20

Maione escoltaba a Ricciardi en el trayecto hacia la jefatura; todavía era temprano para ir al Roma a interrogar a Capece; además, Garzo quería ver al comisario antes del encuentro con el periodista.

Mientras caminaban, por una vez el sargento no pensaba en el calor y el hambre, pese a que eran terribles; se había alegrado de ver a la viuda del tenor, que ya en su día se había interesado por Ricciardi; recordaba que, presa de la incomodidad, se había permitido aconsejar a su superior que se mostrara más abierto y tratara a la mujer, que no solo le parecía hermosa sino buena persona. Recordaba también que Ricciardi no se había mostrado del todo indiferente al encanto de la señora, aunque después no había ocurrido nada y ella se había marchado.

En el Gambrinus había captado extrañas emociones en el aire; como si el comisario estuviera en aprietos, casi como si lo hubiesen pillado in fraganti. Se preguntaba cómo era posible con la vida retirada que llevaba. A lo mejor se debía a que se sentía incómodo por él, a que hubiera preferido no ser visto en una ocasión tan personal. Por eso, Maione había decidido no comentar el encuentro con la señora.

Al llegar al despacho se encontraron, como de costumbre, con Ponte que esperaba ansioso en la puerta para acompañarlos a ver a Garzo. Presa de la tensión que lo caracterizaba, el hombre se paseaba dando brincos; en cuanto los vio, fue a su encuentro.

—Comisario, sargento, buenas tardes. El dottor Garzo los espera a los dos; dice que pasen por su despacho antes de volver a salir.

Maione habló como si el hombre no estuviese presente:

—Vamos enseguida, comisario, antes de que a éste lo agarre a tortas.

Siguieron al hombre hasta el despacho de Garzo, que los esperaba sentado detrás de su escritorio.

—Me he enterado de que ahora irán al periódico.

La falta de formalidades traicionó la preocupación del subjefe de policía.

—Así es, dottore. Ésta mañana hemos estado en el palacio Camparino y hemos hablado…

—… Con el duque y su hijo, ya lo sé. Y también me he enterado de que, como por desgracia suele ocurrir, han sido ustedes unos entrometidos y unos maleducados. ¿Cómo es posible, Ricciardi, que tenga que repetirle siempre las mismas cosas? ¿Y que todas las santas veces reciba llamadas telefónicas de gente importante que se queja de su falta de respeto?

Garzo remató sus palabras con un puñetazo en el escritorio: estaba furioso y quería que se notara. El único que se sobresaltó fue Ponte, que esperaba en el umbral de la puerta. Se produjo un momento de silencio que Maione aprovechó para mirar a Ricciardi frunciendo el entrecejo y con cara de pocos amigos; a una señal del comisario, parecía dispuesto a lanzarse a la yugular del subjefe de policía. Ricciardi habló; su voz parecía un silbo.

—Le repito una vez más lo que le he dicho en otras ocasiones, porque parece que no me ha entendido: es usted libre de encomendarle esta maldita investigación a quien usted quiera. Pero si la investigación la llevo yo, entonces no meta las narices en mis asuntos. Si no llegamos a dar con el culpable, ya hará usted lo que le parezca oportuno. Mientras tanto, no supervise mis decisiones. Ninguna de mis decisiones.

Fue apenas un susurro, pero tuvo el mismo efecto que una descarga de fusiles en una iglesia. Ponte hundió la cabeza entre los hombros, como si acabara de oír una detonación. Maione miraba a Garzo con la misma expresión irritada. El subjefe de policía se quedó de piedra, como si Ricciardi acabara de abofetearlo. En cuanto al comisario, ni siquiera había sacado las manos de los bolsillos; el mechón rebelde le cubría la frente y tenía los ojos clavados en la cara de su superior; no pestañeaba siquiera.

Tras un tiempo que pareció interminable, Garzo recobró el aliento:

—No quiero decir que… Seguramente, sabe lo que se hace. Sin embargo, considero que es una prerrogativa mía pedirle que cuando se enfrente a… a ciertas personas, muestre usted un mínimo de… ¡Maldita sea! Está usted bajo mi responsabilidad y las tonterías que hace me afectan de rebote. ¡Puedo y debo pedirle que ponga atención! El duque, se lo repito, está enfermo; pero su hijo goza de perfecta salud y frecuenta… Tiene amistades al más alto nivel. El más alto. Y la prensa… la prensa sigue gozando de poder incluso después de las últimas directrices.

Ése día no estaba Ricciardi como para apenarse por Garzo. Habían ocurrido demasiadas cosas.

—No me interesa en absoluto el poder de la prensa. Aunque la duquesa hubiese sido asesinada por el director del periódico, se lo voy a traer aquí con el cepo puesto. Entonces le corresponderá a usted decidir qué hacer. Ése es mi cometido. Eso debo hacer y eso haré. ¿Puedo irme ahora?

Garzo lucía una gran mancha roja en el cuello, justo encima de la corbata, como le ocurría siempre cuando dos fuerzas iguales y contrarias hacían que se sintiera impotente; en esa circunstancia, por una parte, le hubiera gustado apartar a Ricciardi de la investigación e iniciar contra él un expediente disciplinario; por otra, el jefe de policía lo presionaba para solucionar cuanto antes el homicidio de la duquesa de Camparino, del que toda Nápoles hablaba sin cesar. Prevaleció la segunda opción, naturalmente, la más conveniente para su carrera. Pero se dio el gusto de lanzar un último puyazo.

—No puede uno esperar sensibilidad social de alguien que no tiene vida. Haga lo que le parezca, pero le juro que si no resuelve el caso, se arrepentirá de lo que hoy ha dicho aquí. No sabe usted cuánto.

Y agitó la mano como si estuviese espantando una mosca.

Maione dio un paso al frente: tal vez había encontrado por fin con quien desahogar su irritación por el hambre, el calor y el verdulero. Ricciardi le puso la mano en el brazo, tras lo cual salieron del despacho. Ponte cerró la puerta despacio.

A Lucia normalmente le gustaba planchar; tenía la sensación de estar acariciando a sus seres queridos al recorrer los pliegues de sus prendas mientras pensaba en las expresiones, los movimientos de sus hijos y su marido. Pero hacía realmente mucho calor; las brasas de carbón encerradas en la plancha de hierro despedían oleadas abrasadoras que le subían por el brazo, empapado de sudor. Suspiró mientras rociaba con el agua de una palangana una camisa de Raffaele. Comprobó la firmeza de un botón a la altura del abdomen y sacudió la cabeza: tendría que darle una puntada para reforzarlo. Sigue teniendo demasiada barriga, pero poquito a poco la irá perdiendo.

Sonrió al pensar en él; después de tanto tiempo juntos le seguía gustando, quizá aún más. Secándose la frente se preguntó cómo había sido posible, pese al terrible dolor de los últimos años, olvidarse de cuánto lo quería y de hasta qué punto su vida dependía de su marido. Al pensar en que podía perderlo si lo desatendía de esa manera, sintió una punzada; a saber cuántas mujeres se lo hubiesen quedado, con lo guapo y bueno que era.

Acarició la camisa, alisando con la mano una última arruga debajo del cuello. Yo soy su esposa, pensó. Mirad cuanto queráis, pero no se os ocurra tocar.

Porque os arranco los ojos.

Se dio cuenta de que alguien llamaba a la puerta con insistencia. Se había dormido encima del escritorio, la cara apoyada en un brazo, la botella de licor semivacía delante de los ojos. Trató de recordar mientras salía de la niebla del sueño; y recordó.

La memoria lo sumergió como una ola, renovando el dolor incandescente que había anulado emborrachándose. Estaba solo, en su oficina del periódico. Le llegaron los ruidos de la redacción, la preparación de las noticias, el diario del día siguiente que se estaba gestando; pero no era como siempre, eso no le daba ningún consuelo. Porque Mario Capece había perdido para siempre todo aquello que para él contaba, el amor de su vida. Y lo peor era que lo había perdido por su propia culpa.

La mano desconocida seguía llamando junto a la jamba de la puerta, el ruido le hacía estallar la cabeza.

—¡Pase, maldita sea! —gritó.

Intentaron accionar el tirador, y él recordó haber cerrado con llave. Se levantó y fue a abrir con un insoportable dolor en las sienes. Ojalá me muriera, pensó. Estalla una vena, y adiós pesares. A lo mejor es cierto lo que dicen los curas, y te vuelvo a ver, amor mío.

En la puerta estaba Arturo Dominici, el subjefe de redacción; tenía la preocupación retratada en la cara.

—¿Te sientes bien, Mario? No te encontrábamos por ninguna parte. ¿Has vuelto a dormir aquí?

Capece hizo un gesto de fastidio.

—Sí, sí. No me he movido de aquí. ¿Qué quieres, qué ocurre ahora?

El hombre hablaba en voz baja, lanzando miradas furtivas por encima del hombro.

—Han venido dos…, ha venido la policía de la brigada móvil. Uno va de uniforme, el otro de paisano. Preguntan por ti.

Mario esbozó una sonrisa cansada.

—Por fin. Sí que han tardado, casi dos días. Hazlos pasar.

—¿Quieres que esté presente yo también? Como testigo, ya sabes.

Capece observó fijamente a su amigo; apreciaba mucho el gesto, sabía que también Dominici lo creía culpable del homicidio de Adriana.

—No, Arturo. No hace falta. Si acaso te llamo. Gracias.

Ricciardi y Maione entraron en la oficina en el preciso momento en que Capece abría la ventana. La habitación era un horno y olía a cerrado y a licor como una taberna. Se presentaron y cuando Capece les indicó dos sillas, se sentaron. Maione le pidió los datos al periodista, que se los recitó con voz bastante sobria y los ojos entrecerrados a causa de la jaqueca.

Capece no era alto, pero la expresión franca y extrovertida le daba un aire imponente. Su capacidad profesional era muy estimada y el hecho de que no se mostrara condescendiente con el poder, al que, según el caso, criticaba o elogiaba abiertamente, le había ganado el aprecio de muchos pero también la enemistad de los fanáticos. Su punto débil había sido la relación con Adriana, arma de la que se habían servido para obstaculizar una carrera que, de otro modo, habría sido meteórica.

Sin embargo, el hombre que Ricciardi y Maione tenían delante era muy distinto del que Mario Capece había sido hasta hacía poco. Llevaba barba de tres días, la corbata desanudada, la camisa medio salida de los pantalones; un solo tirante abrochado y el chaleco abierto indicaban el estado de abatimiento en el que se encontraba el periodista. Pese a todo, los miró con socarronería y dijo:

—Así que usted es el comisario Ricciardi. El halcón solitario de la jefatura, el hombre que no quiere hacer carrera. El implacable perseguidor de delitos. Sigo su trayectoria, ¿sabe? Interesante recorrido. Sus superiores le tienen miedo y también sus subordinados. Dicen que trae mala suerte.

Maione hizo ademán de responder pero Ricciardi lo detuvo con la mano.

—Interesante información. Por desgracia hoy no estamos aquí para hablar de mí, sino de usted, Capece. En particular de la muerte de una mujer que, por lo que nos han dicho, usted conocía bien. ¿Es así?

Capece saltó como un resorte y se puso de pie, los ojos legañosos, inyectados de sangre.

—La muerte de una mujer, dice. Y que la conocía bien. Cuidado, Ricciardi, nunca más vuelva a usar ese tono. Nunca más. Ésa mujer tiene… tenía un nombre, se llamaba Adriana Musso, duquesa de Camparino. Y yo no la conocía, la amaba. No cuento con que usted, un miserable policía que vive solo, pueda entenderlo. Pero yo la amaba.

Maione no tenía intención de soportar ese tono, se tratara o no de Ricciardi. Se puso de pie y, dominando a Capece desde su altura, se inclinó hacia él apoyando las manos en el escritorio.

—Oiga usted, Capece, si vuelve a hablarle así al comisario, con muerta o sin ella, le suelto un guantazo que se le pasará la borrachera de golpe. Usted nos respeta y nosotros lo respetamos a usted. En caso contrario, esta charla la tendremos en la jefatura, y será peor para usted y sus hijos, que se encontrarán con el padre en la cárcel. ¿Me ha entendido?

Capece y Maione se plantaron cara durante medio minuto, mirándose fijamente a los ojos. Ricciardi observaba al periodista y se preguntaba si la reacción era fruto de su temperamento o de la desesperación. Se decidió por lo primero, aunque con reservas.

Al final, el hombre se sentó y el sargento hizo otro tanto. De forma inesperada sonrió.

—¡Entonces tiene sangre en las venas! Y el valor no lo demuestra solo con unos cuantos. Está bien, respetémonos. Y le contesto que sí, la conocía. Y que no la maté yo. Aunque no me lo perdonaré nunca porque murió por mi culpa.

Ricciardi trató de averiguar más:

—¿Cómo que murió por su culpa?

Capece sonrió amargamente, la mirada perdida en el vacío.

—Ya se habrá enterado de que el sábado por la noche discutimos en el Salone Margherita. Estoy seguro de que se lo han contado, ese inútil de Garzo, su jefe, estaba allí, recuerdo su cara y su expresión de pasmado. Una riña de enamorados. Pero yo, que soy un maldito idiota, me marché y dejé que regresara sola a su casa o que se hiciera acompañar por a saber quién. Ella era así, ¿sabe? Impulsiva. Y la mataron.

Mientras hablaba había empezado a llorar sin darse cuenta.

Las lágrimas le bajaban por las mejillas, silenciosas y abundantes, como una hemorragia de dolor ininterrumpida. Maione, a quien la referencia a la incapacidad de Garzo le había gustado mucho, le tendió el pañuelo.

—¿Y usted adónde fue? —preguntó Ricciardi.

—A emborracharme fui. Primero al círculo de la Unión, después de taberna en taberna; terminé en la estación, donde encontré el último bar abierto. Estaba solo, imagino que le interesará saberlo. Nadie puede confirmarlo. Tampoco me importa que me crean o no.