23

El padre Pierino Fava, vicepárroco de la iglesia de San Ferdinando a Chiaia, salió del confesionario. Ésta vez disponía de una media hora antes de la misa.

Por la mañana temprano se dedicaba a las confesiones; sabía cuándo empezaba aunque no podía prever cuándo terminaría. A veces esperaba en la oscuridad y en silencio unos diez minutos, rogando porque alguien abriera la celosía del confesionario y recitara la fórmula: absuélvame, padre, porque he pecado. Otras veces, cuando llegaba a las seis, se encontraba ya con algunos fieles esperando, sentados en los bancos cerca del confesionario de madera oscura cubierto de una pesada cortina. Esperaban para limpiarse la conciencia.

Pasándose las manos por la túnica abrochada del cuello a los pies para quitarle las arrugas, el padre Pierino se acordó de los inicios de su sacerdocio en Santa Maria Capua Vetere, su pueblo natal de Caserta. De carácter abierto, enamorado de Dios y del universo, se había tomado su tarea en serio y alegremente, como hacía con todo en su vida. Era el preferido del barrio de la parroquia; pequeño, cetrino y astuto, lo habían apodado ’o munaciello, con referencia al antipático espíritu de la leyenda. En realidad siempre estaba al lado de los necesitados, que no eran pocos; en San Ferdinando las calles nobles y elitistas lindaban con auténticos barrios bajos donde las fuerzas del orden ni siquiera podían entrar.

El contacto continuado de estas realidades sociales tan opuestas llevaba a situaciones difíciles, abusos y violencias. Reinaba un ambiente de descontento, como si una rebelión pudiera estallar de un momento a otro. Con el problema de la comida y de las terribles enfermedades que infestaban las callejuelas, los pobres y los inadaptados aceptaban cada vez menos quedarse en su sitio, observando de cerca la opulencia y los despilfarras de los ricos. Se multiplicaban los robos, los atracos, los tirones.

En la medida de sus posibilidades, el padre Pierino desalentaba la violencia, que además de ser inmoral privaba a las familias de los padres, que acababan detenidos o muertos; en esos casos se ocupaba de consolar sobre todo a los niños, llevándoles comida y ropa. Utilizaba para las compras parte de las donaciones a la parroquia, aprovechando que el viejo párroco no prestaba mucha atención a estas cosas, y lo que conseguía personalmente dando clases de repaso a los hijos de los nobles y los comerciantes de la via Toledo, o bien oficiando misas a domicilio, donde había enfermos obligados a guardar cama.

La única pasión digamos profana que se permitía el padre Pierino era la música lírica. Con la ayuda de uno de sus feligreses, que trabajaba de guarda del San Carlo y vigilaba una de las entradas traseras del teatro, a veces conseguía colarse en los ensayos e incluso en alguna función. Eran momentos deliciosos, en los que se sentía más cerca de Dios y de las obras maestras de su creación. Había conocido al comisario Ricciardi cuando éste investigó el asesinato ya famoso de Vezzi, el más grande tenor del mundo, ocurrido por desgracia en su presencia.

Aquéllos trágicos hechos le volvieron a la cabeza esa mañana, cuando al fondo de la iglesia oscura le pareció ver la silueta del comisario. Creyó que la mente le jugaba una mala pasada, pues desde entonces no habían tenido ocasión de volver a verse. Con una punzada de dolor había comprendido que Ricciardi no era religioso; y eso le parecía raro, porque pensaba que, por el contrario, era un hombre dotado de una profunda espiritualidad. Era como si el policía viviese tras una barrera de dolor, del que era testigo constante, y eso le impidiera relacionarse con el prójimo más allá de lo estrictamente necesario.

La sombra se separó del fondo de la nave y fue a su encuentro. Se oía en el aire el murmullo continuo de las viejas que rezaban sus oraciones en el altar mayor. Cuando se acercó lo suficiente, el padre Pierino comprobó que se trataba precisamente del hombre del que acababa de acordarse.

—¡Comisario Ricciardi, qué sorpresa! Me alegra verlo. Si supiera la de veces que he pensado en usted en los últimos meses.

Sonreía, irguiéndose de puntillas y estrechando las manos del comisario entre las suyas. Parecía un niño al que acabaran de hacerle un regalo.

—Yo también me alegro de verlo, padre, créame —contestó él.

Y así era. El cura le había sido muy útil en la investigación del caso Vezzi, y desde entonces había entablado con él una relación de confianza, aunque no de amistad; se encontraban muy alejados, por sus valores y experiencias, para tener mucho en común.

—Discúlpeme si no he venido a verlo hasta hoy —le dijo cuando llegaron a la sacristía—, la rutina es enemiga de los buenos propósitos, como bien sabrá usted. ¿Qué tal está? ¿Sigue viva su pasión por el teatro?

El padre Pierino no había dejado de sonreír.

—Soy un hombre de pasiones fieles. Ahora que lo menciona, ¿me equivoco o alguien me había prometido que iríamos juntos a la ópera? Dentro de poco comenzará la nueva temporada.

—Tiene razón, padre —admitió Ricciardi—. No faltaré a mi promesa, ya lo verá, un compromiso es un compromiso. ¿Podría dedicarme unos momentos? Necesito una información.

El pequeño sacerdote sacó un enorme reloj de la túnica y escrutó el cuadrante.

—Sí, comisario. Disponemos de una media hora antes de que tenga que prepararme para la misa. Es usted muy madrugador, bonita virtud. Usted dirá.

Ricciardi, que no había pegado ojo, estaba del color de la cera y lucía enormes ojeras. El padre Pierino lo había notado, pero algo en la expresión del comisario le sugirió que no indagara más.

—¿Interrumpo algo? No quisiera causarle excesivas molestias.

El cura sonrió con una pizca de tristeza.

—Comisario, para un sacerdote no hay nada peor que las confesiones. Se trata de un trabajo de limpieza, hay que cargar sobre los hombros con el peso ajeno y llevárselo lejos.

Ricciardi pensó que no se diferenciaba mucho de lo que le ocurría a él cuando se encontraba delante de un muerto. La única diferencia radicaba en que él no podía limpiar nada. El padre Pierino siguió diciendo:

—Al principio no me desagradaba; fíjese usted que cuando lo vi aparecer pensaba justamente en eso. Entonces tenía la impresión de ser más partícipe, de poder ayudar a mi gente dándole un poco de consuelo. Pero no es así. El pecado no ofrece consuelo. Es una herida que deja una cicatriz y una debilidad: volverá a cometerse una y otra vez.

—¿De qué sirve entonces limpiar, padre?

El padre Pierino sacudió la cabeza.

—Tal vez de nada. O de mucho. Es importante que vengan por su propio pie, a traerle a Dios sus imperfecciones. Y nunca es como uno se lo espera, ¿sabe usted, comisario? Hay viejecitas de aspecto inocuo que hacen cosas terribles, y hay camorristas famosos que confiesan pecadillos de niños. Las cicatrices ocultas son así. Cada cual tiene las suyas.

Como le había ocurrido a menudo en sus charlas con el cura, Ricciardi estaba en cierto modo fascinado. La fe de aquel hombre era práctica, social, activa. No como las palabras vacías de los jesuitas con los que había estudiado cuando era niño, con su doctrina ajena a este mundo. El tiempo apremiaba y esa larga noche había dejado su marca.

—Padre, no quiero entretenerlo demasiado. Me han comentado que usted dice misa en casa de los duques de Camparino.

La cara expresiva y morena del padre Pierino se contrajo en una expresión de dolor.

—Sí, pobre duquesa. Es algo terrible. Entonces usted se ocupa del caso. Creía que no.

Ricciardi se mostró sorprendido.

—¿Y por qué?

El vicepárroco se encogió de hombros y tendió los brazos.

—Es una familia influyente. Y no goza usted de fama de diplomático, ya lo sabe.

—No creía ser tan famoso —dijo Ricciardi, sacudiendo la cabeza—. Ayer un periodista, hoy usted. No, no soy diplomático, padre. Me interesa descubrir la verdad. Como bien sabrá usted por su obra, la verdad no es diplomática.

—Los ambientes que yo frecuento, comisario, son los que necesitan consuelo. Y a menudo son ambientes en los que se conoce a la policía y se la teme. No se habla mal de usted. Se dice que es callado, un tanto misterioso. Le diré también que hay algún supersticioso que llega incluso a decir que trae usted mala suerte, que es amigo del diablo. Pero la gente pobre también dice que con usted los inocentes nunca acaban pagando los platos rotos. Dígame qué quiere saber.

—Lo que pueda contarme, padre. Sobre las relaciones entre los tres duques, por ejemplo. Los criados. O los amigos de la duquesa.

El padre Pierino puso cara de tristeza.

—¿Por qué me insulta, comisario? ¿Acaso cree que mi función es la de recoger cotilleos? Yo voy a llevarle consuelo a un hombre muy enfermo, que no tiene fuerzas ni para ponerse de rodillas. Como comprenderá, no voy para fijarme en quién reciben en la casa, ni de qué se habla.

—No, no, padre —protestó Ricciardi con vehemencia—, ni se le ocurra pensarlo. Sé qué tipo de persona es usted. Pero en esa casa ocurrió algo terrible que puede repetirse. El asesino, por utilizar sus mismas palabras, es una cicatriz que a menudo vuelve a abrirse, y yo debo impedirlo. No le pido que me cuente cotilleos, a mí tampoco me interesan. Solo sus impresiones.

El cura sonrió, más tranquilo.

—No tengo mucho que contarle, llego, digo misa y me marcho. El ama de llaves, la señora Concetta, es tan silenciosa y discreta que a veces me asusta con esa forma que tiene de aparecer de repente. Sciarra, el vigilante, lo habrá visto usted, es un hombrecillo cómico que se pasa el tiempo regando las hortensias y persiguiendo a sus hijos, nunca había visto niños más comilones que ésos. A la mujer no se la ve ni se la oye. Yo diría que la cicatriz que usted busca no está en el alma de los criados del palacio.

—¿Y el duque?

—El duque cometió un error. Se quedó solo, tenía un hijo difícil, con el que siempre tuvo poco que ver. Creyó que podía recuperar la juventud al lado de una mujer joven y después cayó enfermo. Poco a poco perdió interés por las cosas del mundo, por las formas, las convenciones. Es un hombre bueno, ¿sabe usted, comisario? No teme a la muerte, para él no supone más que el fin del dolor y la posibilidad de reunirse con su primera esposa, a la que adoraba.

El comisario recordó las palabras de desprecio del viejo al referirse a su segunda esposa.

—Pero estaba resentido con la duquesa. Lo noté cuando lo interrogamos.

—Es humano, creo yo. El duque está confinado en un lecho, muriéndose. La duquesa era… ¿cómo le diría yo? Una mujer libre. Se dejaba llevar por la vida como una hoja arrastrada por un torrente. No era pérfida, simplemente vital, como algunos niños cuando persiguen una pelota de trapo. No la veía a menudo, me parece que no era muy religiosa. Tal vez su marido no le perdonaba que hubiese perdido el interés por la casa y la familia. No sabría decírselo, nunca me habló de ello.

Ricciardi reflexionó.

—¿Y el hijo? ¿Qué relaciones tenía con su madrastra? Sobre el particular se mostraron todos evasivos salvo él mismo, que reconoció abiertamente que la odiaba.

El padre Pierino se encogió de hombros.

—Ettore no es una persona corriente. Es un hombre de gran cultura, muy religioso. Pero es un joven de principios muy rígidos. Jamás ha perdonado a su padre ese segundo matrimonio, ha roto relaciones con él, creo que llevan años sin hablarse. La duquesa era completamente distinta a su difunta madre, cuyo recuerdo, muy importante para él, siempre tiene presente. Creo que su comportamiento es normal. No lo veo capaz de cometer actos violentos, le repito que es muy religioso.

—¿Y qué vida lleva, padre? ¿A quién trata? ¿Cómo es posible que no se haya casado?

El padre Pierino sonrió otra vez tras una ligera vacilación.

—Cada cual tiene su carácter y sus amistades, ¿no, comisario? Usted y yo tampoco nos hemos casado, ¿verdad? Seguimos nuestros caminos y en esos caminos nuestros no había mujer ni hijos. A lo mejor en el de Ettore tampoco. Pero no por ello dejamos de ser criaturas de Dios. No por eso dejamos de tener nuestra función.

Ricciardi se quedó mirando largo rato la expresión seráfica del vicepárroco, mientras seguía el hilo de sus propios pensamientos. Al final dijo:

—Muy bien, padre. Le agradezco la ayuda. El funeral será más tarde, ¿lo oficia usted?

—Sí, comisario. Diría que soy lo más parecido al padre espiritual de la familia.

—Entonces nos veremos en el palacio. Creo que el sargento Maione y yo asistiremos.