Desde la cocina, Maria Colombo observaba a su hija que, en el comedor, daba clases de repaso a tres niños; dos de ellos eran los hijos mellizos de un acaudalado mayorista de maderas; el tercero, menudo y moreno, de ojos vivarachos, era el nieto de la portera.
Enrica solía hablarle de la gran inteligencia de este último, que pese a ser dos años menor que los mellizos, era capaz de hacer los mismos ejercicios en la mitad de tiempo. Mientras que de los hijos del mayorista Enrica recibía una considerable y puntual retribución, de la familia de la portera no obtenía más que sonrisas y mucha gratitud.
Cuando Maria se lo hacía notar, recibía por toda respuesta que no solo de pan vive el hombre. Era precisamente eso lo que la enfurecía del carácter de Enrica: su absoluta falta de sentido práctico. Respecto de la cuestión de su matrimonio, del que tanto habían hablado, la divergencia sustancial era ésa: el sentido práctico. ¿Cómo era posible, se preguntaba Maria, que ella fuese la única en la casa que se daba cuenta de que el tiempo volaba, la juventud daba paso a la vejez y que, muy pronto, la frescura dejaría de estar de parte de Enrica? ¿O acaso creía que podría esperar eternamente a que llegase un príncipe de los Austrias montado en su blanco corcel para hacer de ella una reina?
Para colmo, su hija no poseía una belleza capaz de cautivar a un hombre a la primera mirada; ella, como madre, era la primera que tenía el valor de reconocerlo. Al final, había tomado las riendas de la situación, obligando a su marido a invitar a los Fiore.
Durante todo un día había esperado sin moverse la inevitable reacción de Enrica; sabía que bajo su naturaleza tierna y pacífica no se escondía un alma sumisa, y que no habría sido fácil conseguir que aceptara una imposición. Pero era por su bien, de manera que sabría rebatir todos sus argumentos, aunque con ello perdiera el afecto de la muchacha durante unas semanas; después entraría en razón y le estaría agradecida.
Para eso sirven las madres.
Por segunda vez en tres días Maione llamó a la puerta de Nenita.
—Sargento, ¿qué me dice, puedo empezar a considerarlo un pretendiente? La próxima vez traiga algo, no sé, una flor, unos pastelitos. Yo lo llevo a hablar con mi madre y lo hacemos oficial.
Maione seguía resollando tras la subida y estaba empapado de sudor.
—Suerte la tuya que estoy con la lengua fuera, que si no, ya sabes dónde te mandaba. Conmigo no te hagas el loco, ¿entendido? ¡O el día menos pensado vengo a verte por última vez, te meto en la cárcel y tiro la llave!
Nenita se tapó coquetamente la boca con la mano y soltó una risita.
—¡Virgen santa, cómo me gustan los hombres fogosos! Está bien, sargento, no se me enoje usted, esperaré confiada, sé que tarde o temprano se decidirá. Lo importante es que no olvide que a usted se lo haré gratis.
Maione hizo ademán de soltarle una bofetada que Nenita esquivó con un movimiento agraciado. A los dos les dio la risa.
—La verdad, Nenita, es que esta historia de la duquesa es de lo más complicada. No tanto por el hecho en sí, sino porque no tenemos libertad de movimientos.
Nenita, que vestía su habitual quimono de seda, fue hacia la mesa a la que estaba sentado antes de que llegara Maione.
—Lo comprendo, sargento. Están en medio la prensa, la nobleza, las autoridades. Toda gente a la que no se puede detener y meter en la cárcel de buenas a primeras, como puede hacer conmigo, por ejemplo. Para usted todo es más fácil cuando asesinan a un pobre, ¿no?
Maione sacó a relucir su vozarrón y le contestó:
—Claro que no es mejor. ¿Cómo se te ocurre? ¿O es que te consta que con los pobres el sargento Raffaele Maione presta menos atención? ¡Te advierto que por estos comentarios no te meto entre rejas, te muelo directamente a patadas!
Nenita soltó una sonora carcajada. Cuando reía ya no podía mostrarse tan afectado ni imitar tan bien a una mujer, y el sonido de su risa era más bien equino.
—¡Cómo se cabrea por nada, sargento! Ya lo sé, ya lo sé, usted y su comisario, ése tan guapo y gafe, tratan igual a los pobres que a los ricos. Por eso los respetamos. Además, ¿a usted le parece que si yo pensara realmente eso, le ayudaría?
Cuando Nenita se sentó, Maione se dio cuenta de que tenía delante un enorme plato de boquerones fritos.
—Pero ¿qué es esto, un complot? ¡Aquí se come a cualquier hora del día y de la noche! ¿Es que os habéis puesto todos de acuerdo para atiborraros en cuanto yo aparezco? ¿Desde cuándo se almuerza a las tres de la tarde, si puede saberse?
Nenita contestó con la boca llena:
—¿Sabe qué pasa, sargento? A mediodía no tenía hambre y me tomé un pedazo de fresella con tomates. Después vino Gigino, el pescadero de aquí abajo al que de vez en cuando…, bueno, usted ya me entiende, aunque hay que reconocer que el pobre tiene una mujer que es un espanto. En fin, no tiene dinero pero me da lástima, entonces él me compensa así, que si unos boquerones, que si un sargo, que si un besuguito. Los boquerones hay que tomarlos frescos, con este calor si no los preparaba hoy mismo, habría tenido que tirarlos. Sírvase, sírvase, hay dos kilos, no me los voy a zampar todos yo. Espere, que traigo otro plato y un tenedor.
Maione se dejó caer en el sofá desvencijado y agitó el dedo índice.
—No, no, déjalo. He hecho una promesa a la que no puedo faltar. Cambiando de tema, cuéntame todo lo que sabes de Mario Capece y su familia.
Nenita abrió como platos los ojos pintados de negro, mostrándose francamente sorprendido.
—¿Entonces él es el culpable? Ya me lo había dicho mi compañera, la que trabaja en el Salone Margherita…
Maione levantó la mano.
—Un momento, un momento, yo no he dicho eso. Es más, tengo mis dudas de que haya sido él, aunque no nos ha podido ofrecer una coartada. La cuestión es que hay que comprobarlo bien para ir eliminando posibilidades. Así que déjate de sacar conclusiones y cuéntame lo que sabes. Pero antes come, que si hablas con la boca llena de boquerones, das más asco que de costumbre.
—Gracias, sargento, es usted todo un caballero. Un placer hablar con usted, una se siente apreciada por lo que es. Vayamos a Capece, el otro día ya le conté lo que sé. Antes de liarse con la duquesa, a Capece no se lo veía mucho por ahí. Trabajaba de periodista, y era de los buenos. Después, hará cosa de cinco o seis años, empezó a salir con ella y se convirtió en un personaje público. Pero yo de él solo oí hablar en relación con la duquesa. Quiero decir que se hablaba siempre de los dos juntos.
—¿Y desde cuándo mantenían esta relación?
Nenita tardó un momento en contestar, ocupado como estaba masticando boquerones fritos.
—Cinco o seis años. Una vida. Para tratarse de una relación… digamos no corriente eran una antigua pareja; ya sabe usted, comisario, que a las amantes se las cambia con más frecuencia que a las esposas. En el caso de ellos no era así, llevaban mucho tiempo juntos.
El policía quería saber más sobre la vida del hombre sin la duquesa.
—¿Y qué me dices de su mujer y sus hijos? ¿Se había marchado de casa o seguía viviendo con ellos? ¿Y su familia, sus padres?
Nenita se encogió de hombros y levantó las manos grasientas.
—No sé qué decirle, sargento, no tengo idea. Lo cierto es que pasaba más noches durmiendo en casa de la duquesa, me parece. Ésos dos entre el teatro, el cinematógrafo y los restaurantes no se recogían hasta el amanecer, y él con su trabajo, no es que le quedase mucho tiempo libre.
El calor combinado con la montaña de boquerones fritos que Nenita iba reduciendo con método contribuyeron a aumentar el desaliento de Maione.
—¿Cómo hago yo para averiguar algo más?
Se hizo un silencio, Nenita siguió masticando absorto hasta que al fin se le ocurrió una idea.
—A lo mejor puedo echarle una mano, pero no se trata de datos recientes. Una amiga mía, una buena chica, trabajó de criada en la familia Capece. Después tuvo un golpe de suerte, conoció a un tipo del barrio Pendino que tenía una empresa de transportes, unos caballos y dos o tres carros, y llevaba mercancía de Mugnano a… De acuerdo, sargento, tenga paciencia, que yo tengo que contar las cosas a mi manera, si no, pierdo el hilo. Como le decía, de buenas a primeras, esta compañera mía, Gilda se llama, ha hecho una carrera meteórica y ahora trabaja en un burdel de la Torretta, gana un montón de dinero y ahora la llaman Juliette. No recuerdo cuánto hace que sirvió en casa de los Capece, pero seguramente ella le podrá contar algo más.
Maione sacudió la cabeza, admirado.
—La verdad, Nenita, a veces pareces una araña en el centro de su tela; si tú no sabes algo, conoces a alguien que sí. Acompáñame ahora mismo a ver a esa… señorita, cómo se llama, Gilda Juliette; y a ver si averiguamos algo más sobre Capece.
Ricciardi tenía muy presente adonde debía ir para empezar a dilucidar algo más sobre el homicidio de la duquesa Musso de Camparino. Debía ir a su casa. Y recorrer el camino insensato de la noche anterior, en busca del sueño que no había logrado encontrar.
Mientras subía fatigosamente por la via Toledo, bajo el sol inclemente, tratando de pegarse todo lo posible a la sombra de los edificios, reflexionó sobre el baile de sentimientos inspirados por la duquesa y su muerte. Una mujer que había hecho de la belleza un instrumento para subir en la escala social, para divertirse, para fascinar. Y después había quedado aplastada, atrapada por las pasiones que su propia belleza desataba, incapaz de apaciguarlas.
El amor es una cosa, la pasión, otra, pensó Ricciardi. He ahí la verdadera diferencia. Mi sentimiento por Enrica, por ejemplo. Quiero su bien, y si ese joven puede hacerla feliz, yo también debo ser feliz. Tal vez esto es el amor. Después está la pasión, ese dolor en el vientre, la dentellada en el estómago. La imagen de sus ojos llenos de lágrimas, el vacío en el corazón, el ansia de la piel. El no poder conciliar el sueño, la calle por la noche, una sensación de añoranza sin tener nada que añorar.
Es la pasión la que engendra el delito, reflexionó. A lo mejor, en todos estos años, he atribuido al amor unas culpas que no tiene. Quién sabe cómo se elimina una pasión; probablemente con otra pasión. A despecho de todos los controles, le vino a la cabeza la imagen de Livia, con su cara sonriente, el hoyuelo en el centro de la barbilla, el perfume especiado. Las largas piernas ceñidas por las medias de red, sus andares felinos.
Recordó, sobre todo, el rápido beso que le había dado en la mejilla antes de marcharse, como la cosa más natural del mundo. En ese momento, presa de la tempestad de emociones tras haber visto a Enrica, se había sentido incómodo, casi molesto. Pero ahora, mientras pasaba debajo del arco de Port’Alba para acceder a la via Costantinopoli, notaba otra vez la presión de los labios de ella y su aliento. Como de costumbre había sido demasiado brusco con ella, y se arrepentía.
Hubiera sido un disparate ir a buscarla; pero si volvía a verla, se prometió concederse de vez en cuando el placer de su compañía. Había diferencias con respecto a Enrica; Livia era una mujer independiente y fuerte, no podía hacerle daño, pensó. Una relación sin futuro, pero tal vez con un presente.
Al aproximarse a su destino pugnó por concentrarse nuevamente en lo que había ido a buscar. Amor o pasión, pensó.
Ya veremos qué bestia tenemos enfrente.