Te acompaño, amor mío. Haré contigo todo el trayecto, paso a paso. Me quedaré a tu lado todo el tiempo que pueda, los instantes que me concedan.
Me quedaré contigo porque para mí no estás muerta, nunca morirás. Porque mis manos, mi cuerpo no pueden vivir un minuto más si tú no estás. Te llevo en el alma, porque te la he regalado y es tu casa. Nadie puede apartarte de mi lado, ni estos caballos, ni esta horrible música, ni el dolor fingido en las caras de quienes se creen con derecho a acompañarte más de cerca.
¿Qué sabrán esos de tu sonrisa, de tus palabras, de tu aliento en nuestra intimidad? ¿Qué sabrán esos de mi dolor y del peso que me oprime el pecho?
Por eso estoy aquí, entre la multitud, escondido para que nadie me reconozca; para que nadie se sienta obligado a acercarse a mí y decirme que éste no es mi lugar.
¡Y tanto que es mi lugar! Lo más cerca posible de ti.
Y si alguien quisiera echarme, lo mataría con mis propias manos.
El funeral debía recorrer la primera mitad del corso Umberto para disolverse en la piazza Nicola Amore, según la toponimia napolitana, el Rettifilo hasta los Quattro Palazzi; el trayecto no era breve, especialmente bajo aquel sol de justicia. Tras cada paso marcial de los ocho caballos la multitud fue disminuyendo cuando la gente fue notando que, al faltar los protagonistas principales, la ceremonia no reservaría ulteriores sobresaltos.
Al paso del cortejo las tiendas que seguían abiertas cerraban sus puertas, las mujeres se persignaban y los hombres se llevaban la mano al sombrero para quitárselo en señal de respeto. Es posible, pensó Ricciardi, que la duquesa inspirara una pena más sincera entre los desconocidos que escoltaban su féretro que entre los que participaban por pura formalidad. Entre las muchas personas apostadas en las aceras que saludaban el cortejo se encontraba un antiguo conocido del comisario, el muerto a golpes que, soltando sangre por la boca, con los dientes rotos, dijo:
«Bufones payasos, no sois más que cuatro bufones payasos. Cuatro contra uno, vergüenza debería daros, bufones payasos».
Sin volverse a mirarlo, Ricciardi apreció la macabra ironía de la frase aplicada al funeral. Es cierto, demasiados para uno solo. Y no menos cierto que se trata de bufones y payasos, pensó contemplando unos cuantos metros más adelante la calvicie incipiente en la nuca del subjefe de policía Garzo.
Al llegar a la plaza, cuando el padre Pierino dio la bendición definitiva, apenas quedaban cincuenta personas.
Fue entonces, antes de que desapareciera en dirección al puerto, cuando Maione reconoció la silueta de Capece, con la cara oculta tras unas gafas oscuras y el ala del sombrero. Se dio cuenta más por la postura que por los rasgos, por los hombros encorvados y las piernas levemente rígidas a causa del terrible sufrimiento moral de esos días. Le hizo señas a Ricciardi, éste asintió con una inclinación de la cabeza, y el sargento fue tras Capece: quería saber adónde iba.
Lo sigues, procurando que no te vea. Para ti no es ningún problema, sabes cómo pasar inadvertida; hace mucho tiempo que te has anulado con tus propios pensamientos. Su falta de atención te ha hecho este último regalo: te ha vuelto invisible.
Has elegido con cuidado un vestido anónimo, oscuro, un sombrero pasado de moda, tus viejos zapatos deformados. Te has confundido en medio de la multitud. Lo has reconocido de inmediato, incluso antes de verlo, lo sientes con la piel, cuando se trata de él no te hacen falta ni los ojos ni los oídos.
Lo has observado mucho rato, de lejos. Has identificado el dolor en pequeños gestos sin importancia. Nadie podía entender y nadie ha entendido: solo tú. Has sonreído al pensar que, en el fondo, en esa plaza llena de gente sois tres: él, tú y ella. Estáis acostumbrados desde hace años. Lo has seguido a lo largo del recorrido, bajo el sol implacable, sin desmayos, sin vacilaciones. Un paso ella, un paso él. Un paso tú. Y naturalmente nadie te ha visto. Nadie te ha reconocido. Solos los tres.
Para él será la última vez. Vuelves a sonreír, bajo el sombrero, mientras el calor hace temblar las paredes de los edificios lejanos.
En el fondo, se lo debías.
Ricciardi se acercó al padre Pierino.
—Padre, quería saludarlo. Imagino que esta ocasión ha sido distinta de todas las demás.
El pequeño sacerdote sudaba copiosamente bajo la túnica y los paramentos. Tenía una expresión muy triste, algo inusual en él.
—Un funeral siempre es doloroso, ¿sabe usted, comisario? Es lógico. Es la fiesta misma del dolor, del abandono, de la falta. Mi deber es dar consuelo, tratar de que, en un momento tan negro, la gente entienda que la separación es pasajera. No hay desaparición, no hay ausencia. Volveremos a vernos en un mundo mejor. Tal vez usted no crea, comisario, pero es posible volver a ver a quien muere.
Ricciardi hizo una mueca.
—¿Quién le dice que no creo, padre? Sé mejor que nadie que los muertos no desaparecen, sino que dejan un rastro visible de dolor. Y para poner remedio a ese dolor estamos nosotros. Y la justicia.
—La justicia que borra el dolor es otra, comisario —aclaró el padre Pierino sacudiendo la cabeza—. No es de este mundo. Debo reconocer que en esta ocasión me he sentido casi inútil. He acompañado a una de mis hermanas en el camino que conduce a una morada más hermosa. Pero en el ambiente no he notado ni amor ni dolor en la medida suficiente. Y no he visto a nadie a quien reconfortar, salvo la buena de Mariuccia Sciarra, que exhibe el sufrimiento de las almas simples, que así como viene se va.
Ése era precisamente el aspecto que Ricciardi hubiera deseado profundizar.
—La verdad, padre, a mí me parece raro. La duquesa no era muy querida; pero por lo que he oído tampoco era una persona malvada que hubiese hecho tanto daño como para no tener a alguien a su lado. Ni siquiera en medio de toda esa gente.
El cura seguía con la expresión triste.
—A veces hacemos daño sin darnos cuenta. Es una de las grandes astucias del diablo, comisario; me sorprende que usted, que tiene que vérselas con él a diario, no lo sepa. El diablo mezcla el mal en medio del bien, el dolor en medio del amor. Y lo oculta, hace que todo se parezca. De este modo, amando sin tener en cuenta nada más, se provoca el dolor de alguna persona; riendo hacemos llorar. Piénselo, comisario. Tal vez la solución a sus dudas esté precisamente en eso.
Dicho lo cual, el padre Pierino se subió a la parte posterior del coche fúnebre y partió en dirección a Poggioreale. Ésta última parte del viaje le correspondía solo a él.
Te seguí. Esperé a que salieras, creyéndome entre amigos. Pero me oculté detrás de un portón y esperé.
He aprendido a reconocer el tono de lo que dices incluso cuando callas, ¿sabes, mamá? Por la expresión de los ojos, el movimiento de una mano. Las habitaciones a las que vas y a las que no vas. Con el tiempo se aprende. Además, tú y yo pensamos en las mismas cosas, aunque no hablemos, y cuando se piensa en las mismas cosas, se piensa del mismo modo.
Ésta mañana me di cuenta de que tenías intención de salir y adiviné adónde irías. Lo adiviné por el chirrido de la puerta del armario, ese que nunca abres, ese donde guardas los trajes viejos. Te oí encaramarte a una silla para sacar algo de la sombrerera. Te oí incluso canturrear cuando nos creías dormidos. No me equivoqué.
Paso a paso, en la otra acera, me oculté detrás de la gente, aunque habría podido adelantarme porque estaba seguro de adonde te dirigías. Al llegar me encontré con toda esa gente. A punto estuve de perderte. Pero estaba él también, lo vi antes de verte a ti. Y me quedé en el fondo, os observaba, estabais tan cerca y tan lejos. Os seguí, paso a paso, sin perderos de vista, cada cual con su dolor, cada cual con su ausencia. Yo con las mías.
Caminábamos juntos. Pero cada cual seguía un cortejo fúnebre distinto, mamá.
Cada cual lloraba a un muerto distinto.
Maione había seguido a Capece por las callejuelas, y no tardó en darse cuenta de que el hombre avanzaba sin rumbo fijo.
El periodista se detenía de vez en cuando, sacaba un pañuelo y se enjugaba la cara; sudor y lágrimas, pensó el sargento. En un momento dado lo vio entrar en un bodegón donde vendían vino. Lo esperó media hora y cuando cayó en la cuenta de que no saldría en condiciones de hacer algo peligroso contra sí mismo o los demás, se alejó.
El funeral de la duquesa había sido algo realmente triste para Maione. Tenía en mente las exequias de su hijo Luca; las recordaba entre la niebla del terrible dolor que había sentido y que seguía sintiendo. Tal vez había asistido menos gente, y, sin duda, no pudo permitirse los ocho caballos ni una banda que tocara la marcha fúnebre; pero estaba seguro del amor de la familia, de los colegas y de todo el barrio, se había sentido arropado por ese amor. Recordó el interrogatorio del duque, su voz agónica, el calor terrible, el olor a muerte que impregnaba la alcoba; y recordó también sus palabras, le habían llegado al alma. Un hombre muere cuando ya no significa nada para nadie. El alma sencilla de Maione había seguido dándole vueltas a aquella frase pronunciada por un hombre a punto de abandonar en silencio este mundo. Había pensado que si el principio era aplicable, también lo era su contrario; y entonces su Luca, cuya estruendosa carcajada oía a diario, cuyo sombrero echado de cualquier manera hacia atrás veía en todas partes, cuya expresión reconocía todos los días en el rostro de la madre y los hermanos, nunca había muerto.
Dos horas más tarde, a la salida de la sexta taberna, Maione se convenció de que por distintos motivos esa pesquisa no lo llevaría a ninguna parte. No tenía la menor posibilidad de superar la desconfianza de los taberneros hacia la policía, porque todos tenían algo que ocultar o de lo que avergonzarse; los parroquianos nocturnos eran demasiado numerosos y variados para recordar a alguno de ellos; además, una vez citados a declarar no se mostrarían muy deseosos de colaborar; los que sí habían aceptado hablar con él, sentían que tenían más cosas en común con un sospechoso que con un policía, de manera que contestaban las preguntas en consecuencia. Conclusión: sudó como un pollo, la boca se le hizo agua a la vista de todo tipo de platos y no obtuvo ningún resultado.
Maione se secó la frente con el pañuelo enorme, se aflojó el nudo de la corbata y tomó una decisión: había llegado el momento de hacerle otra visita a Nenita.