Enrica entró en la tienda de su padre y saludó a los empleados y a su cuñado; como había algunos clientes eligiendo entre varios modelos de sombreros, se dispuso a esperar a que Giulio estuviese libre. Lo quería mucho y le disgustaba profundamente verse obligada a pedirle explicaciones por lo sucedido, pero era necesario. No podía aceptar que su carácter poco propenso al enfrentamiento fuese tomado como una autorización en blanco para elegir en su nombre cómo debía ser su vida.
Su innata discreción le impedía confiarle a sus padres que se sentía atraída por un hombre, para colmo un desconocido; y mucho menos decirles que por fin, al cabo de más de un año desde que había descubierto que todas las noches alguien se asomaba a la ventana de enfrente, tenía una cita diaria con la mirada de aquel hombre.
Quedaba descartado comentarlo con su madre, cuya obstinación conocía de sobra; habría redoblado sus esfuerzos para apartarla de esas fantasías románticas que, seguramente, según ella, no habrían conducido a nada. Era como si la estuviera oyendo repetir la historia esa de los veinticinco años y la perspectiva de la soledad y la indigencia. A ella la traía sin cuidado lo que pensaran los demás, incluidos sus padres; estaba decidida a esperar, cien años si era preciso.
Porque lo sabía con certeza absoluta: para Luigi Alfredo Ricciardi solo existía ella. Era cuestión de que lo entendiera y se decidiese a hablar con ella.
Mientras esperaba a que su padre se librara de una señora gorda que no acababa de decidir qué fruta de tela colocarle como adorno a su sombrero, sonó el timbre de la puerta anunciando la entrada en la tienda de Sebastiano Fiore.
Ricciardi llegó al Gambrinus de un humor mucho peor que minutos antes, cuando se separó de Maione y éste regresó a la jefatura. Tenía un motivo.
Cuando recorría la última parte del trayecto, el de la esquina entre la via Toledo y la piazza Trieste e Trento, por la puerta de una tienda vio salir al responsable de su noche de insomnio. Para ser más exactos, era apenas uno de los varios destinatarios de sus pensamientos, y en ese momento, ni siquiera el principal, aunque se encontrara entre los más destacados. En síntesis, mientras se despedía de una madre fantasmal y, por tanto, con la mirada vuelta hacia el interior de la tienda, se topó con el joven al que había visto la víspera susurrándole al oído a Enrica.
Era un hombre alto, más de lo que aparentaba de lejos, y corpulento; al chocar con él casi había perdido el equilibrio. Miró fugazmente a Ricciardi, pronunció a toda prisa unas palabras de disculpa y se encontró con una mirada fría, escrutadora, sin expresión. Se disculpó otra vez, un tanto preocupado, y se alejó para entrar en la tienda de al lado.
La dentellada detrás del estómago volvió a sentirse, salvaje y dolorosa. A Ricciardi aquel hombre le pareció muy apuesto, atlético, bien vestido. El ojo, acostumbrado por la profesión a captar los detalles más ocultos, reparó en la camisa de seda, los zapatos bicolores con adornos punteados, la aguja de corbata de oro. El perfume, la gardenia en el ojal y el sombrero de paja tampoco se le escaparon al comisario que, sin esfuerzo alguno, hubiera podido levantar acta de la descripción del individuo.
El efecto más inmediato del encuentro, que hubiese sido más oportuno definir como desencuentro, fue el sentimiento de su propia y devastadora inadecuación; Ricciardi comprendió que a ojos de cualquier mujer ese hombre era cien veces preferible a él. Por primera vez se miró desde fuera y se vio alfeñique, triste, mal vestido; sin sombrero, los zapatos cubiertos de polvo por su costumbre de ir andando a todas partes, la vieja corbata fina sin aguja.
Se irritó consigo mismo por haber pensado en ese hombre como un rival en amores. No tenía la menor intención de entrar en liza, y mucho menos cuando sabía bien que su improbable victoria no habría aportado a quien fuese su compañera más que el dolor de compartir su maldición. De manera que, se repitió para sus adentros, no hay mal alguno. Mejor para todos si Enrica ha conocido a un hombre apuesto, rico y amable, que seguramente la hará feliz.
Naturalmente, aquel pensamiento no le produjo ningún consuelo: el que entró en la fresca sala del Gambrinus era un Ricciardi desesperado.
La Livia que aguardaba, sentada a una mesita elegida con cuidado, era una mujer llena de esperanza. Esperaba sobre todo que Ricciardi llegara, que no tardara demasiado, porque la insistencia de los aspirantes a acompañarla se estaba volviendo opresiva. Cuando había decidido fumar para engañar la espera, como por arte de magia se encontró delante cinco llamitas encendidas, como lámparas votivas frente a una imagen sagrada; uno de esos hombres, vestido completamente de blanco, la miraba sin pestañear y con intención, convencido de lo irresistible de sus encantos. Entonces ella, que no era la primera vez que se encontraba en semejante situación, se puso a mirarlo también con fijeza hasta que él se levantó, fue hacia ella y le preguntó:
—¿Puedo sentarme?
—De ningún modo —contestó ella, veloz.
El hombre se quedó de una pieza. No era frecuente ver a una mujer tan hermosa sentada a solas en un local público, y la ocasión parecía demasiado excitante; por otra parte, no era posible retirarse de inmediato y echar a perder la reputación de gran conquistador adquirida tras años de honrado servicio. Por ello consideró oportuno insistir:
—Señora, es usted demasiado hermosa para estar sola. Y yo no puedo permitirlo. De manera que me sentaré de todos modos y, en cualquier caso, será usted la que deberá irse.
Livia miraba la puerta; en ese momento vio entrar a Ricciardi.
Con una sonrisa luminosa y sin dejar de mirar al comisario, dijo:
—No creo que le convenga, ha llegado la persona que estaba esperando.
Sebastiano Fiore entró en la tienda de Colombo enderezándose la corbata, un tanto inquieto aún por la extraña mirada que le había lanzado el desconocido; no había para tanto, pensó, si apenas lo he tocado. Gracias a que su mente no solía dedicar demasiado tiempo al mismo pensamiento, recuperó enseguida la sonrisa abierta y jovial que lucía instantes antes.
Cuando su madre le había impuesto ir a cenar a casa de los Colombo, al principio se había resistido; tenía una cita con sus amigos en el Scoglio di Frisio, el famoso restaurante. Pero cuando a mamá se le metía una idea entre ceja y ceja, había que complacerla, de lo contrario, las represalias económicas le habrían causado problemas, especialmente en ese momento en que la baraja se había vuelto en su contra y tenía alguna que otra deuda de importes más abultados que de costumbre. De manera que sacrifiquemos una velada en el altar de la necesidad, pensó.
Después, y para su sorpresa, la velada en casa de los Colombo le había reservado una magnífica novedad: la muchacha que debía conocer era cualquier cosa menos desagradable, tenía una sonrisa hermosa aunque la lucía poco y piernas largas. Claro que vestía como una cincuentona y no se mostraba encandilada por él como correspondía, pero ése podía ser un factor positivo para sus planes. En efecto, Sebastiano contaba con una estrategia definida: seguir viviendo tranquilamente a expensas de sus acaudalados padres, sin cambiar ni un ápice sus costumbres y sus amistades.
Ahora bien, para ello debía apoyar las ambiciones de su madre, al menos formalmente; ¿y qué mejor manera que comprometerse con alguien como la señorita Colombo, discreta, silenciosa y en absoluto entrometida? Su madre se pondría contenta, reanudaría los desembolsos e incluso los aumentaría, porque en un noviazgo había que tener en cuenta los gastos que suponían los regalos, las flores, etcétera; el plan de unir las empresas era comercialmente muy interesante; y un detalle esencial, la futura administración de la empresa se podía dejar en manos de la esposa, y él seguiría viviendo como había hecho siempre, es decir, sin trabajar.
Motivo por el cual, en cuanto vio a la anónima muchacha llegar a la tienda de su padre, se peinó y salió tras ella como un rayo con la intención de aprovechar la ocasión e invitarla a tomar café.
En el Gambrinus, naturalmente.
Ricciardi había cambiado ligeramente sus costumbres. Desde hacía un mes ya no se sentaba en su mesita de siempre, la que daba al ventanal de la via Chiaia, sino fuera, debajo del toldo.
El motivo del cambio no lo había provocado la llegada del calor feroz. Se cumplía precisamente un mes desde que un marido traicionado había decidido desquitarse y asesinar de un tiro en la cabeza al amante de su esposa. El desventurado, un joven abogado, en el momento de su prematura desaparición leía el diario mientras tomaba un café, sentado en su mesita, precisamente la que estaba al lado de la que Ricciardi solía ocupar para dar cuenta a toda prisa de su almuerzo diario. El comisario no estaba presente cuando ocurrió el horrible suceso, pero eso no le impedía ver con todo detalle al abogado que seguía leyendo su diario, con la mitad del rostro convertida en un amasijo de sangre y fragmentos de hueso mientras repetía:
«¿Por qué tardará tanto en librarse del cornudo ese y venir?».
En cambio, quien se libró de él, y para siempre, había sido precisamente el cornudo ése, que ahora meditaba sobre la fidelidad y la venganza en alguna celda oscura.
Y como aquel espectáculo no contribuía precisamente a abrir el apetito, Ricciardi se había trasladado al exterior, medida que, para un hombre de rutinas como él, no era agradable. Sin embargo, ese día las mesitas de la acera estaban todas ocupadas y se vio obligado a recalar en el gabinete, con la esperanza de que no estuviese libre justamente la mesa del muerto; no quería compañía y mucho menos una conversación tan monótona.
En cuanto cruzó el umbral olió el perfume. La memoria de los sentidos se adelantó a la de la mente, y en ese perfume exótico y especiado volvió a ver la imagen flexible, los ojos tersos y el andar felino incluso antes de evocar la imagen de Livia. Miró a su alrededor y la vio, sonriente, sentada en el rincón opuesto al del muerto y, como él, esperaba la llegada de alguien. De pie, cerca de ella, un hombre vestido de blanco apoyaba la mano en el respaldo de una silla con aire de confidencia.
Ricciardi captó la situación de un solo vistazo: la postura del individuo y su actitud le sugirieron de inmediato una injerencia no solicitada; en cambio Livia lo miraba a él, con una radiante sonrisa y una implícita petición de ayuda. Se acercó impulsivamente a la mesa y, antes de poder hablar, oyó otra vez la voz de Livia, armoniosa y musical como la recordaba:
—Aquí está, ¿lo ve? La persona a la que esperaba. Estoy aquí por él, solo por él.
Mientras llegaba al Gambrinus acompañada de Sebastiano, Enrica se sentía atrapada en una situación irreal: había ido a la tienda para decirle con rotundidad a su padre que no quería volver a ver a ese joven y, sin embargo, ahí estaba, yendo con él a tomar un café, como dos novios en la primera cita.
Al ver entrar a Sebastiano en la tienda con la excusa de pedir cambio, ella se había quedado boquiabierta. El joven la invitó entonces a un café y ella lanzó a Giulio una mirada de súplica, pero el hombre, deseoso de postergar la inevitable discusión con su hija, le concedió permiso con una sonrisa paternal; y ahí se encontraba, recorriendo el corto trayecto por la calle inundada de sol, en la menos deseable de las compañías. Para colmo, le había resultado imposible no aceptar el brazo que el hombre, con su sonrisa obtusa, le había tendido nada más salir de la tienda.
Estaba furiosa consigo misma por no haber tenido el valor de rechazar la invitación o la rapidez de inventarse una excusa; con su padre, por haber permitido que ese idiota se tomara esa libertad; con su madre, por haber urdido la trama en la que se encontraba atrapada; con Ricciardi, por tardar tanto en dar el paso.
Entonces deseó que al menos no se cruzara con nadie.