29

Cuando Ricciardi cerró la puerta de su despacho ya casi había oscurecido. En la penumbra del pasillo distinguió claramente las imágenes del guardia y el ladrón muertos, luminiscentes a causa del sufrimiento endurecido.

«Maria, Maria, qué dolor», decía el policía. Exacto, pensó Ricciardi. Qué dolor.

Estaba muy cansado. Mientras bajaba las escaleras de la jefatura, los detalles del homicidio de la duquesa de Camparino navegaban inconexos, sin sentido, en su mente, como asteroides en un cielo negro. El anillo arrancado, pensó contagiado por el muerto que acababa de hablarle. Y los restos de tierra en la alfombra, las costillas rotas, el cerrojo sin forzar. Las llaves en el cajón, las uñas rotas. Detalles, cada cual con su propio peso, pero que funcionaban únicamente si se juntaban en un cuadro del que se conocía la figura principal.

Ricciardi ironizaba con frecuencia cuando le hablaban del cinematógrafo o de las novelas de misterio, de moda desde hacía un par de años. En ellos todo cuadraba siempre, el detective solo encontraba indicios que llevaban a descubrir al culpable.

A él no le gustaba el cinematógrafo y leía pocas novelas; no soportaba la ficción cuando se trataba de delitos. Pensaba que ya había suficientes crímenes como para inventarse otros. Además, la realidad era muy distinta: los falsos indicios tenían el mismo peso que los útiles en tanto no se descubriera el cuadro general.

Sumido en sus pensamientos, dio un respingo cuando el guardia de servicio en la puerta lo llamó:

—Buenas noches, comisario. Hay una señora que lo está esperando.

Y se apartó para dejar pasar a Livia.

Al encontrársela delante, Ricciardi pensó que pese a que la había visto hacía poco, cada vez estaba más hermosa que como la recordaba. Vestía una blusa de seda con amplios pliegues horizontales y una falda ajustada a las caderas, ligeramente acampanada por debajo de las rodillas. Sobre el pelo corto, que dejaba al descubierto el largo cuello, lucía un sombrerito cloche ladeado. Las piernas largas, embutidas en medias transparentes con costura negra, culminaban en un par de zapatos de tacón alto. Un collar de ámbar adornaba el generoso escote, centro inevitable de las miradas. Las manos ahusadas calzaban guantes negros a la altura del codo.

Obsequió una radiante sonrisa al guardia, que quedó visiblemente deslumbrado.

—Gracias, cabo. Ha sido un placer esperar en su grata compañía.

El hombre le hizo el saludo militar, sin haber conseguido cerrar la boca. Ricciardi lo miró de reojo, pero no tuvo el valor de llamarle la atención. Se dirigió a Livia y le dijo:

—Buenas noches, señora. ¿A qué debo el placer de su visita? ¿Tiene alguna información para nosotros?

La mujer notó inmediatamente la incomodidad del comisario ante la presencia de su subalterno, y se hizo eco de la solicitud simulada.

—Sí, comisario. Debo ponerlo al corriente sobre… lo que me había pedido. Pero es largo de contar. Tardaremos un rato.

Ricciardi asintió, impasible, se volvió hacia el guardia y le dijo:

—Capezzuto, manda a alguien a mi casa a avisar que no iré a cenar y que llegaré tarde. No se te olvide.

El guardia cerró la boca con un chasquido y contestó:

—Sí, mi comisario, no se preocupe. Me ocupo ahora mismo.

En cuanto cruzaron el portón y doblaron la esquina, Livia se echó a reír y se aferró del brazo de Ricciardi.

—¿Qué tal? ¿Lo he hecho bien? Podría hacer de policía, ¿no?

El comisario la miró a la cara; estaba realmente espléndida. La sonrisa iluminaba sus rasgos resaltados por un ligero y hábil maquillaje; pero eso no era todo. Era la luz que desprendían sus ojos cuando la miraba. Ricciardi recordaba su primer encuentro, tras la muerte de su marido: tenía la mirada velada por el sufrimiento y la pena. Era una mirada que conocía, que compartían los vivos y los muertos, la mirada del dolor. Más tarde había empezado a cambiar, sobre todo en presencia de él. Poco a poco el velo se había borrado de sus ojos y ahora parecía una muchachita que acabara de salirse con la suya.

—¿A qué se debe la decisión de presentarte aquí? ¿Cómo sabías que ibas a encontrarme en el despacho a estas horas?

Ella se echó a reír otra vez.

—¡Pero si siempre trabajas hasta tarde! ¿Has olvidado que tú mismo me lo has dicho? Además, para no equivocarme, he venido a las siete.

Ricciardi estaba francamente maravillado.

—¿A las siete? ¡Pero si son las nueve pasadas! ¿Y qué has hecho todo este rato?

—He leído dos veces La Domenica del Corriere de hace tres semanas, el único material de lectura distinto de los atestados y los registros que hay en la sala de espera de la portería. Y he charlado un poco con tu guardia; pero fue más bien un monólogo, porque él no podía contestar sin tartamudear.

—Me lo imagino; sin duda no eres la típica persona con la que el pobre Capezzuto habla a diario. Pero insisto, ¿cómo es que has venido?

Livia seguía sonriendo mientras caminaban. Su alegría y su belleza atraían las miradas de los transeúntes.

—Si quieres ser descortés, adelante. Ésta es una noche mágica, ¿no has visto cuántas estrellas? No tengo la menor intención de permitir que me pongas de mal humor. He decidido raptarte por una noche. Y como sé que nunca vendrás a visitarme por tu propio pie, he venido yo. Quiero llevarte a un lugar bonito, quiero beber algo con burbujas, quiero mirarte y quiero que tú me mires. Y quiero reír, y quiero que tú te rías. Así que resígnate.

Ricciardi volvió los ojos al cielo. Era cierto: había miles de estrellas. Y la noche era agradable, soplaba un viento cálido que se llevaba la humedad. ¿Por qué no?, se dijo; en el fondo ya habías pensado mostrarte menos hosco con ella si volvías a verla. Rápido como el rayo, el pensamiento le ofreció la imagen de Enrica. Y como un rayo le devolvió la del joven susurrante y regresó a la realidad.

—De acuerdo, me rindo a la violencia. Pero no trasnocharemos, mañana me espera una jornada larga…

—… Y difícil como todas las demás —concluyó ella—. No te preocupes, no le robaré más que dos horas a tus secretísimas investigaciones. Lo que tardemos en cenar algo.

Y se fueron a cenar a un restaurante a poca distancia de la galería, frecuentado por cantantes tras la función del San Carlo. Resultaba curioso que Ricciardi, que vivía en Nápoles y trabajaba cerca de allí, no conociera el sitio y que Livia, que vivía a seiscientos kilómetros, fuese recibida con gran familiaridad por la dueña del local.

—Al fin y al cabo, canté en Nápoles en un par de ocasiones —se justificó Livia en cuanto pudo librarse del abrazo de la mujer.

Para Ricciardi fue una velada extraña. Todos los hombres presentes, acompañados o no de otras mujeres, miraban a Livia. El comisario percibía las oleadas de envidia y, bien mirado, la sensación no era desagradable; para variar, alguien hubiera deseado encontrarse en su sitio.

Tomaron pescado fresco del golfo; la dueña, que también era la cocinera, les habló del pescador que salía todas las noches con su barca para abastecer a su restaurante, y de la dificultad de preparar recetas distintas según el tipo de pescado que llegaba, casi nunca el mismo. Le preguntó a Livia quién era Ricciardi y a qué se dedicaba, como si él no hubiese estado presente; ella le contestó que se trataba de un músico de la orquesta, algo que él agradeció. Mientras aquella mujer hermosa le contaba entre risas anécdotas de su carrera, trató de imaginarse a sí mismo si aquel dato hubiese sido cierto, si hubiese tocado el violín o el contrabajo, por ejemplo. Si hubiese llevado una vida normal, con las dificultades de llegar a final de mes y con los zapatos rotos, pero sin dolor y sin que los muertos le hablaran en todas las esquinas.

No aportó demasiado a la conversación; las suyas no eran anécdotas que pudieran contarse durante la sobremesa. Pero jamás hubiera imaginado que se sentiría tan a gusto. La carcajada dulce y musical de Livia embriagaba más que el vino blanco y frío con que acompañaron el pescado.

Entraron dos músicos ambulantes, los típicos que con sus canciones y sus cantos animaban las veladas en locales como aquél: una guitarra y una mandolina, acariciados por manos virtuosas y hábiles. Las canciones, la voz de la ciudad, despertaron almas dormidas y sacaron a la superficie antiguas emociones. La dueña del local insistió en que Livia cantara; ella se resistió cuanto pudo, riendo. Al final cedió y, clavando sus grandes ojos negros en los verdes de Ricciardi, atacó la primera estrofa de «O sole mio». El acento distaba mucho de ser napolitano, además, se trataba de una canción para hombres, pero la voz de contralto era tanto o más cálida que la brisa que soplaba del mar, y al final toda la sala estalló en un clamoroso aplauso.

Cuando salieron pasaba de medianoche. La hora, la larga jornada, el vino y las nuevas emociones se le subieron a la cabeza a Ricciardi, que se observaba desde fuera, como desde una ventana. No lograba desprenderse de la fea sensación de estar haciéndole daño a Enrica; pero en cierta manera, Livia le calmaba la dentelleada que notaba en el estómago. Que pase lo que tenga que pasar, pensó vagamente.

En cuanto a ella, era feliz como nunca lo había sido desde hacía años. Conseguir que Ricciardi saliera de su caparazón era como encontrar diamantes, algo difícil pero muy gratificante. Y en la mirada de él, no siempre, aunque sí en algunas ocasiones, había visto brillar una luz nueva. Sabía que le gustaba, pero también intuía que había un obstáculo, algo que le impedía abrirse del todo. Con astucia había logrado que le contara cosas de su vida, de su familia; logró confirmar que no había otra mujer, por lo menos no había alguien que estuviese institucionalmente presente; pero su intuición le decía con claridad que en el corazón del tenebroso comisario había alguien.

No tiene mayor importancia, pensó. Así como entró, puede salir. Bastará con abrir la puerta y ocupar su sitio.

Ricciardi la acompañó al hotel; colgada de su brazo, ella disfrutó de la noche que envolvía la piazza del Plebiscito, las columnas y las estatuas de antiguos reyes, mientras en el aire se oía el repiqueteo solitario de sus zapatos en los adoquines. Había leído la inscripción en la entrada de la iglesia, y Ricciardi le estaba contando que se trataba del exvoto hecho por un rey para conmemorar el final de la peste en la ciudad, cuando en el callejón que daba a la plaza unas sombras se separaron de las demás.

Ricciardi, que miraba la inscripción y traducía, al principio no se dio cuenta de nada; notó que la mano de Livia se contraía sobre su bíceps y, cuando se volvió, se vio rodeado por cuatro siluetas. No se distinguían sus caras, estaba demasiado oscuro; pero al comisario le llamaron la atención las ropas negras y arrugadas, las botas que calzaban y, sobre todo, los palos que empuñaban.

A Livia se le escapó un lamento y uno de los hombres la mandó callar con un insulto. Ricciardi se plantó ante él, mirándolo sin miedo. El hombre dio un paso al frente y le propinó una sola bofetada. Cuando se disponía a levantar la mano otra vez y los otros tres avanzaban, Ricciardi pronunció con voz firme, como si recitara un poema:

—Bufones payasos, no sois más que cuatro bufones payasos. Cuatro contra uno, vergüenza debería daros, bufones payasos.

Uno de los cuatro lanzó un profundo suspiro, como si acabaran de asestarle un puñetazo en el estómago. Retrocedieron todos, mirándose. Uno soltó el palo, se dio media vuelta y echó a correr. Otros dos lo siguieron casi enseguida. El último, el de la bofetada, dijo:

—Ten cuidado, Ricciardi. Cuidado por dónde te paseas de noche y con las preguntas que haces. Si no vas con cuidado, la próxima vez no serán palos. Serán cuchillos.

Y él también echó a correr.