El plan no había salido según sus expectativas más optimistas, pero no estaba mal del todo. Mientras terminaba de maquillarse delante del espejo, en su habitación del hotel du Vésuve inundado de sol y de olor a mar, al día siguiente de su encuentro con Ricciardi en el Gambrinus, Livia volvía a pensar en él.
Lo encontró tal como lo había recordado mil veces en los últimos meses. Tenebroso, lleno de misterio. Ésos ojos que se te clavaban sin intención, verdes como el mar en invierno, fríos y transparentes como el vidrio; ni un solo esfuerzo por resultar simpático o atractivo. Y sin embargo, era atractivo, y mucho; Livia lo encontraba maravillosamente distinto de todos los hombres que había conocido y que la habían cortejado. Sabía ser huraño, claro que sí, y parecía inaccesible; pese a todo, la sensibilidad de ella le permitía ver que la apariencia de aquellos modales un tanto bruscos ocultaba una amabilidad y una dulzura que harían feliz a la mujer capaz de hacerlas aflorar.
Pasándose el pincel del carmín por los labios, Livia pensó en las manos de Ricciardi, manos finas, nerviosas, que él solía esconder en los bolsillos. E imaginó cómo serían recorriendo su cuerpo, al principio vacilantes, luego más seguras.
Inclinó apenas la cabeza hacia un lado y ensayó la más seductora de sus sonrisas; el espejo le devolvió la cara de una mujer en la plenitud de su belleza, con grandes ojos negros, brillantes y cautivadores, labios abiertos que dejaban ver unos dientes blanquísimos, coqueto hoyuelo en la barbilla. Decidió que esa misma tarde iría a la jefatura a buscar a Ricciardi cuando terminara su turno. No atendería a razones, lo obligaría a que la sacara a pasear y no admitiría derecho a réplica.
Al fin y al cabo, ella era Livia Lucani; ningún hombre, por misterioso y reservado que fuera, podía resistírsele.
Maione se asomó al despacho de Ricciardi.
—Buenos días, comisario. Parece mentira, hoy hace más calor que ayer. ¿Le traigo un poco de sucedáneo de café recién hecho?
Ricciardi negó con la cabeza.
—Por el amor de Dios, el día ya se presenta mal, no lo empeoremos. Más bien pasa y siéntate, así hacemos un repaso y vemos en qué punto estamos.
Maione se dejó caer en una de las sillas delante del escritorio. El despacho estaba en penumbra; para defenderse del sol de la mañana Ricciardi había dejado los postigos entornados. De la calle subían los ruidos de la ciudad que iba despertando. El sonido de la sirena de un buque que zarpaba surcó el aire.
—Dichosos ellos que se van, ¿no, comisario? A veces a mí también me entran ganas de irme. Tierras nuevas, caras nuevas. A saber si es mejor o peor.
—¿Qué esperas encontrar? No vayas a creer que habrá mucha diferencia, la gente es igual en todas partes. Las mismas pasiones, los mismos delitos. Hoy asistiremos al funeral de la duquesa.
Maione se mostró sorprendido.
—¿Cómo es eso, comisario? Nosotros nunca vamos a los funerales, la curiosidad, la desconfianza. Somos policías.
Ricciardi apoyó los codos en el escritorio y entrelazó las manos delante de la boca.
—Ya lo sé; normalmente lo evitamos para no poner en dificultades a la familia. En este caso no creo que a la familia le importe demasiado. Me interesa comprobar quién asiste y quién no, y qué cara ponen los que asisten.
Maione trató de deducir hacia dónde apuntaban las sospechas del comisario.
—¿En quién piensa usted? Con lo que hoy sabemos, a mí me parece que los sospechosos son Capece y el señorito Ettore Musso. Mal, muy mal, porque son precisamente los dos a los que, según el imbécil de Garzo, debemos dejar en paz.
—En efecto —asintió Ricciardi—. Ettore no esconde el odio que sentía por la duquesa, y todas las personas que se han prestado a hablar con nosotros, lo han confirmado. Hasta el padre Pierino, al que he visto esta mañana temprano, ha reconocido que las relaciones no eran buenas, y para que él dijera que algo no funcionaba, debía de ser muy evidente.
—La verdad, comisario, yo no excluiría al duque, tal vez con la ayuda del ama de llaves. A mí me parece que esa mujer tiene fuerza suficiente, y que hace todo lo que el duque le dice. Al fin y al cabo no es que el duque quisiera locamente a su esposa.
—No te falta razón —contestó Ricciardi, absorto—. Nos queda también Capece; a menos que consigas averiguar algo, el hombre no tiene coartada, lo mismo que el señorito. Vamos a repartirnos el trabajo, así ganamos tiempo: yo me encargo de Ettore, tú de Capece. Además de darte una vuelta por las tabernas, investiga sobre su familia, qué vida lleva, dónde vive, y demás. No disponemos de mucho tiempo, y debemos ser discretos, si no Garzo interviene y nos pone palos en las ruedas.
Maione sonrió.
—Usted me perdonará que se lo diga, comisario, pero a mí no tiene que pedirme que sea discreto. A veces, cuando interroga, hace usted unas preguntas que son como bofetadas. Y con un tono que… Prométame que si decide hablar con el periodista, el duque y el señorito me esperará, así vamos juntos y puedo servirle de testigo.
—¿Y quién iba a creerte a ti que eres más falso que una moneda de tres liras? Anda, vámonos. No hagamos esperar a la duquesa.
¿Sabes, mamá? Yo me acuerdo. Me acuerdo de cuando estábamos juntos y reíamos y hablábamos. Cuando podía incluso elegir con quién hablar. Cuando mi padre se sentaba junto a mí y me ayudaba con los deberes. Me acuerdo de cómo me guiaba la mano en la que yo empuñaba la pluma, la mojaba en la tinta, me ayudaba a escribir; me acuerdo incluso de las páginas pautadas, del olor del papel.
Me acuerdo, mamá. Me acuerdo de que caminaba aferrado de vuestras manos, tú a un costado y él al otro, por la Villa Nazionale; sonreíais y saludabais a las personas con las que nos cruzábamos, a veces él se quitaba el sombrero. Tú eras preciosa, mamá. No sé si tú también te acuerdas de lo guapa que eras cuando sonreías.
Después dejasteis de estar tú a un costado y él al otro. Quizá tuve un momento de distracción porque no me di cuenta, pero de golpe ya no estabais. ¿Cuándo deja uno de ser niño, mamá? ¿Cuándo es grande y fuerte y puede decidir por sí solo? ¿O cuando sabe ayudar o trabaja o tiene hijos propios?
¿Sabes, mamá? Yo creo que uno es adulto cuando ve. Y si ve, entonces debe intervenir y poner remedio.
O intentarlo.
Cuando Ricciardi y Maione doblaron la esquina de la piazza Santa Maria La Nova se encontraron frente a la acostumbrada parafernalia de un funeral de alto copete. El coche fúnebre ya estaba allí; era todo un espectáculo. Ocho caballos enjaezados de dos en dos, negros, altos y formidables, echaban espuma por la boca a causa del peso y el calor tremendo: cada uno llevaba en la cabeza un gran penacho, negro como los arreos. Adiestrados expresamente, los hermosos corceles no hacían ruido alguno; no piafaban, no relinchaban, no bufaban. Detrás de ellos, el coche fúnebre lucía incrustaciones barrocas muy complejas hechas en madera y estuco, y cristales relucientes. Un último viaje a lo grande, bajo los ojos admirados de todo el mundo. Excepto los del pasajero.
La plaza estaba sumida en un silencio extraño. Una multitud heterogénea se apiñaba cerca de los edificios y de la iglesia; el espacio alrededor del coche estaba vacío, como si la gente no quisiera contaminarse con la muerte en su imagen más popular. El cochero, de frac negro con largos faldones y sombrero de copa del mismo tono, esperaba de pie con la fusta en la mano, cerca de la rueda posterior, más alta que él. Más adelante, buscando en vano una zona de sombra, los ocho músicos, que encabezarían el cortejo tocando marchas fúnebres, esperaban fumando y quejándose del calor; el sol arrancaba destellos de oro de los instrumentos apoyados en el suelo.
La llegada de los dos policías arrancó un murmullo inmediato, como si en un bosque el viento se hubiese puesto a soplar. Detrás iban los amigos, las autoridades y cuantos querían acompañar con su presencia a la familia; había centenares de curiosos: el homicidio había causado una impresión enorme, pese a que la prensa, en cumplimiento de las directrices, le hubiese dedicado poco espacio, con mal veladas referencias a la posibilidad de un simple robo con un final trágico. La vida de la duquesa, exhibida por ella misma sin pudor, no permitía discreción ni siquiera en la muerte.
Se esperaba que saliera el ataúd del palacio. A petición del duque, el padre Pierino oficiaría la ceremonia religiosa en la capilla familiar, donde al alba habían transportado el cadáver desde el depósito. Por tanto, todos tendrían ocasión de rendirle tributo en el breve paso del portón al carruaje y en el trayecto recorrido por el cortejo fúnebre hasta el cementerio de Poggioreale.
En la iglesia grande de la plaza las campanas reclamaron la atención con su vibrante toque de difuntos.
Ricciardi miró a su alrededor. En primera fila, entre las autoridades ciudadanas, reconoció al gobernador civil y al jefe de policía, ambos acompañados de sus esposas. Un paso por detrás de ellos, aunque estratégicamente a la vista, se encontraba Garzo. Las miradas de los dos hombres se cruzaron un instante, que a Ricciardi le bastó para captar un mudo reproche por su inoportuna presencia. El comisario sostuvo la mirada sin dar muestra alguna de querer saludar.
Cerca del coche fúnebre, apoyadas en la pared del palacio e incluso junto a la verja de la iglesia de enfrente, se veían muchas coronas de flores; los crespones negros que las adornaban lucían los nombres de las familias que rendían homenaje.
Maione, que como siempre parecía dormido, observaba atentamente las distintas actitudes de los grupos que componían la multitud. Quienes derramaban sinceras lágrimas de dolor, todos jóvenes y bien ataviados, debían de ser los compañeros de correrías de la duquesa, los animadores de la vida nocturna de la alta sociedad. No eran muchos. Quienes se mostraban compungidos y un tanto a disgusto, iban de luto y con caras inexpresivas, eran los que asistían por deferencia al viejo duque y a su familia, todos pertenecientes a las autoridades y a la mejor nobleza ciudadana. Detrás de todo iba la indefectible multitud de curiosos, atraídos por la fama de libertina de la fallecida y por su horrible final.
El sargento buscó a Capece pero no logró verlo, ni en las primeras filas, lo cual era comprensible, ni entre la multitud. Quizá no se había visto con ánimos, lo comprendía.
Por la mitad abierta del portón salió el padre Pierino, vestido con los paramentos fúnebres, flanqueado por dos monaguillos. Detrás de él iba el ataúd, de madera oscura decorada, llevado a hombros por cuatro sepultureros. El cura bendijo el féretro que, con visible esfuerzo, fue depositado en el coche. El sol allá en lo alto era insoportable.
Atravesó el umbral del portón la silla de ruedas en la que iba el duque, que parecía otro cadáver. La insólita palidez, la horrible delgadez del cuello, al que la camisa le sobraba por todas partes, y de los miembros, la expresión ausente anunciaban la muerte mucho más que el coche fúnebre, los caballos y el ataúd. El traje, negro como la corbata y los zapatos, utilizado por última vez cuando el hombre todavía estaba sano, daba una idea de cuál debía de ser su constitución y hasta qué punto se había consumido.
Empujaba la silla de ruedas Concetta, imponente y callada como siempre, el rostro impasible. La seguía de cerca el matrimonio Sciarra; ella lloraba tapándose la boca con el pañuelo, él iba serio, los ojos tristes sobre la nariz prominente, el sombrero y la chaqueta demasiado grandes lo convertían en una figura patética en un contexto trágico. Se formó enseguida una fila de personajes influyentes que estrecharon la mano del duque y le expresaron brevemente sus condolencias. Ricciardi y Maione tuvieron la impresión de que todos, a causa del calor pero también debido al ambiente del lugar, no veían la hora de alejarse.
Al cabo de unos minutos ocurrió algo que sería durante meses la comidilla de la ciudad: en el umbral apareció Ettore, vestido de blanco, con su bastón de paseo y corbata roja. El sombrero de paja, también blanco, proyectaba su sombra sobre una cara perfectamente rasurada y una sonrisa amplia bajo el fino bigote. No lucía ni una señal de luto, ni brazalete, ni un broche negro en el ojal, donde se veía una espléndida gardenia. Tras dirigir un saludo cordial al gobernador civil, que en ese momento presentaba sus condolencias al duque, se alejó silbando.
Si alguien hubiese dejado caer una bomba en medio de la plaza, el efecto no habría podido ser más estrepitoso. Se elevó un murmullo poderoso que hizo estremecer al padre Pierino, abstraído en sus oraciones junto al ataúd; el cura se volvió desorientado, y cuando vio a Ettore alejarse, en su cara vivaz se reflejó una intensa tristeza. En las últimas filas de la multitud se oyó una breve carcajada, seguida de una brusca llamada al orden y de una petición de respeto.
Ricciardi, que se encontraba apostado cerca del portón, notó que Concetta y Mariuccia intercambiaban una rápida mirada, como si ambas mujeres hubiesen visto confirmado algo que se habían dicho.
Se preparó el cortejo que acompañaría a la duquesa en su último paseo. Con firmeza, Concetta puso fin a los saludos al duque y lo entró en el palacio. La expresión del hombre no había cambiado en todo el tiempo; Ricciardi pensó que debía de estar extenuado. Detrás del coche fúnebre, junto al padre Pierino y a los dos monaguillos, se colocó el matrimonio Sciarra y una anciana pareja de primos lejanos de la duquesa; a continuación se dispusieron las autoridades y la multitud. Cuando se cerró la puerta del coche fúnebre, el cochero subió al pescante e hizo restallar la fusta. La orquesta atacó la marcha fúnebre de Chopin y los caballos avanzaron al paso siguiendo el ritmo marcado por la música.
Ricciardi y Maione se separaron y se confundieron entre el gentío, a pocos metros de las primeras filas. Comenzaron a captar los comentarios a media voz, referidos en su mayoría a la familia Camparino, al espectáculo que acababa de ofrecer Ettore, al pobre duque y a lo poco que le quedaba de vida. No faltaron los juicios morales sobre la duquesa, siempre perdedora en las comparaciones con la primera esposa del duque.
Ricciardi notó que muchos se preguntaban dónde estaba y qué hacía Mario Capece. Y si iba a tener la desfachatez de presentarse y cuándo lo haría.