Cuando Ricciardi y Maione volvieron a verse en la jefatura ya era de noche. El sargento le transmitió la información reunida en su recorrido por las tabernas, sus conversaciones con Nenita y Gilda, la criada convertida en prostituta.
Ricciardi, por su parte, se mostró evasivo, sin entrar en demasiados detalles sobre sus pesquisas; no lo hizo porque no quisiera informar a su subordinado, sino porque consideraba que el simple hecho de conocer la existencia de esas pesquisas podía ponerlo en peligro, por ello prefirió no involucrar a Maione. Al menos por el momento.
Cuantos más datos reunían sobre Capece y Musso más se confirmaba la impresión de la culpabilidad de ambos. Y, paradójicamente, cuanto más se formaba la idea de que cada uno de ellos era el asesino, más difícil le parecía demostrarlo sin lugar a dudas. Un auténtico quebradero de cabeza.
Mientras trataban de fijar las nuevas estrategias de la investigación, alguien llamó nerviosamente a la puerta del despacho de Ricciardi. Maione lo miró con intención y dijo:
—Para mí que es ese infame de Ponte. Es el único que llama a la puerta igual que habla e igual que mira a la cara, con golpecitos, sin coraje. Un poco más y araña la puerta como los perros.
Ricciardi suspiró y dijo:
—¡Pase!
Era Ponte, naturalmente, más sudado y nervioso que nunca.
—Buenas noches, comisario. Tengo que pedirle que me acompañe enseguida al despacho del dottor Garzo. Ha dicho que vaya enseguida, ahora mismo. Por favor, acompáñeme.
Tras un día agotador, Ricciardi no se sentía con ánimos de ofrecer resistencia a la mirada huidiza del hombrecillo; además, aunque no podía contárselo a Maione, sentía curiosidad por conocer cuáles serían las quejas que le plantearía el subjefe de policía. Por ello sorprendió al sargento y a Ponte cuando se levantó de buen grado y dijo:
—¿Ha dicho enseguida? Y enseguida vamos.
Encontraron al subjefe de policía paseándose por su despacho, como un león enjaulado; llevaba el cuello desabrochado, la corbata floja, el chaleco abierto y su chaqueta colgaba de la percha. Su escritorio, normalmente impoluto y con pocas carpetas en perfecto orden, estaba cubierto de papeles con transcripciones de telefonemas, documentos y lápices sin punta. En cuanto vio entrar a Ricciardi y Maione, se puso a gritar:
—¡Ya les había avisado! ¡No pueden decir que no estaban advertidos! Ha ocurrido lo que predije. ¿Y ahora, Ricciardi? ¿Y ahora? ¿Qué piensa usted hacer ahora?
Ricciardi no se inmutó siquiera. Siguió de pie, las manos en los bolsillos, el mechón de pelo caído sobre la frente, media sonrisa en los labios. Enardecido, Garzo esperaba una respuesta. Maione y Ponte, a espaldas de Ricciardi, se preguntaban qué diría el comisario; este último se encogió brevemente de hombros y dijo:
—Si no me cuenta lo ocurrido, no sé qué puedo contestarle.
Ésta vez Garzo estaba decidido a no dejarse enredar por el tono de Ricciardi.
—Ha telefoneado el director del Roma. ¿Y sabe por quién ha preguntado? ¡Por mí! No por el jefe de policía, como era su deber. El maldito me ha llamado directamente a mí, porque sabe quién se ocupa de las cuestiones operativas.
—¿Y es usted quién se ocupa de las cuestiones operativas?
Garzo estaba demasiado angustiado para captar la ironía.
—¿Y sabe qué me ha dicho? Que tiene intención de escribir un artículo contra los métodos intolerables de la policía que, sin elementos probatorios, y repito, sin elementos probatorios, irrumpe en las redacciones de los periódicos. ¿Lo entiende ahora? ¡Un artículo en el periódico! ¡Y por culpa suya y de ese de ahí, su fiel acompañante!
Terminó la frase casi sin aire y señalando a Maione. Estaba realmente fuera de sí. Ricciardi contestó con el mismo tono que antes, como si lo estuviera invitando a un café.
—Me alegra de que nos haya mandado llamar, dottore. De haber sabido que a estas insólitas horas seguía usted en el despacho, habría venido yo mismo a verlo. Debo pedirle una autorización.
Garzo parpadeó como si acabara de despertar de una pesadilla.
—¿Una autorización? ¿Qué autorización?
—Una autorización para registrar el domicilio particular de Mario Capece, jefe de redacción del diario Roma, e interrogar a sus familiares.
Madre mía, pensó Maione. A este ahora le da un infarto. Y en efecto, Garzo parecía al borde del colapso. Palideció visiblemente, retrocedió un par de pasos, tanteó con la mano hasta agarrarse del brazo de su sillón y se dejó caer como un fardo, con un ruido sordo. Boqueó en vano, tragó aire y espiró. Con voz débil dijo al fin:
—¿De Capece, dice? ¿Es que no ha oído lo que acabo de decirle? Acabo de decirle que…
—Ya sé lo que acaba de decirme. El hecho es que de las indagaciones de hoy han surgido algunos elementos importantes. Tenemos motivos para creer que desde hacía unos meses la duquesa de Camparino había iniciado una relación. Otra.
Garzo respiraba con dificultad.
—¿Otra? ¿Y con quién?
Ricciardi no tuvo piedad.
—Todavía no estoy en condiciones de decirle el nombre, dottore. Pero se trata de alguien que ocupa uno de los principales cargos de la ciudad.
Garzo se sintió como si le hubiesen disparado. ¿Uno de los principales cargos? ¿Cuál? Ante sus ojos pasaron el gobernador civil, un anciano con importantísimos contactos en Roma; el alto comisario, nombrado directamente por el Duce; el jefe de policía, que solo esperaba que él diera un paso en falso para librarse de un temible competidor.
Ricciardi y Maione tuvieron la sensación de oír el ruido que hacía el cerebro del subjefe de policía mientras trabajaba febrilmente. Una catástrofe. Se perfilaba una catástrofe. Cuando consideró que su superior había asimilado el alcance del problema, Ricciardi prosiguió:
—Si no conseguimos excluir a tiempo a Capece de entre los posibles culpables o, como alternativa, imputarle el delito más allá de toda duda, no le quedará más remedio que revelar que los celos por la nueva relación de la duquesa lo empujaron a montar la escena de la otra noche. Y mencionar el nombre de… del otro hombre.
Garzo se levantó de un salto, como si alguien acabara de clavarle una aguja en el trasero.
—¡No! ¡Jamás! Eso no debe ocurrir jamás, Ricciardi. Usted lo entiende, ¿no? Es lo que esperan para quitarme…, para privarnos de la independencia que tanto necesitamos. ¿Qué piensa hacer para evitarlo?
Ricciardi volvió a encogerse de hombros, manteniendo las manos en los bolsillos. Su tono se hizo aún más vago.
—Pues… no sé. A lo mejor, si encontráramos el arma del delito, podríamos detener a Capece sin entrar en el tema. A él mismo no le convendría; en el fondo, por lo que parece, tenía varios motivos para estar celoso, ¿para qué enfrentarse a un juicio y ganarse enemigos poderosos? Si no la encontráramos, podríamos explorar otras posibilidades; a lo mejor él no es el asesino.
Garzo sopesó un minuto las implicaciones de lo que Ricciardi acababa de decir. Al final vio la luz. Una lenta y amplia sonrisa se abrió paso en sus labios como un río cuando llega a la desembocadura. Conservó, sin embargo, una enorme mancha roja en el cuello.
—Sí. Sí, sí. Sí, de acuerdo, Ricciardi, tendrá la autorización. Proceda. Pero le pido encarecidamente que nadie se entere de… de lo otro. Nadie. Nunca. Mañana por la mañana encontrará el documento encima de su escritorio. Y una cosa más… Gracias.
Al salir del despacho de Garzo, Maione no cabía en sí de gozo.
—Comisario, esta vez casi lo mata al pobre. ¿Qué es eso de otra relación? Ya sé que se lo ha inventado, pero ¿con qué fin? Pasarán un día, como mucho dos, antes de que hasta el tonto de Garzo descubra que no hay una tercera persona.
Ricciardi lanzó una rápida mirada por encima del hombro, para asegurarse de que nadie lo oía. Con gente como Ponte toda precaución era poca.
—No había otra manera, tenía que subir la apuesta. De lo contrario, nos amordazaba y nos ataba cortos, y entonces no hubiéramos podido movernos más. Pero ahora presiento que entre Ettore y Capece saldrá algo. Tu dato de hoy, sobre la pistola en casa de Capece, es lo único concreto que tenemos, y debemos comprobarlo por fuerza. Te repito, era la única manera.
Maione se quitó el sombrero y se rascó la cabeza.
—¿Qué quiere que le diga, comisario? Hizo lo que debía. Y que Dios nos coja confesados.
Sofía Capece cortaba cebollas mientras pensaba en los animales. En los herbívoros, más exactamente.
Pensaba que incluso los animales más mansos, los que se encontraban al final de la cadena alimenticia, los no agresivos, esos que no tenían garras ni fauces, podían llegar a ser peligrosos y violentos. Ocurría cuando veían a sus crías en peligro. Y eran las hembras las encargadas de conservar la especie, las que debían ocuparse de gestar y proteger a las crías, las que debían reparar los errores de los machos, que, siempre ocupados por ahí de cacería o en fatuas empresas, dejaban las madrigueras y las cuevas desprotegidas.
Ella estaba decidida a defender su casa y a sus crías. No podía permitir que un error del padre pusiera en peligro el futuro de su prole. Era su deber, como había dicho en numerosas ocasiones el propio Duce.
Mientras preparaba la cena para sus hijos y también para su marido, que probablemente tampoco habría regresado esa noche, Sofia sonrió pensando que, al final, el más peligroso de los animales es la hembra. El macho mata, lucha, grita. La hembra defiende. Porque si el macho es fuerte, la hembra es astuta.
Enrica cortaba cebollas mientras pensaba que era una estúpida.
Tal vez tenía razón su madre, cuando le decía que la misión de una mujer es encontrar marido y tener hijos. Que no había que esperar el gran amor, porque lo que realmente cuenta es tener casa propia y la seguridad de una presencia fuerte a tu lado. Tal vez Sebastiano, con su fatua torpeza, pese a su falta de misterio y fascinación, podría proporcionarle esa presencia y no faltar nunca: un sólido comerciante de la via Toledo, como en el fondo era su propio padre.
Sin embargo, Enrica no veía nada en común entre su padre y Fiore: uno era un soñador, tenía ideas políticas avanzadas y liberales, impulsos de generosidad y un sólido sentido del honor; el otro solo pensaba en cosas inútiles y, para colmo, no lo veía muy dispuesto a trabajar.
¿Qué alternativa quedaba? Instintivamente miró hacia la ventana oscura al otro lado del callejón. Un hombre solitario y enigmático, con un trabajo difícil y peligroso, temido por todos, quizá también odiado. Que tal vez estaba prometido con una mujer que parecía salida de una película en la que hacía el papel de amante de un gánster.
No, seguramente tenía razón su madre: era mejor que siguiera con Sebastiano sin darle más vueltas.
Se secó las lágrimas con la manga. Malditas cebollas, pensó.
Mientras cortaba cebollas, Lucia Maione lloraba y sonreía. Las lágrimas eran por el olor acre que subía desde el plato, donde seguían acumulándose las finas lonchas; la sonrisa era por su marido.
Había notado que ahora él también se cuidaba en las comidas, como le había pedido que hiciera. Estaba segura de que había comprendido lo importante que era para ella que gozara de buena salud al menos otros cincuenta años. No podía vivir sin él, lo había comprendido al fin. En los años en que había sido sacerdotisa de su propio dolor, se había expuesto a perderlo; lo veía tal como era, un hombre apuesto, imponente, fascinante; su honestidad, su rectitud le habían impedido tener una relación y de haber conocido a otra, la habría dejado. Y ella hubiera tenido que darle la razón porque, en el fondo, lo había abandonado.
Pero ahora estaba decidida a cuidar de su hombre. Y a no permitir que nadie se lo quitara, ni siquiera Dios. Echó las cebollas a la sopa de verduras que estaba preparando, sin carne ni pasta, y puso la olla al fuego.
Rosa apartó la olla del fuego. El guardia que había ido a avisarle de que Ricciardi no cenaría en casa acababa de marcharse, tras llevar la mano a la visera del sombrero a modo de saludo.
¿Adónde iría a cenar? ¿Qué comería? Seguramente algo que empeoraría su dolor de estómago. ¿O acaso pensaba que no se había dado cuenta de que de tres días a esta parte se tocaba continuamente el abdomen? Sacudió la cabeza, preocupada. Ahora ya estaba segura de que el problema de Luigi Alfredo era la señorita Colombo, la hija del sombrerero que vivía en el edificio de enfrente.
Ésa mañana había ido a arreglarle el pelo la mujer del proveedor de carne que servía ambas casas. Le contó que, precisamente el día en que había empezado el extraño comportamiento de Ricciardi, la mandaron llamar de urgencia para peinar a Enrica, porque iba a recibir una visita.
La madre de la muchacha le había dicho a la peluquera que se trataba de una cena que había organizado sin que se enterase su hija, que la tenía muy preocupada porque con veinticinco años seguía sin novio. La mujer le había dado a Rosa todo lujo de detalles.
Sacudiendo la cabeza, se preguntó qué podía hacer para que su Luigi Alfredo entendiera que era hora de que se decidiera, de que tomara las riendas de su propia existencia. Que no podía vivir asomado a la ventana.
Con gesto cansino, cogió las cebollas, y se puso a cortarlas para la cena del día siguiente.