22

Sentada en el sillón, Rosa tejía mientras observaba cómo comía Ricciardi. O mejor dicho, mientras observaba cómo revolvía con el tenedor la comida que tenía en el plato.

Era algo realmente insólito; ni en los peores momentos perdía el apetito de lobo que lo caracterizaba. No saboreaba la comida, eso no, se la tragaba a toda prisa, bocado tras bocado, con una profunda arruga cruzándole la frente, concentrado como si estuviese llevando a cabo una dura tarea. Pero al final dejaba el plato limpio.

No esta vez. Lo inusual de la situación dejó a la tata tan consternada que ni siquiera atinó a soltarle su acostumbrada retahíla de quejas sobre lo malo que era comer en la calle y la ruina irremediable que tan perniciosa costumbre suponía para su estómago. Estaba pálido, distraído, más silencioso de lo habitual. Le había preguntado si había tenido problemas en el trabajo y él se había limitado a asentir vagamente, sin más.

Rosa creía que la causa estaba en la conversación que la señorita Colombo, la vecina de enfrente, había mantenido en el salón de su casa con su pretendiente. No se explicaba por qué un hombre como Ricciardi no reaccionaba, tomaba la iniciativa y buscaba un contacto directo con la muchacha. No le faltaba nada: juventud, dinero, educación. Además, a ella le parecía apuestísimo.

Suspiró sin dejar de tejer y de lanzarle miradas por encima de las gafas; la felicidad es un pájaro extraño que se posa pocas veces donde quiere. Se acordaba de la madre de Ricciardi; había estado muy unida a ella y la había asistido hasta su muerte. Ella también, como su hijo, era silenciosa y su carácter apacible dejaba entrever un sufrimiento vago e incomprensible. Ella también, como su hijo, pasaba largos momentos como ausente, con la mirada perdida, y nadie era capaz de saber adónde la llevaban sus pensamientos; ella también, como su hijo, tenía todo lo necesario para ser feliz y, sin embargo, no lo era.

Ricciardi se levantó de la mesa; sabía que Rosa estaba preocupada por él, pero no conseguía fingir que todo estaba en orden. Ésa noche no. Temía el momento en que se asomara a la ventana; se sentía atraído y rechazado por el rectángulo iluminado al otro lado de la calle, donde transcurría la vida sana y cotidiana que tanta paz le infundía. ¿Acaso hay algo más sano y cotidiano, se preguntó con amarga ironía, que un encuentro entre un hombre y una mujer, que un noviazgo y una boda, que formar una familia?

Soy yo el que no es normal, pensó; no debo olvidarlo. Es a mí a quien persiguen los muertos, que me hablan sin cesar de su dolor, envenenándome el alma y la existencia. Soy yo el que no puede soñar con una mujer y una familia y mucho menos con hijos.

Y por enésima vez se preguntó: ¿por qué te sientes tan mal? ¿Por qué la dentellada en el estómago no se te pasa, por qué estás desesperado? Eres coherente, eso es. Y estás maldito, tal como te dijo tu madre hace veinticinco años.

Cerró la puerta de su dormitorio y fue hacia la ventana con los ojos cerrados. Lanzó un profundo suspiro, los abrió y vio que los postigos de la cocina de la casa de los Colombo estaban entornados. Un poco más allá, a la izquierda, el insoportable fulgor del salón iluminado.

Enrica había regresado de la tienda de su padre luciendo una máscara de fría indiferencia. En su corazón, la ira fue dando paso al dolor; era irracional, pero se sentía traicionada, como si hubiese sorprendido a Ricciardi in fraganti. Y se sentía más estúpida que nunca: ¿por qué motivo un hombre así, apuesto, de buena posición social, joven y atractivo no debía frecuentar a una mujer? Quién sabe, a lo mejor era su novia y, tal como había deducido por su acento, como era de fuera se veían pocas veces. Muy a su pesar debía reconocer que ella, la otra, era fascinante, para quien aprecia ese tipo de mujeres. Demasiado llamativa, para su gusto, pero fascinante. Al salir del café ni siquiera el soso de Sebastiano había podido resistirse a lanzarle una mirada de admiración.

Era cierto que todas las noches él se asomaba a la ventana para verla bordar; pero en el fondo, ¿qué significaba eso? El estúpido pasatiempo de un hombre que tiene a su novia lejos. Al despedirse de él la mujer le había dado un beso. Al recordarlo, notó una fuerte punzada en el estómago. Qué extraño, reflexionó, los celos son una sensación física. Muy distinta del elegiaco sentimiento de sufrimiento del que hablan poetas y novelistas; un auténtico dolor. Como una gastritis.

No le dijo nada a su padre, cuyo alivio era visible; se había limitado a aceptar la petición de Sebastiano de ir a su casa a visitarla después de cenar. En el fondo, ¿por qué no? Así se distraía, cualquier cosa era mejor que ponerse a bordar al lado de la ventana, mirando la oscuridad de la pared de enfrente. La otra estaba en la ciudad y seguramente él habría salido.

Mientras caminaba hacia su casa pensó en los días que tenía por delante, sin la espera de la noche. Y en las noches sin sueños. Notó las mejillas mojadas. Eran lágrimas.

Ricciardi fue al comedor pero no giró el interruptor de la pared. En la oscuridad se acercó a la radio y manipuló al azar uno de los controles. En la habitación sonó la música de una orquesta. La reverberación amarilla del cuadrante dejaba ver la silueta del sofá y de los dos sillones; se sentó en el sillón desde el que se veía el ángulo iluminado de la ventana de enfrente. Trató de imaginar, como solía hacer cuando escuchaba la radio, el salón desde el que provenía la música: los músicos tocando sus instrumentos y las caras de los bailarines, mirándose embelesados a los ojos, sus evoluciones sobre un suelo brillante de mármol. En la imagen no había muertos, las siluetas translúcidas y sufrientes no repetían frases a medias, obtusas y sin sentido; en su imaginación solo había vida. Del mismo modo que solo había vida en el salón de la familia Colombo, donde de vez en cuando se veía pasar al padre o a la madre, sonrientes o enzarzados en una animada conversación. No veía a Enrica, se la imaginaba sentada en algún sitio, observando extasiada al joven con el que él había tropezado esa mañana.

En la radio cantaba un hombre. Una canción de un par de años antes, se acordaba de la melodía, un tango; pero no había reparado nunca en la letra. El hombre decía con voz de falsete:

¡Celos no son diría

sino esta loca pasión mía!

Otros te miran y dentro de mí muero

porque tu belleza solo para mí quiero.

¡Celos no son diría,

sé que siempre serás mía!

¿Qué será esto que me devora?

¡No temas, no son celos de ti ahora!

Era francamente demasiado. Se levantó de golpe del sillón, apagó la radio y fue a buscar la chaqueta. Necesitaba tomar el aire.

Dos horas más tarde seguía caminando. La calle estaba desierta, salvo por algún transeúnte que, apresurado, se deslizaba furtivo entre los portones entreabiertos. La ciudad nunca detenía sus intrigas, de noche o de día, con frío o con calor.

De vez en cuando, se ofrecía a los ojos de Ricciardi la imagen de algún cadáver, débilmente iluminado por la pasión de su propia muerte; una comitiva que nunca se reducía. Siempre podía contar con su compañía, pensó. Qué ironía: el hombre más solitario que nunca puede estar del todo solo.

En la puerta de un bajo una mujer esperaba de pie, de la boca le salía una espuma amarillenta que le caía sobre el vestido negro. A saber lo que habrá ingerido, pensó Ricciardi. Cuando pasó a su lado la oyó decir:

«Decías que yo era la más hermosa. Entonces, ¿por qué estás con ella?».

Eso, pensó él. ¿Por qué? ¿Quién te contesta ahora, en la oscuridad de la noche? Te olvidarán, o tal vez ya te habían olvidado antes de que decidieras quitarte la vida. ¿No te hubiera valido más vivir y olvidarte tú de ese mentiroso?

Los suicidas por amor eran mayoría. La miseria, la deshonra, también tenían que ver; pero sobre todo la maldita ilusión, como había dicho el duque de Camparino, que lleva a creer que sin ella no podrás sobrevivir ni un solo día. De modo que pones punto final entre tormentos atroces: un salto al vacío, una cuerda, el gas o el veneno como la mujer con la que acababa de cruzarse.

Le vino a la cabeza un hombre que colgaba de un gancho de carnicero que se había ensartado debajo de la mandíbula, quitando de una patada la silla a la que se había subido. Recordaba los excrementos que había soltado por el esfínter tras perder todo control, la sangre que había caído gota a gota. Había tardado horas en morir: sin un grito, sin una llamada, sin dudar siquiera. Lo había contemplado largo rato cuando lo llamaron para la inspección: oía sus últimas palabras dirigidas a una tal Carmela:

«Qué bonito vestido blanco te has hecho, Carmela».

La hermana le había contado entre sollozos que la novia lo había dejado para casarse con otro. Ése mismo día él se había acercado a la iglesia para llevarle un regalo. Y después hizo lo que hizo.

Ricciardi no había entendido y seguía sin entender. Pero ahora, en la noche cálida poblada del murmullo de los muertos y el ruido de pasos en el empedrado, la dentellada que notaba en el estómago algo le sugería. Nunca se termina de aprender, pensó.

Dobló la esquina y se encontró en una placita. De un edificio con el portón cerrado provenía una música amortiguada, tal vez de una radio o una orquestina. Sin saber bien por qué se detuvo en las sombras, precisamente cuando del portón salían al mismo tiempo un haz de luz y una silueta con traje oscuro.

Ricciardi aguzó la vista, el movimiento de la persona que acababa de salir le resultaba familiar. Oyó una carcajada nerviosa. La música estaba más alta, como si la puerta detrás de la que tocaban hubiese quedado abierta. Vio un brazo asomar por el portón para retener a quien acababa de salir.

—No te vayas, no todavía.

Apenas un susurro. Había oído las palabras porque reinaba un silencio casi completo.

La figura que acababa de salir se volvió y su rostro quedó iluminado por el reflejo que se filtraba por el portón. Ricciardi tuvo la certeza de que no se equivocaba al pensar que ya había visto a esa persona. Jamás había visto a quien asomó por él y que, tras aferrar entre sus manos el rostro iluminado, le dio un largo beso en la boca, correspondido con ternura.

No fue la escena lo que impresionó a Ricciardi, ni el hecho de reconocer a la persona objeto de tanta pasión correspondida. Tampoco la hora, ni la música ni las carcajadas que provenían del interior y hablaban de una fiesta que duraría hasta la madrugada.

Lo que lo dejó boquiabierto en la esquina de aquella calle fue el vestido de quien había dado el beso.