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Al ver llegar a Enrica a través del escaparate, Giulio Colombo pensó en cuánto se parecía a su madre: en dos días su tranquilidad debía sufrir dos ataques seguidos y por motivos opuestos.

Consideraba más difícil enfrentarse a la hija, con la que se sentía culpable; la velada no había sido un éxito, precisamente por el obstinado mutismo de la muchacha, que había estado casi todo el tiempo ceñuda con la vista clavada en la ventana a pesar de los intentos de su madre porque participara en la conversación, ensalzando sus dotes domésticas y culturales. Por otra parte, no le había causado una gran impresión el joven hijo de los Fiore, un muchacho más bien superficial que lo había fastidiado con una disquisición sobre los últimos modelos de automóviles; no había asunto que le interesara menos siendo, como era, un convencido defensor de la teoría según la cual esos horribles y ruidosos trastos estaban arruinando irreparablemente la ciudad.

La situación no había mejorado después de la cena, cuando fueron a sentarse a la sala; mientras la madre monopolizaba la conversación, chismorreando sobre toda la ciudad y, en especial, sobre la noticia del día, el asesinato de la duquesa de Camparino, el hijo se había sentado prácticamente encima de Enrica, sin dejar ni un solo instante de susurrarle al oído; una actitud indecorosa, sobre todo en el primer encuentro. Giulio trató de manifestar su impaciencia pero su esposa le había echado una mirada que lo dejó helado, por eso se había quedado tranquilo, fingiendo no enterarse de lo que ocurría. La pobre Enrica se había alejado todo lo posible hacia el brazo del sofá, implacablemente perseguida por Sebastiano. Una auténtica pesadilla. Cuando los tres se hubieron marchado al fin, Giulio lanzó un suspiro de alivio y se preparó para una discusión inevitable, pero Enrica se había retirado enseguida a su dormitorio sin desearle las buenas noches; era la primera vez desde que tenía memoria que ocurría; el beso de su hija era un consuelo al que le disgustaba renunciar.

Y en ese momento la veía llegar ceñuda, ella que casi siempre tenía una dulce expresión. Giulio se preguntó si había algún motivo por el que todos la tomaran con él. Suspiró y se preparó para el choque.

Al regresar del palacio Camparino, Ricciardi y Maione seguían de mal humor; afortunadamente el trabajo los distraía de sus situaciones personales. Las entrevistas con el duque y su hijo, en lugar de aclarar aspectos del caso, crearon nuevas dudas. Maione parecía el más perplejo.

—Comisario, ¿usted qué opina? Seguramente el duque no tiene fuerzas para romperle un par de costillas a nadie, y puede que ni siquiera las tenga para levantarse de la cama. Pero si se ha fijado usted, el ama de llaves lo obedece como un perrito, y ella sí que tiene fuerzas de sobra.

Ricciardi caminaba, absorto.

—Sí, es cierto; además, Concetta nos acompañó todo el rato y estuvo al lado del duque, pero cuando fuimos a ver a Ettore se detuvo en la puerta y ni siquiera entró. Y la habitación me pareció muy desordenada, mientras que el resto del palacio está limpio y en orden. Habría que comprender qué tipo de relación hay entre esos dos.

—Y también la que hay entre padre e hijo, comisario. El hecho de que el muchacho no quiera que lo llamen «duque», por ejemplo, me parece importante. Y además, cuando usted le preguntó al padre, le contestó: «Sí, tengo un hijo», y punto. Nada más. Me parece algo curioso.

—Cierto, tienes razón; eso también resulta extraño. No cabe duda de que se trata de una hermosa familia unida. Unida por el odio.

Maione seguía sin verlo claro.

—¿Por qué después de diez años, uno de los dos, o el duque o su hijo, debería haber matado a la duquesa? Al fin y al cabo la situación era ésa, cada cual hacía su vida. La duquesa tenía a su periodista, Ettore cultivaba sus plantas y el duque yacía en su lecho de moribundo.

Ricciardi había visto demasiado para creer en las situaciones consolidadas.

—¿Acaso a ti nunca te ha pasado que de repente ves que las cosas cambian? Una situación que siempre soportaste, de pronto ya no la aguantas más. Una palabra, una frase. El calor, por ejemplo. O un objeto, una joya; y pierdes la cabeza, coges una pistola y disparas.

—Y después despiertas de la locura y tratas de poner las cosas en orden, aprovechando que conoces la casa y puedes reorganizarlo todo como estaba antes. Claro que me ha pasado, comisario. En cuanto a la joya, está pensando en la mano de la duquesa, ¿no es así? Recuerdo lo que nos dijo el doctor Modo: el dedo dislocado, la abrasión en el otro dedo, siempre en la misma mano. Y me he fijado en que le ha preguntado al duque por el anillo. Quería decirle que la del retrato que hay en el estudio del señorito llevaba un anillo; a mi modo de ver, la difunta primera duquesa tenía la misma nariz que el hijo. Y ése es el anillo que desapareció.

Ricciardi esbozó media sonrisa.

—No pierdes detalle, ¿eh? Pese al calor y al hambre. Lo único que me parece raro es el silencio. Si hubo lucha, como parece por las contusiones del cuerpo, entonces hubo antes una discusión, tanto es así que el asesino le tapó la cara con el cojín para que no gritase. ¿Cómo es posible que en el palacio y fuera de él nadie oyera nada? Era de noche.

Maione sacudió la cabeza, sonriendo.

—Comisario, usted subestima las fiestas del barrio, se nota que no es de Nápoles. Nosotros, los del pueblo, es lo que tenemos para divertirnos un poco, cantamos, bailamos y hacemos barullo hasta el alba. Créame, no se oye nada de lo que ocurre en un radio de un kilómetro. Y la fiesta de Santa Maria La Nova, en especial, es famosa. Se organiza la hoguera de maderas viejas y una especie de competición de tarantela, en la que el que se para, pierde. Las chicas se pasan meses y meses preparándose los vestidos para bailar. Tiene usted que creerme, en el gabinete de la duquesa podrían haber contado todo el tercer acto de La Traviata que nadie los hubiera oído, ni siquiera en la habitación de al lado.

Ricciardi no estaba convencido.

—De acuerdo, oír no se oía. Pero entrar y salir del palacio no es cosa fácil, la fiesta la organizaron justamente delante del portón. ¿Cómo es posible que nadie viese nada? No creo que el asesino se haya vestido de bailarina de tarantela. No lo entiendo, hay ciertos detalles que hacen pensar en un delito organizado, y otros que apuntan a una discusión repentina.

Maione se encogió de hombros al tiempo que se secaba la frente.

—No tiene por qué ser así, comisario. Si el asesino se movía deprisa, podía entrar y salir sin que lo molestaran. Seguramente los hijos de Sciarra, siguiendo la costumbre, estarían comiendo pipas de melón en plena fiesta, y el portón estaba abierto; o bien, y se trata de una posibilidad que debemos tener en cuenta, el asesino llegó junto con la duquesa. Todavía tenemos que hablar con «tuyo, Mario», ¿no? Por lo que hemos sabido, Capece iba por ahí con frecuencia.

—Tienes razón. Hasta que veamos a Capece, no podemos decir nada. Ésta tarde, a última hora, pasaremos por el Roma y hablaremos con él, los periodistas trabajan de noche, ahora no encontraríamos a nadie. Por lo que a mí respecta, me voy a comer una sfogliatella al Gambrinus. ¿Tú qué, seguirás haciendo de faquir? Ojo, no vayas a acabar como el burro que cuando por fin se acostumbró a ayunar, se murió.

Maione bufó.

—Sí, sí, comisario, usted búrlese. Que cuanto menos como más sudo y más me aprieta la chaqueta. El día menos pensado me harto, voy y me meto en una fonda y si te he visto, no me acuerdo. Vaya usted, comisario, por mí no se apure. Lo espero en la jefatura, voy a hacerles unos encargos a esos gandules. Nos vemos después.

Livia había pedido al cochero que la dejara a la altura del largo della Carità; quería dar un paseo y disfrutar de la ciudad.

El breve viaje en coche de punto había sido estimulante; se subió el velo; notar el aire en la cara y el perfume a mar y a flores había sido un placer inesperado e impagable. Hacía mucho calor, pero a ella no la incomodaba; había esperado demasiado a que llegara esa mañana para echarla a perder con consideraciones sobre el clima. Salvo imprevistos, dentro de poco volvería a ver al motivo que la había llevado a regresar a la ciudad.

Había calculado las horas con cuidado, no quería arriesgarse. Llegaría al Gambrinus antes de la hora en que, según recordaba, Ricciardi iba a almorzar solo y a toda prisa. En esta ocasión, pensó, aunque no se lo esperaba tendría compañía. La calle seguía como la recordaba, ancha y atestada. Algunos niños harapientos y morenos se arremolinaron a su alrededor para pedirle una limosna. Riendo, sacó unas monedas sueltas del bolso y las lanzó lejos, en una cascada tintineante que reflejó los rayos de sol; como un cardumen de pececitos atraídos por un trozo de pan, los granujillas se lanzaron gritando sobre las monedas.

A lo largo del trayecto, aquella mujer hermosa y elegante llamó la atención de al menos cuatro hombres, que silbaron a su paso y le hicieron comentarios cargados de admiración. Estaba habituada a que la mirasen, pero ese comportamiento tan explícito típico de los napolitanos la divertía. Y le gustaba también la sobria elegancia de las mujeres que se cruzaba en su camino, hasta las menos ricas se las ingeniaban para lucir un aspecto agradable. Aunque no todas, naturalmente.

Cuando estaba a punto de llegar a la piazza Trieste e Trento se cruzó con una en particular, una muchacha alta, con gafas de carey, que avanzaba a paso veloz y cruzó la calle delante de ella; notó su elegancia natural y su bonita figura, que se intuía por las piernas largas. En contra de lo que hubiera debido hacer, pensó Livia, la muchacha no realzaba sus cualidades. Al contrario, las mortificaba con un traje anticuado, un peinado de vieja y, sobre todo, una expresión hosca que no le sentaba nada bien. Livia imaginó que la muchacha debía de estar irritada por algo.

Ella no; ella se sentía feliz y en paz con el mundo entero. Sonrió al sol y fue hacia las mesitas del Gambrinus.