamos con él, lo vi realmente desesperado. Vino al funeral, y, a mi modo de ver, un asesino no corre ese riesgo. Puede haber sido él, no digo que no. Pero todavía no es seguro. Vamos a su casa y lo comprobamos.
—Lo que usted diga, comisario. ¿Ahora mismo?
—No, dentro de un rato. Antes tengo algo que hacer por mi cuenta. Tú espérame aquí, tardaré una hora.
Maione asintió. Pero estaba preocupado.
Livia no había pegado ojo. No había sido a causa del susto, algo que la sorprendía porque había motivos para tener miedo; se había quedado petrificada por el miedo de perderlo a él.
Es raro, sobre todo para alguien a quien le han matado al marido, pensó; sin embargo, solo recordaba otra única ocasión en que el corazón se le había encogido de aquel modo. Había sido años antes, junto a la cuna donde yacía su pequeño, cuando el médico había sacudido la cabeza con desconsuelo. Se preguntó quién era ese hombre. ¿Qué le había hecho para que lo considerase tan importante sin que entre ambos hubiese ocurrido algo?
En el balcón de su habitación del hotel, envuelta en la luz del amanecer, notó que estaba llorando. Sin un porqué.
Ricciardi llegó al palacio Camparino cuando la campana de la iglesia tocaba las nueve. Salió a recibirlo Sciarra con una escoba en la mano, seguido de su hijo que lloriqueaba.
—Buenos días, comisario. A sus órdenes.
Ricciardi indicó con la cabeza al niño que tironeaba de la manga a su padre haciendo que fuera todavía más larga respecto al brazo.
—¿Por qué llora ese niño?
La boca de Sciarra hizo una cómica mueca bajo la nariz gigantesca.
—¿Por qué diría usted que es, comisario? Se pasa la vida con hambre y pidiéndome comida. ¿Y qué puedo hacer yo, si nunca tiene suficiente?
El niño protestó entre sollozos:
—No, padre, la culpa la tiene Lisetta, que siempre me quita la merienda y usted no le dice nada.
El padre lo miró disgustado.
—Eres clavado a tu mamaíta: siempre llorando. Llorando y comiendo. Dígame, comisario, ¿qué puedo hacer por usted? ¿Quiere hablar con doña Concetta? Voy a avisarla ahora.
—No, no avise a nadie. Antes quiero hablar con usted.
Sciarra palideció y tragó saliva.
—¿Cómo conmigo? Yo ya le dije todo lo que sé, también hablé con el sargento Marrone…
Ricciardi tuvo que hacer un esfuerzo para no reírsele en la cara.
—Se llama Maione. Tengo que hacerle alguna pregunta más. ¿Dónde podemos ir?
El hombrecillo vaciló, miró a su alrededor y contestó:
—Siéntese en mi sitio, en la garita cerca del portón. Voy a buscar otra silla y mando con su madre a esta espina en el costado, a ver si así lloran los dos juntos y se quedan a gusto.
Regresó al cabo de unos minutos, tambaleándose bajo el peso de una silla de la cocina. La gorra, vuelta hacia atrás, le caía sobre los ojos.
—Usted dirá, comisario —suspiró mientras se sentaba.
Ricciardi esperó a que se acomodara el uniforme, se subiera las mangas y se colocara bien la gorra y entonces le dijo:
—A ver, Sciarra, hablemos del señorito Ettore. Tengo que enterarme lo mejor posible de sus movimientos, sus costumbres. Lo que hace y deja de hacer.
Sciarra tendió los brazos en un gesto de impotencia.
—Yo no sé mucho, comisario. Ése se pasa la vida a solas en la terraza…
Ricciardi levantó la mano para interrumpir con decisión su lamento.
—Que quede bien clara una cosa, lo detengo y lo mando encerrar por resistirse a colaborar. No tardo nada. No es posible que trabaje de vigilante y no se entere de nada. He averiguado que va y viene, que sale a menudo y de buena gana. De modo que no me diga estupideces, y, sobre todo, no me haga perder el tiempo.
Sciarra se encogió como si le estuviera cayendo una lluvia de puñetazos y patadas.
—Entiéndame, comisario, tengo que trabajar y no puedo perder este puesto. Usted no se imagina lo que llegan a comer mis hijos, ¿adónde voy a ir yo, adónde voy a llevarlos?
—Si quiere conservar su puesto, le conviene contarme lo que quiero saber.
El hombrecillo lanzó un profundo suspiro.
—De acuerdo, si usted lo quiere, así se hará. La verdad es que lo veo poco, ése se pasa todo el día solo, en la terraza. Cuida las plantas, las riega él. No quiere ayuda de nadie. Una vez mi hijo, el mayor, se asomó a su puerta porque le parecía haber oído un llanto, y lo echó a empujones, mi pobre niño salió rodando por las escaleras… Le dijo que estuviese en su lugar, que no se le ocurriera mirar más dentro de su casa. El señorito es así: a veces te sonríe, te guiña el ojo, les regala caramelos a los niños. A veces parece como si le hubieras matado a alguien, echa unas miradas de odio que los niños se pegan a las faldas de su madre y se ponen a llorar.
Ricciardi quería saber más.
—Además del humor, quiero que me cuente adónde va por las noches cuando regresa tan tarde.
Sciarra abrió los ojos como platos. Ricciardi vio claramente las gotitas de sudor que se le formaban en la nariz enorme.
—¡Yo no lo sé! Puedo decirle que algunas veces…, que sale bastante, por la noche, eso sí. Cuando estoy regando las hortensias me echa unos rapapolvos que ni le cuento, dice que las plantas hay que regarlas por la mañana antes del amanecer o cuando se pone el sol, pero yo ya me levanto a las seis, y por la noche, si no vuelvo a casa, los niños no comen y me acuesto tarde…
—Dice usted que sale. ¿Y adónde va?
—Ya se lo he dicho, no lo sé. A mí no me lo cuenta, está claro. Y también está claro que tampoco se lo dice al padre, porque nunca va a verlo. Una vez le dijo a doña Concetta: si el viejo revienta de noche, no vaya a buscarme. El duque no quiere ni ver a su hijo. Para él es como si no estuviera, dice que está muerto como la primera duquesa.
Ricciardi no tenía la menor intención de aguantar las divagaciones del vigilante.
—¿Nunca ha venido nadie a recogerlo? ¿O ha regresado a casa acompañado de alguien?
Sciarra arrugó la frente, esforzándose por recordar.
—Una noche, este invierno pasado, llovía a cántaros. Yo había cerrado el portón. Solo la duquesa y el señorito tenían la llave. Como le decía, una noche se pusieron a aporrear la puerta, patadas y puñetazos, yo me desperté y fui a abrir. Había un coche y dentro alguien que esperaba. El chófer me dijo que subiera enseguida a llamar al señorito. Yo subí y encontré la puerta abierta. Llamé una vez y nada. Llamé otra vez y entonces salió él, con una cara que… me pareció que había llorado. No me dijo nada y se fue en el coche, bajo la lluvia. Pero no vi quién iba dentro, comisario, se lo juro.
Ricciardi asentía, como si hubiese esperado algo así.
—¿Y cómo era el coche? ¿Llevaba alguna marca, una insignia, por ejemplo?
Sciarra apartó la mirada.
—No. No me acuerdo, pero me parece que no. Era un coche negro, eso sí. Uno grande.
Tras reflexionar un momento, Ricciardi volvió a preguntar:
—Una última cosa, Sciarra. El cerrojo. ¿Está seguro de que solo ellos dos tenían la llave?
El hombrecito volvió a mirar a la cara al comisario.
—Sí, comisario. La duquesa para cerrar a su regreso; y el señorito, un manojo de reserva, por si necesitaba entrar de noche por algún motivo. Y por la mañana lo encontramos como si lo hubiese abierto la duquesa: recogido, cerrado y colgado cerca de la cadena.
Ricciardi se levantó.
—Muy bien. Y ahora acompáñame, que quiero hablar otra vez con el señorito Ettore.