Sola en la cocina, esperas. Sabes que podría no regresar nunca. Lo has tenido en cuenta.
Lo sabes desde que viste que la abofeteaba y se iba solo. Sabes adónde fue y qué fue a hacer. Según la lógica, sabes que será el primero en el que pensarán.
Hierve la olla. Hace calor, mucho calor. En la frente, en el labio se te forman perlas de sudor que secas con el pañuelo, antes de que bajen y te estropeen el peinado o el maquillaje.
Te has vestido como de costumbre, quieres que te encuentre arreglada en caso de que regrese. En caso de que lo suelten. Y si no fuera así, entonces él lo ha querido, se lo ha buscado. Era natural que acabara así, lo has sabido siempre.
Por eso estás sentada y esperas. No es que sea la primera vez; muchas otras noches te hiciste la dormida, aguzando inútilmente el oído por si la llave giraba en la cerradura. Muchas veces has rezado durante horas confiando en un regreso que nunca se produjo. Pero esta vez es distinto.
Porque regrese o no, hoy es un nuevo día.
Ricciardi rompió el silencio que siguió a la última afirmación.
—¿Por qué se pelearon?
Capece sonrió.
—Se lo he dicho. Fue una riña de enamorados. Celos. ¿Sabe lo que son los celos, comisario? Imagino que no. Es usted famoso por su soledad, ¿no? No tiene esposa ni novia. Ni siquiera amigos, según creo. Ya sé, ya me lo ha dicho, no estamos hablando de usted. Los celos, le decía. Son el monstruo de ojos verdes que se burla del pan que lo alimenta, como decía el bardo inglés. Ése al que en breve no nos dejarán seguir leyendo. Es cierto, comisario, los celos son un monstruo. Pero no es cierto que quien los alimenta es quien los padece, no es eso. Adriana era hermosa, hermosísima. Las fotos que tal vez haya visto no le hacían justicia, ni tampoco los pobres restos que usted ha recogido. No quiero saber qué han hecho con ellos, no me lo cuente. Sé que le dispararon en la cabeza, es todo. No quiero saber nada más.
El comisario no tenía intención de que su indagación se perdiera entre las elucubraciones literarias del periodista.
—¿Y cuál fue el motivo de esa riña, como la ha llamado usted?
Tras vacilar, Capece contestó:
—Había un tipo, uno joven, que acompañaba al teatro a una vieja cacatúa. Un gigoló, un mantenido. O quizá su sobrino, no lo sé ni me interesa. La miraba, miraba a Adriana cuando yo fingía estar concentrado en la obra. Pero no me distraía ni un instante; lo observaba a él, y a ella. Cuando Adriana se dio cuenta, se puso a responder a las miradas. Una vez, dos. Tres. Y a sonreír, no tiene usted idea de lo hermosa que era cuando sonreía, comisario. Sabía que era hermosa; y se divertía jugando como un gato con el ratón, utilizaba su belleza como unas garras.
Al revivir la situación de aquella velada en el teatro su tono de voz había cambiado. Un músculo de la mandíbula se contraía descontrolado, y la mano derecha se abría y cerraba en un puño. Un hombre así, pensó Maione, es capaz de todo.
—¿Y usted? —preguntó Ricciardi.
—Y yo… yo aguanté lo que pude. Y cuando no pude más, estallé. Los celos son un monstruo atroz, comisario. Te agarra detrás del estómago con su dentellada. Es una sensación física y no da tregua.
Maione tuvo la impresión de que Ricciardi palidecía; lo vio rozarse con la mano la chaqueta a la altura del tórax. Quizá no había digerido bien. Capece prosiguió:
—Pero jamás habría podido hacerle daño. Es absurdo que lo diga, lo sé; la habría destrozado con mis propias manos, sin embargo, jamás habría podido hacerle daño. No sé cómo va a creerme, pero es así.
El comisario quería otra cosa. Quería saber lo del anillo; oía la voz de la duquesa muerta como si la llevara sentada encima de la cabeza:
«El anillo, el anillo, has quitado el anillo, me falta el anillo».
Por ello preguntó:
—¿Qué pasó después?
—Empezamos a discutir. Yo le pedía explicaciones de su comportamiento y ella se reía. Se burlaba de mí, delante de aquel perdulario, delante de todos. Cuanto más reía, más me cegaba la ira. Y entonces la golpeé, en la cara. Le di una bofetada, así. —Con un ademán reprodujo cómo había pegado a la mujer—. Ella dejó de reír, me miró con odio. Le quité el anillo y me marché.
—¿Qué anillo?
Capece se metió las manos en los bolsillos, confuso. Después, del bolsillo del chaleco sacó un anillo de oro con un pequeño diamante y lo dejó sobre la mesa.
—Tiene escaso valor venal. Pero era una prenda de amor, una cosa pobre que le regalé cuando… cuando nos conocimos, en cierta ocasión. Le dije que no era digna de él y se lo arranqué. Creo que le hice daño.
Ricciardi no había dejado de mirar a Capece fijamente a la cara. Más que sus palabras, trataba de comprender sus emociones, en las que se mezclaban el amor y el odio.
—¿Qué sabe de cómo la mataron? Acaba de mencionar lo del disparo en la cabeza, un dato de conocimiento público. Por su oficio, conocerá también los demás detalles. ¿Quién cree que pudo ser?
Capece calló con la mirada perdida en el vacío. Luego se puso a hablar en un murmullo.
—Cuando yo empecé este oficio era distinto. Muy distinto, más de lo que estaría usted dispuesto a creer. Se podía contar, se podía comentar. El periodista conducía su propia investigación y se le permitía hablar de ella; a veces, colaborábamos con ustedes. Después se decidió que el mundo estaba limpio, que ya no había delitos. Lo decidieron en los despachos, prescindiendo completamente de la realidad. A principios del año veintiséis, recibimos un comunicado telegráfico, eso que en la jerga periodística llamamos velina, pero nadie le hizo caso. Me acuerdo de que en la redacción nos desternillamos de risa, se ordenaba la «desmovilización de la crónica de sucesos». Como si fuera posible sentarse al telégrafo y, pulsando con la punta del índice, eliminar la oscuridad del alma humana. Después, hace tres años, el veintiséis de septiembre del veintiocho, nos convocó el gobernador civil, a todos, directores, jefes de redacción, y nos dijo que a partir de ese día la velina del año veintiséis debía aplicarse con el máximo rigor. Aún recuerdo sus palabras exactas: con especial referencia a las noticias sobre suicidios, tragedias pasionales, violencias, etcétera, que pueda ejercer una peligrosa sugestión en los espíritus débiles o debilitados. ¿Se da usted cuenta? Cuanto ocurre a nuestro alrededor, lo que usted ve de la mañana a la noche, no debía existir más para los periódicos.
Ricciardi no entendía cómo encajaba eso con el homicidio de Adriana.
—¿Y entonces?
Capece lo observó con los ojos enrojecidos, como si fuese un alumno tonto.
—¿Y entonces? Entonces éste dejó de ser mi oficio. Si tengo que escribir únicamente sobre la fiesta de la baronesa de Tal o sobre la visita de los príncipes, si tengo que informar sobre la botadura de un barco o la travesía del hidroavión, éste ya no es mi oficio. Pero como no sé hacer otra cosa, seguí sin ganas.
Después conocí a Adriana y volví a ver los colores de la vida. Con esto quiero decirle que ya no podemos profundizar e investigar, ver cómo Fulanito mató a Menganito. Y créame, esta vez, le doy gracias a Dios. Ya llevaré encima el peso de no haberla acompañado a su casa y de haberla abofeteado.
Clavó la vista en la mano abierta como si la viese por primera vez.
—¿Se imagina? La última vez que esta mano la tocó fue para propinarle una bofetada.
Y se echó a llorar desconsoladamente. Maione y Ricciardi intercambiaron una mirada; ajenos a lo que le ocurría al otro, los dos veían reflejarse en el llanto de aquel hombre las emociones que ellos mismos sentían tan dolorosamente en esos momentos.
Cuando Capece recobró la compostura, Ricciardi le preguntó con tono amable:
—Ya me disculpará, Capece, pero, como bien sabe, estoy obligado a preguntárselo. ¿Tiene usted un revólver?
Capece levantó la cabeza y, lanzando a Ricciardi una mirada desafiante, le contestó:
—Antes tiene que detenerme, Ricciardi. Si sospecha de mí, antes tiene que detenerme. No le contesto y no pienso contestar ninguna pregunta más. Pero vaya con cuidado, conozco sus métodos. Dispongo todavía de algunas armas, pero no de las que ustedes piensan. Puedo hacerlo pedazos con un solo artículo. Y ahora, salgan de aquí. Quiero beber y quiero dormir.
Ricciardi y Maione caminaban despacio, doblados bajo el peso de sus pensamientos. El interrogatorio de Capece los había afectado profundamente. El sargento rompió el silencio:
—Yo no sé, comisario, la verdad es que este hombre me da una pena muy grande, pero con sinceridad le digo que tiene toda la pinta de los que pueden volverse locos por el dolor. He visto a muchos así, padres de familia, personas de bien, pero sensibles, demasiado sensibles. Para bien y para mal.
—Es tal como dices. Seguramente se trata de un buen hombre. Pero también es alguien que, por humillación o porque piensa que está perdiendo algo, es capaz de hacer algo absurdo.
Y al final nos ha desafiado, aunque creo que por pura desesperación.
Maione se pasó el dedo por el cuello de la camisa, tratando de que le entrara un poco de fresco.
—La verdad, comisario, no es que nos dejen trabajar como es debido. El idiota de Garzo nos amenaza, Capece nos amenaza, el señorito que cultiva plantas en la terraza nos amenaza. Y nosotros no podemos amenazar a nadie, porque si lo hacemos, se nos cae el pelo.
Ricciardi asintió.
—Pero tratemos de trabajar de todos modos. Hazme un favor, date una vuelta por las tabernas, a ver si alguien recuerda haber visto a Capece mientras se emborrachaba. Con suerte se quedó dormido en alguno de esos tugurios, alguien lo vio y así salimos de dudas. En caso contrario, solicitamos el permiso correspondiente y registramos en el diario o en su casa por si tiene una Beretta calibre 7.65.
—A sus órdenes, comisario. El problema está que en las tabernas se bebe, pero también se come, y últimamente, si voy a un sitio donde se come, me pongo nervioso. Por otra parte, el señorito de las plantas, me parece a mí que también está mal de la cabeza. En una de ésas, él también conserva una hermosa Beretta. ¿O no?
Ricciardi miró rápidamente de reojo a Maione.
—Tú con eso de no comer, tarde o temprano acabarás matando a alguien. Y no me quedará más remedio que meterte entre rejas.
Maione lanzó una amarga carcajada.
—Lo que me faltaba, comisario, en estos tiempos en la cárcel se come más que en mi casa. ¡Aunque me pongan a pan y agua!
—En cuanto al señorito, tienes razón, y no creas que cuando Garzo ladra yo me echo a temblar. Debemos averiguar más, pero antes quiero saber si esa noche estaba en casa o si regresó poco después que su madrastra. Ya hemos dicho que con la fiesta, si hubo una discusión, es posible que nadie se enterara. Está bien, mañana veremos. Por hoy nos podemos ir para casa, que es tarde y sigue haciendo calor. Yo ni siquiera tengo hambre.
Maione tendió ambos brazos.
—No sabe la suerte que tiene, comisario. A mí el calor me abre el apetito. Entonces hasta mañana.