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Para Maione, caminar por la ciudad en compañía de Nenita no era el colmo; el aspecto equívoco, los colores chillones y el maquillaje abundante, acompañados del tono de voz estridente, atraían a la decena de conocidos con los que el hombre se encontraba, entonces seguían unas pausas exasperantes y profusión de saludos afectuosos.

Por otra parte, para el travestí podía resultar poco saludable que exhibiera en público su familiaridad con la policía, aunque se limitara a su trato con el sargento; en los ambientes de las callejuelas no se veía con buenos ojos estos contactos, tampoco gustaban a aquellos que no participaban directamente en los tráficos pero podían conocerlos. De manera que decidieron de común acuerdo encontrarse en la Torretta, el barrio popular cerca del mar en la zona de Mergellina, donde estaba el burdel en el que trabajaba Gilda, la excriada de Capece que había hecho carrera.

Maione llegó primero. Había pasado por una verdulería donde devoró dos ciruelas y un albaricoque, sin saciar el apetito, al contrario, le pareció que había aumentado. Insistió en pagar, a pesar de que la verdulera quiso regalarle la fruta; por efecto de la antipatía que le inspiraba el famoso Ciruzzo, verdulero flaco y entrometido, Maione la tenía tomada con todos los de ese oficio.

El hecho de que llegara antes de la hora señalada no hizo más que aumentar su malhumor. El burdel se encontraba a una travesía del viale Principessa Elena; no era una calle de paso, para entendernos. Buscó un sitio a la sombra de un árbol, a una decena de metros de la entrada identificada por un cartel de latón que llevaba grabado: «Casa de Madame Yvonne». Había mucha actividad, cada militar, marinero o empleado que entraba o salía le lanzaba una mirada entre preocupada y burlona: ¿qué hacía ahí parado debajo de un árbol un sargento de la policía vestido de uniforme? ¿Acaso quería fichar a los clientes de la casa o se preparaba para arrestar a alguien? ¿O sencillamente trataba de reunir el valor para entrar?

Nenita llegó al fin, meneándose encima de los tacones de aguja y embutido en un vestido de flores rojas.

—Disculpe sargento, es que tuve que pararme dos veces a beber, hace un calor que es para no creérselo.

Maione quería darse prisa.

—Sí, sí, de acuerdo. Ahora entremos, solo nos falta que tu amiga esté ocupada y nos vean juntos en la sala de espera.

Se entraba al burdel por un portoncito de madera y tras subir una escalera empinada. Al llegar al rellano fueron recibidos por una vieja que, armada de escoba y cubo, limpiaba sobre limpio.

—Ni limpiar la dejan a una, aquí no hay quien descanse ni de noche ni de día —rezongó de malos modos, apartándose para dejarlos pasar. Maione no consideró oportuno aclarar que estaba allí por motivos de trabajo, pero le lanzó una mirada aviesa que la mujer le devolvió.

Al final de un pasillo tapizado de seda roja se abría una amplia sala con divanes y sillas arrimadas a las paredes, en la que descollaba una gran cátedra de madera. Detrás de ella estaba sentada una mujer de mediana edad, con el cabello teñido de un rojo artificial y maquillada de tal modo que por las mañanas, apenas levantada de la cama, hubiera sido imposible reconocerla. En cuanto vio entrar a Maione y a Nenita se bajó de la silla y fue hacia ellos ceñuda.

—Buenas tardes, sargento. Sabrá disculparme, pero debo hacerle notar que en mi casa solo trabajan mis señoritas. Si quiere hacer algo con otras personas, yo misma puedo ofrecerle dos, pero no puedo permitir que se traiga usted…

Maione interrumpió, tajante, el flujo de palabras:

—Oiga, señora, está usted equivocada. No he venido a divertirme sino a trabajar.

La mujer se alarmó y retrocedió un paso.

—No lo entiendo. Mi casa está en regla en todos los aspectos, impuestos y controles sanitarios. Las matrices de las fichas de mis pupilas, con los detalles de sus servicios, están a su disposición si quiere echarles un vistazo…

Maione se impacientó.

—Vamos a ver, señora, un poco de paciencia. ¿Quién le ha pedido nada? Yo solo quiero hablar con una señorita que al parecer trabaja aquí, según me dice el señor… —Y tras señalar a Nenita, se corrigió—: La señorita…

La mujer lanzó una mirada de disgusto a Nenita y, dirigiéndose otra vez a Maione, dijo:

—¿Por qué, alguna de mis chicas ha hecho algo malo? Aquí dentro puedo asegurarle que hay un control máximo, pero la responsabilidad por lo que ocurra fuera…

El sargento consideró seriamente la posibilidad de estampar los cinco dedos en el grueso maquillaje que cubría la cara de la madama.

—Señora, aquí nadie ha hecho nada. A menos que me dé por pensar que está usted obstruyendo una investigación de la policía, porque en ese caso no tardo nada en entalegarlas a usted, a sus chicas y a esa maleducada de la guardiana de ahí fuera, y de paso, aprovechan y toman ustedes un poco el aire.

El tono fue seco; la mujer agachó la cabeza como si acabara de recibir una colleja.

—Usted dirá, sargento —dijo, sumisa.

Ricciardi había encontrado el portón con algunas dificultades. Por la noche los puntos de referencia se limitan a las partes iluminadas por las farolas; a la luz del día los lugares parecen distintos. Entró en el patio, recibiendo con alivio la sombra, y vio una garita cerca de la entrada. Salió a recibirlo el vigilante, un joven fornido, más bien arisco, y le preguntó qué deseaba. Tras identificarse, Ricciardi dijo:

—Necesitaría cierta información. ¿Quién vive en este edificio?

El joven lo miró de la cabeza a los pies. Del interior llegó el sonido de un piano en el que tocaban escalas que se interrumpían con frecuencia por los errores. La respuesta tardaba; los dos se miraron. Al final el vigilante contestó:

—¿Por qué, a quién busca?

Ricciardi comprendió que debía poner fin de inmediato al obstáculo.

—Aclaremos una cosa, si contesta a las preguntas, terminamos enseguida y desaparezco. Si empieza a jugar, entonces vuelvo en plan oficial y me lo llevo a usted a otro sitio donde deberá responder por la fuerza. Usted elige.

Era difícil resistirse a Ricciardi cuando susurraba con tono seguro y mirando fijamente a los ojos. El vigilante no fue una excepción. Tras parpadear contestó:

—A sus órdenes, comisario. Pregunte.

El policía se enteró de que en el edificio, no lejos del Conservatorio, vivían dos familias con niños pequeños, un anciano viudo y jubilado, algunas estudiantes de música de un pueblo de Lucania.

—Son ellas a las que oye hacer ejercicios —aclaró el hombre.

En la primera planta tenía sus oficinas una empresa de navegación, que en esa época estaban cerradas.

—¿Sabe usted si anoche hubo alguna fiesta? —preguntó Ricciardi—. ¿O si alguien organizó una reunión, con música e invitados, hasta tarde? ¿Con gente importante?

El vigilante se encogió de hombros.

—No sabría decirle, comisario. Yo no vivo aquí, por la noche, cuando cierro me voy para casa, que tengo hijos pequeños. Pero si me dice que hubo fiesta hasta tarde, esta mañana alguien habría protestado. Me parece raro.

Ricciardi empezaba a pensar que el cansancio de la noche anterior le había jugado una mala pasada; o que se había equivocado de edificio. Cuando se disponía a despedirse y salir en busca de un portón similar, el hombre dijo:

—A menos que…, a veces, en el último piso se quedan hasta tarde. Pero lo de la música me parece raro.

—¿Por qué, quién vive en el último piso?

Bajando instintivamente la voz y mirando hacia arriba, el vigilante murmuró:

—En el último piso está la sede del Partido.

Maione y Nenita siguieron el gordo trasero de Annunziata Caputo, alias madame Yvonne, por otro tramo de empinadas escaleras; a continuación recorrieron un estrecho pasillo flanqueado a ambos lados por puertas cerradas, al llegar al final había una salita con una amplia ventana desde la cual, un poco de través, se veía el mar. El aire fresco y limpio olía a sal y traía gritos lejanos de gaviotas y de niños que jugaban.

En el centro de la habitación había una mesa, a la que estaban sentadas algunas muchachas mientras conversaban fumando y riendo. Algunas llevaban los pechos al aire, la mayoría buscaba el fresco cerca de la ventana. Al entrar el sargento, pese a ir acompañado de la madama, se oyeron grititos de miedo; las muchachas se taparon lo mejor que pudieron y se retiraron al fondo de la habitación. Madame habló con voz tranquilizadora:

—No se preocupen, señoritas, el sargento no ha venido a detener a nadie. Solo quiere hablar con…

Maione la interrumpió con voz cansada:

—Déjeme adivinar, señora. Juliette es esa de ahí, ¿no?

Sobre un diván arrimado a una pared, un poco apartado, una mocetona semidesnuda, de cabello rubio, devoraba un trozo enorme de pan que chorreaba salsa de tomate.

—Sargento, discúlpeme, pero la de esta mañana ha sido una procesión. Ha llegado al puerto un barco mercante con más de trescientos marineros que no tocaban tierra desde hacía un año. Genoveses, portugueses, rusos. ¡Una babilonia! Llevaba horas sin probar bocado, y aprovecho este momento de tranquilidad. Dicen que todos los lupanares de Nápoles están igual.

Nenita escuchaba embelesada a su amiga, como si le estuviese hablando de un safari en África ecuatorial, y de vez en cuando lanzaba miradas orgullosas a Maione.

—Faltaba más, discúlpanos tú que hemos venido a esta hora sin avisar. Aquí, el sargento, tiene que hacerte unas preguntas, tú contesta sin miedo, no te preocupes, es un conocido mío.

Maione resopló, irritado, al tiempo que lanzaba fugaces y sufridas miradas a los restos de pan y tomate que había sobre la mesa.

—Lo que faltaba, que me recomiende Nenita. A ver, señorita, ¿cómo se llama?

Juliette se rió, echándose el pelo encima del hombro.

—¡Ay, sargento, por favor, tutéeme, que si no tengo la sensación de estar hablando con madame!

La muchacha resultó simpática e inteligente. Se llamaba Gilda, como había dicho Nenita, y venía del barrio del Vasto, detrás de la estación. Era la quinta de nueve hermanos, y se había colocado de criada a los dieciséis años porque su familia ya no estaba en condiciones de alimentarla. Ahora, con veintidós, lo que ganaba le alcanzaba para mantener a sus cuatro hermanos más pequeños y a su madre. Su padre se había largado tres años atrás, y no habían vuelto a verle el pelo.

—Una de dos o se murió o se embarcó —dijo sin dejar de masticar y sin asomo de pesar.

Cuando había decidido colocarse de criada enseguida la contrató la familia Capece, cuyos ingresos iban creciendo gracias a la brillante carrera del jefe de familia en el periódico. Gilda describió una época en la que no sobraba el dinero, pero llena de esperanzas, una casa donde se reía siempre y se economizaba en todo.

—Pero no impresionaba —dijo—, porque la señora me ayudaba con el servicio y yo la ayudaba a ella con los niños.

La familia Capece tenía dos hijos: Andrea y Giovanna; el chico era el mayor. Cuando Gilda dejó de servir al cabo de un año, Andrea tenía doce años y Giovanna, siete.

—O sea que ahora —calculó Maione—, tienen dieciséis y once.

—Sí —dijo Gilda—. Y es un muchacho muy guapo, quién sabe, a lo mejor el día menos pensado me lo encuentro aquí arriba.

Gilda sabía cómo había crecido Andrea porque de vez en cuando, y hasta un par de años antes, iba a ver a la familia Capece, con la que se había encariñado mucho.

—Pero después ya no quise volver. La última vez me causó muchísima impresión —añadió.

Maione no lo entendía.

—¿Muchísima impresión por qué?

Al recordarlo Gilda pareció estremecerse a pesar del calor.

—Era como ir a visitar a unos muertos, sargento. Todo había cambiado.

—¿Cómo que había cambiado todo? ¿En qué sentido?

La muchacha vacilaba en responder. Nenita, que estaba junto a ella sosteniéndole la mano, le dio un breve apretón para animarla. Gilda miró a su amiga y continuó:

—Yo recordaba una familia pobre pero alegre. Me trataban como a una hija, reíamos todo el tiempo. La señora se ponía a mi lado y me enseñaba de todo, a cocinar, a coser. Me decía que cuando encontrara marido y formara mi familia, sabría hacer de todo. Después yo…, en fin, que mi vida fue por otros caminos. Ojo, que no me quejo de nada. Pero tenía la sensación de que la señora Sofia me reñía, me decía que me había equivocado.

—¿Y entonces?

—Cuando fui a verla, me hizo pasar al salón, como a una señora. No sabía cómo ponerme, yo quería que nos fuéramos a la cocina. Y ella que no, siéntate aquí, me decía. Tú sí que has hecho bien, la que se ha equivocado llevando esta vida soy yo. Y la casa…

Maione escuchaba con mucha atención.

—¿La casa? ¿Qué le había pasado a la casa?

La muchacha sacudió la melena teñida de rubio.

—No le había pasado nada. Todo estaba igual. Pero parecía…, todo parecía muerto. La niña estaba sentada, estudiando, la vi palidísima, apenas me saludó. Andrea me dio un fuerte abrazo y se marchó enseguida, tuve la sensación de que se avergonzaba. Pero la señora me hablaba y me hablaba, y era como si no fuese a callar nunca.

—¿Y de qué te hablaba?

—De los viejos tiempos, de cuando yo vivía allí. Me habló de su marido como si estuviera muerto, como si fuera un recuerdo de otros tiempos. Sin odio. No me dijo nada, pero a lo mejor sabía que yo sabía lo de la duquesa. Lo saben todos. Y ella también, sargento; tenía los ojos vacíos. Como si le hubiesen arrancado el corazón, el estómago, el cerebro, todo. Por eso antes he dicho que me causó mucha impresión. Y no quiero volver a poner los pies en esa casa.

Siguió un largo silencio. Nenita acariciaba la mano de su amiga, como consolándola por una pérdida. Mientras contaba su historia, Gilda no cambió el tono de voz; pero ahora tenía una expresión de profunda tristeza. La boca manchada de salsa de tomate hacía que pareciera una niña jugando a imitar a los adultos.

Al cabo de un rato, Maione preguntó:

—Escúchame bien, Gilda, ¿por casualidad te acuerdas si en la casa había una pistola? Haz un esfuerzo, procura acordarte, para nosotros es importante.

La muchacha iba a responder, se lo pensó mejor y calló. Miró a Nenita, después al sargento y dijo:

—El señor había hecho la guerra, era oficial. La pistola está guardada en un cajón del escritorio. Una vez me la enseñó para darme un susto, y no vea cómo se rió. Pero la guarda bajo llave y solo él tiene la llave.