Livia y Ricciardi se miraban en silencio, intensamente. La mujer no habría podido responder de mejor modo a las dudas que había abrigado sobre los sentimientos que experimentaría al volver a verlo: notaba el familiar y olvidado vacío en el estómago, el corazón le latía desbocado, notaba la cara roja de placer y azoramiento. El hombre vestido de blanco se alejó contrariado, tras haberse percatado de que era imposible competir con la corriente que se palpaba entre los dos.
El comisario se enfrentaba a una nueva sensación, y pensaba que en los dos últimos días había sentido más emociones extrañas que en toda su vida. Ver a Livia allí, tan lejos de donde creía que estaba, más hermosa que como la recordaba, lo turbó profundamente. No sabía qué decir. Como en trance, se sentó a la mesa de ella y ahora la miraba sonreír, como si se hubiesen separado momentos antes. La última vez que se habían mirado a la cara, el viento sacudía las olas de la via Caracciolo, agitando su cabello, mientras las lágrimas de dolor y frustración surcaban el rostro de Livia. Tal vez en contra de su voluntad, Ricciardi se había despedido de ella, con la certeza de que no la vería nunca más, convencido de que si en su corazón destinado a la soledad había sitio para alguien, ese sitio era para Enrica.
Sin embargo, debía reconocer que se sentía feliz de aquel nuevo encuentro, de verla hermosísima y sonriente, pero al mismo tiempo vagamente preocupado por la sensación de precariedad y peligro que le transmitía siempre aquella mujer.
—Pero ¿qué haces tú por aquí?
Livia no había dejado de sonreír y de mirar fijamente esos maravillosos ojos verdes que tanto la habían turbado meses antes. Buscaba un destello de placer, una cordialidad que no encontraba. Todavía. Pero no tenía intención de darse fácilmente por vencida.
—Podría decirte que he venido de vacaciones. Ésta ciudad vuestra es famosa en el mundo entero, ¿no? Podría decirte también que he venido a reconciliarme con un lugar que me recuerda situaciones tristes y dolorosas. Pero prefiero ser sincera: he venido por ti. Para volver a verte.
En la sala grande el piano tocaba una canción sobre un corazón ingrato y en el otro extremo de la estancia el muerto se preguntaba cuándo llegaría su amante. Al reconocer a Ricciardi, el camarero le llevó a la mesa la sfogliatella y el café sin necesidad de que le pidiera nada. Ricciardi sabía dirigir interrogatorios y detener a malhechores, sabía interpretar las últimas palabras de cadáveres destrozados; pero no tenía la menor idea de cómo contestar a Livia. De pronto se dio cuenta de que tenía la boca abierta y la cerró con un leve chasquido. Con un tono mucho más brusco de lo que hubiese deseado dijo:
—Podías habérmelo dicho, tal vez por carta. ¿Qué te hace pensar que yo también tengo ganas de volver a verte?
Livia se rió, como si Ricciardi hubiese querido bromear.
—Digamos que no me planteé el problema. Que prefiero pensar que a lo mejor te entrarían ganas. O que al menos tendrías la amabilidad de recibirme con una sonrisa.
El comisario sintió como si lo hubiesen abofeteado, aunque el tono amable de Livia y su sonrisa no permitían pensar que hubiese hostilidad por su parte.
—Discúlpame; naturalmente que me alegra verte. Pero me preguntaba por qué has hecho una elección tan… tan particular para tus vacaciones, eso es todo. ¿Quieres tomar algo?
—Por fin una conversación normal. Uno de vuestros exquisitos cafés, gracias.
Ricciardi se volvió para buscar al camarero y hacerle el pedido al tiempo que echaba un vistazo a su alrededor. Vio la mirada de envidia de por lo menos cuatro hombres, entre ellos, el que iba enteramente de blanco. Vio la curiosidad de tres señoras, que trataban de catalogar a la pareja desconocida. Vio el cadáver del abogado que miraba la entrada con su único ojo, preguntándose sin cesar cuándo el cornudo ese dejaría libre a su esposa.
Y vio a Sebastiano que susurraba al oído a Enrica, mientras ella miraba hacia donde estaba Ricciardi con los ojos anegados en lágrimas.
Hubiera preferido tomar el café en la barra, para abreviar el tormento de la insulsa compañía de Sebastiano. Decidió que después regresaría a su casa y pospondría la conversación con su padre; sentía que le faltaba la energía necesaria. Pero el hombre insistió en que entraran en la sala a sentarse un momento, e incluso le pidió al pianista que tocara su canción preferida. Lo siguió dócilmente mientras buscaba una estrategia que le permitiera marcharse lo antes posible. Y entonces se encontró delante a Ricciardi.
En un primer momento pensó que su mente era capaz de materializar el pensamiento, tan grande fue la correspondencia entre lo que pensaba y lo que veía; pero la mujer que sonreía al hombre que amaba no era ella.
Se dejó llevar hasta la mesa y se sentó en la silla que le ofrecían, sin quitarle la vista de encima a la mujer que tenía enfrente, mientras Ricciardi le daba la espalda. A su juicio, Livia llevaba un maquillaje pesado y vistoso, vestía con un estilo excéntrico y sonreía de un modo que tenía bien poco de educado; en una palabra, llamaba demasiado la atención, seguramente se trataba de alguien poco recomendable. Debía reconocer que sus rasgos eran regulares y su figura, por lo que podía ver, tenía cierta belleza; pero esos guantes y esas medias de red, y el sombrerito con el velo levantado, y el carmín oscuro en los labios…
De buena gana se hubiera puesto en pie para abofetearla, sobre todo por su forma vulgar de mirar a Ricciardi, con tanta insistencia, comiéndoselo con los ojos, ajena a cuanto los rodeaba. Pero qué se pensaba, ¿que de ese modo iba a seducirlo? ¿Ignoraba acaso que estaba ante un hombre sensible y dulce, capaz de observar noche tras noche, durante un año, cómo bordaba una muchacha, sin dirigirle la palabra?
Aguzó el oído para tratar de enterarse de lo que se decían, pero estaban demasiado lejos; alcanzó a captar que el acento de ella no era napolitano, sino del norte. Debería haberlo imaginado: las del norte eran famosas por ser unas desvergonzadas y unas libertinas.
Entonces se dio cuenta de que él también le hablaba, y cuando él se volvió para llamar al camarero, Enrica se echó a llorar.
De pronto, Ricciardi tuvo la sensación de haberse convertido en el centro del universo: Livia lo miraba y sonreía; Enrica lo miraba y lloraba; el abogado muerto lo miraba y le hablaba; los parroquianos presentes en el café lo miraban y murmuraban; el camarero, que se le había acercado con presteza, lo miraba y le preguntaba qué deseaba. El único que no le hacía caso era el joven que acompañaba a Enrica, ocupado en sus susurros, y, por absurdo que pareciera, le estuvo agradecido. No estaba hecho para encontrarse en semejantes situaciones.
Le hubiera gustado levantarse y huir al extranjero, o, como otra alternativa, acercarse a Enrica para decirle que las cosas no eran lo que parecían; pero, tras pensar un momento, ¿qué podía decirle a una mujer que tal vez estuviese viviendo felizmente algo que, saltaba ya a la vista, era el comienzo de un auténtico noviazgo? Además, no quería ofender a Livia, con la que ya había sido demasiado brusco. Entretanto, se había distraído y no había escuchado lo que la mujer le había dicho.
—¿Qué me decías?
—Te preguntaba si estás de vacaciones o trabajando.
—No, no, estoy trabajando. Es que yo vacaciones… no hago casi nunca. Investigamos un caso, el homicidio de una mujer. Lo cierto es que para serte sincero se me ha hecho tarde, tengo que interrogar a alguien, justamente hoy.
Después de tanto tiempo, Livia no tenía intención de que se deshicieran de ella así como así.
—Pero si todavía no has probado esta… ¿cómo se llama? Ésta sfogliatella y el café. Anda, come y luego te dejo marchar. Pero antes debemos decidir dónde y cuándo volveremos a vernos. Ya te lo he dicho, he venido por ti, y esta vez no permitiré que te me escapes y me dejes bajo la lluvia.
—Será difícil, porque como habrás podido apreciar aquí hace meses que no llueve. De acuerdo, me como esto, pero luego debo marcharme.
Clavados en la nuca notaba los ojos de Enrica y el dolor del abogado muerto; no hubiera sabido precisar cuál de los dos le producía más inquietud. Pero de una cosa sí estaba seguro: la idea de que ella estuviese con aquel hombre contribuía a que la dentellada detrás del estómago no le diera tregua. Quería marcharse de allí cuanto antes.
En dos bocados dio cuenta de la sfogliatella, se tomó el café de un solo trago y se quemó la boca. Entretanto, Livia lo ponía al corriente de un complicado programa que preveía visitas a museos, monumentos y paseos por la playa.
—… Y naturalmente, mi intención es que me acompañes a cenar o al teatro, si lo prefieres. En caso contrario, no te daré tregua, ya lo sabes, incluso a costa de tener que ir a secuestrarte directamente a la jefatura.
En el preciso instante en que pronunció la palabra mágica, junto a la silla de Ricciardi se materializó un ángel que acudía a rescatarlo de la embarazosa situación; un ángel grande, corpulento y sudado, que vestía la chaqueta del uniforme de invierno.
—Disculpe, comisario, como tardaba en regresar he pensado en venir a buscarlo, por si le había pasado algo. Caramba, es la señora Vezzi, ¿verdad? Dichosos los ojos, señora. ¿Qué la trae por aquí?
Ricciardi hubiera querido abrazar a Maione por su oportuna intervención. Se levantó a toda prisa.
—Sí, Maione, gracias por venir a buscarme. Debemos marcharnos enseguida. La señora ha venido de vacaciones, nos encontramos por casualidad. Pero ahora debemos despedirnos de ella.
Livia se levantó a su vez, sonriendo al sargento. De pie, elegante y armoniosa, parecía aún más bella.
—Sí, sargento. Estoy de vacaciones, y pienso quedarme una temporada. Sin duda, tendremos ocasión de volver a vernos.
Habló en voz alta, tendiendo la mano a Maione, que se lució con un torpe besamanos. Repentina, como prolongando el movimiento de levantarse, se volvió hacia Ricciardi y lo besó en la mejilla.
—Hasta pronto, entonces —dijo. Y salió, seguida por las miradas de todos los presentes.
Lo había besado. Ésa mujerzuela lo había besado y delante de ella, nada menos. Y lo peor de todo, él se había dejado besar, pese a que la había visto, estaba segura, sus miradas se habían cruzado.
Había salido de casa para defender su sueño, dispuesta a pelearse con su padre por primera vez en su vida, y ahora, ese mismo sueño se esfumaba delante de sus ojos. Ajeno a lo que ocurría a su alrededor, Sebastiano continuaba su fatua conversación sobre carreras de caballos y fiestas; Enrica no había escuchado una sola palabra.
Pálido como un muerto, Ricciardi se volvió y clavó la vista en ella. Sus ojos expresaban un dolor inmenso, como si mirase a través de la ventanilla de un tren a punto de partir para no regresar nunca más. Se llevó la mano a la mejilla y la rozó. Sacudió ligeramente la cabeza, como si no creyera lo que acababa de ocurrir, o como si deseara simplemente negarlo.
Enrica se levantó; era indispensable que mantuviera el decoro. Se sentía morir. El piano tocaba la misma melodía que cuando habían entrado, apenas dos minutos antes, pero parecían una eternidad. Se volvió hacia Sebastiano y con voz firme le dijo:
—Me duele la cabeza. Necesito tomar el aire. Acompáñame, querido.
Y del brazo del hombre, salió a su vez, sin mirar hacia donde se encontraba Ricciardi.