Al salir del dormitorio, Ricciardi le pidió a Concetta que fuera a preguntar si el hijo del duque los podía recibir; esperaron en el gabinete, junto a la imagen de la duquesa que repetía incesante su denuncia sobre la desaparición del anillo.
Ricciardi reflexionaba en silencio, mientras asomado a la ventana, con las manos en los bolsillos, contemplaba el patio del palacio. La altura de la construcción permitía que gran parte de su superficie estuviera en la sombra, incluido el exuberante parterre de hortensias multicolores. El comisario se preguntaba si el asesino se había ocultado en uno de sus muchos recovecos o si había entrado con la duquesa cuando ésta regresó a casa.
Una parte de sus pensamientos repasaba cuanto había dicho el duque y lo impulsaba a reflexionar sobre sí mismo y su vida. Un hombre muere en el momento mismo en que ya no significa nada para nadie; esas palabras le cavaron un surco en el pecho. Pensó en Rosa y en sus excesivos cuidados maternales; en Maione y en las confidencias bruscas y parciales que se hacían a veces; en el doctor Modo, en las punzantes ironías, en las burlas refinadas que caracterizaban su relación y en las esporádicas cervezas que tomaban juntos; en su madre, en su amor silencioso, en su sonrisa cansada.
¿Estoy vivo yo?, se preguntó. Y si no, ¿cuándo morí? Desde la ventana, al mirar hacia abajo vio a Sciarra afanándose en quitar las hojas secas del parterre. Cerca de él los dos niños reñían, la mayor escondía algo debajo del vestido, probablemente comida. El hombrecillo de las mangas demasiado largas se giraba de vez en cuando hacia sus hijos, fingía perseguirlos y luego seguía trabajando entre risas. Ése seguía vivo, sin duda. Pero no la mujer que estaba de pie a sus espaldas y cuyo inmenso dolor provocado por el desapego de la vida notaba en la nuca.
Pensó sin coherencia en Enrica, en quién sería el hombre que, sonriente, le susurraba al oído. No era como él, no estaba condenado a la soledad. Sintió la dentellada en el estómago, una sensación que comenzaba a resultarle familiar.
Sin hacer ruido, Concetta fue a llamarlos. El señorito podía recibirlos.
De vez en cuando te dedicas un poco a ti misma. Te has lavado el pelo en la palangana grande de la habitación. Te lo has enjuagado con el jarro, has calentado el agua en la olla de la cocina, como llevabas tiempo sin hacer. Ahora te lo cepillas frente al espejo, como no ocurría desde hacía mucho. Te preguntas ociosamente si valdrá la pena rizártelo con una permanente, en vez de recogértelo en la nuca como siempre; una vez lavado y suelto, no queda tan mal, ya no lo tienes opaco. En tu pelo brilla una luz nueva.
Los ojos también tienen una expresión distinta; te preguntas por qué será. Qué hay de nuevo. Quizá se trata de una sonrisa incipiente.
Quizá quieras que te encuentren preparada.
Al subir las escaleras se notaba la sensación de frescor que ofrecían las gruesas paredes del palacio. Maione, que jadeaba y sudaba pese a todo, preguntó a la espalda inmensa de Concetta, que subía delante de él:
—¿Y con tantas habitaciones vacías, cómo es posible que el señorito se haya instalado en la última planta?
Concetta contestó sin levantar la voz, como si estuviera en la iglesia.
—El señorito se trasladó al morir su madre, hace diez años. Le gustan las plantas, las cultiva en la terraza; quiere estar cerca de ellas. Aquí arriba está cómodo, hay dos habitaciones amplias.
—¿No hay acceso directo desde el apartamento de la primera planta? —intervino Ricciardi—. ¿Hay que subir forzosamente por las escaleras?
—Sí, hay que subir forzosamente por las escaleras.
Llegaron a un rellano con una puertecita de madera. Maione preguntó:
—¿Y quién vive ahí?
Antes de que Concetta pudiera contestar, la puertecita se abrió y asomó un muchacho cuyo parecido con Mariuccia, la criada, saltaba a la vista. Llevaba en la mano un libro y un trozo de pan con tomate.
Lanzando una mirada envenenada a la merienda, Maione, contestó a su propia pregunta.
—No hay equivocación posible. La familia Sciarra. Tú debes de ser el mayor, ¿no?
Cohibido por el uniforme, el muchacho asintió con la cabeza. Se parecía tanto a su madre que Maione esperaba verlo sollozar de un momento a otro.
—Vincenzo Sciarra, señor, para servirlo. Voy a clases de repaso.
—Vete, vete. ¿No se te cansan las mandíbulas de masticar sin descanso? Anda, quítate de en medio.
El muchacho se esfumó mientras Ricciardi miraba al sargento sacudiendo la cabeza.
—No te hace nada bien tanto ayuno, te estás volviendo intratable.
Caramba, pensó Maione. Con ese criterio el comisario debe de hacer ayuno desde que nació.
Unos cuantos escalones más y se encontraron delante de una gran puerta historiada.
Concetta, que entretanto había entrado para anunciarlos, salió otra vez.
—Pasen, por favor. Es la puerta del fondo. Yo los espero abajo, en casa.
Cruzaron una amplia habitación desordenada que servía de salón y biblioteca. Había un imponente escritorio cubierto de libros abiertos y cerrados, hojas desperdigadas llenas de una letra tupida e inclinada; una estantería de madera oscura, rebosante de libros, tapizaba una de las paredes; había dos sillones, entre ambos una mesita con un gramófono, esparcidos en el suelo se veían unos discos de setenta y ocho revoluciones. En otra mesita baja había una botella de licor y unas cuantas copas vacías, sucias.
Daba la impresión de que se trataba de un lugar donde una o varias personas se pasaban todas las horas del día, las de trabajo, diversión y descanso, y donde rara vez se permitía entrar a los criados para ordenar. La luz y un intenso perfume a flores entraban por una puerta ventana abierta a medias, además se oía a alguien silbar.
Ricciardi y Maione se miraron y enseguida fueron hacia la puerta.
—¿Se puede? —preguntó el sargento.
El silbido se detuvo y una voz grave y musical contestó:
—Pasen, pasen. Estoy aquí, en la terraza.
El ambiente era en cierto modo sorprendente. El sol, que en ese momento estaba en su cénit, se filtraba entre plantas de todo tipo: solo faltaban árboles, aunque algunas trepadoras contaban con troncos de notable grosor. Ricciardi no sabía mucho de botánica, pero se había criado en el campo, en contacto con cultivos y jardines, y veía la atención y el inmenso amor que suponía crear aquella maraña de vegetales solo en apariencia salvaje. Quien se ocupaba de aquel invernadero a cielo abierto debía a la fuerza dedicar al cultivo muchísimo tiempo y una gran pasión.
De un rincón salió un joven de unos treinta años y agradable aspecto. Vestía una camisa blanca con las mangas arremangadas hasta el codo, era delgado y moreno, la nariz aguileña se proyectaba sobre un fino bigote. El cabello negro, con raya en medio, era ondulado y cuidado. Tendió la mano con una amplia sonrisa.
—Encantado. Soy Ettore Musso.
—El gusto es nuestro, señor duque. Soy el sargento Maione de la jefatura de policía de Nápoles. Éste es mi superior, el comisario Ricciardi. Lo acompañamos en el sentimiento.
El hombre lo miró absorto, como si no hubiese entendido lo que Maione acababa de decir. Después soltó una carcajada.
—¡Ésta sí que es buena! Sabrán disculparme, señores, pero es realmente buena. El sentimiento, ¿dice? ¿Me dan el pésame?
Maione miró a Ricciardi, estupefacto. El comisario miraba a Ettore; no había cambiado de expresión. Cuando dejó de reír, el hombre siguió diciendo:
—Discúlpenme. Soy realmente imperdonable. Siéntense, por favor. ¿Desean tomar algo? ¿O tal vez comer algo?
Se acomodó en una silla de hierro forjado, colocada junto con otras dos alrededor de una mesita de azulejos. En el centro había una jarra de café y un plato con panecillos dulces y mermelada. Con aire de disculpa añadió:
—Un desayuno tardío. Me temo que me dormí de madrugada; acabo de levantarme. ¿En qué puedo ayudarlos?
Los policías se sentaron. La actitud del hombre era decididamente fascinante y el ambiente, agradable. Las plantas recién regadas proyectaban sombra y despedían una fresca humedad. Al rincón de la mesa no llegaba el zumbido de insectos que se oía en el resto de la terraza. Intuyendo lo que Ricciardi pensaba, Ettore dijo:
—Muy bien, comisario. Lo ha notado, ¿eh? Para que los insectos no molesten basta con saber qué plantas colocar donde uno decida sentarse. Es suficiente con evitar las flores, que son hermosas incluso de lejos y el perfume llega igualmente.
Mientras hablaba se había servido un panecillo, lo había untado con confitura y se lo estaba comiendo muy a gusto. Maione notó que desaparecía la instintiva simpatía que le había causado Ettore.
—¿Puedo preguntarle el motivo de su carcajada, señor duque? —dijo finalmente Ricciardi—. No he captado la gracia en la frase del sargento. Tal vez se deba a mi escaso sentido del humor.
Ettore se contuvo primero pero luego rió otra vez, esparciendo fragmentos de pan en la mesita.
—Tendrá que disculparme otra vez. El motivo es simple: la muerte de la… de la esposa de mi padre ha sido quizá la mejor noticia que he recibido en los últimos años. Por eso, al oír que me daban el pésame me pareció ridículo, así de simple.
Ricciardi lo miraba fijamente a los ojos. Quería asegurarse de lo que sentía.
—¿Cómo es eso? La noticia de una muerte, de una muerte violenta, además, y de una mujer todavía joven, ¿cómo puede ser buena, señor conde?
Ettore agitó la mano en el aire, como para desechar algo superfluo.
—Por favor, comisario, por favor. Llámeme Ettore, o Musso; pero déjese de títulos. Los siento muy lejos de mí, créame. ¿Cómo puede ser, pregunta? Es bien simple: yo odiaba a esa mujer. La odiaba con todo mi corazón y con toda mi alma. ¿No se lo han dicho?
Siguió un momento de incómodo silencio que Ettore utilizó para continuar comiendo tranquilamente y sorbiendo con gracia su café. A Maione y a Ricciardi les pareció increíble que, al día siguiente de un homicidio ocurrido en su propia casa, Ettore confesara con tanta candidez el odio que le inspiraba la víctima. Aquél hombre, concluyeron ambos, debía de tener una coartada de hierro.
—¿Puedo preguntarle dónde estaba la noche del sábado al domingo, entre las doce y las dos? —inquirió Ricciardi.
Siguió otro momento de absorto silencio. Ettore se limpió la boca con una servilleta, se levantó y se estiró. Se acercó a una abertura en el seto por la que se veía la plaza; solo había un grupo de niños, jugando despreocupados del calor y del sol.
—Ustedes mismos me enseñan que ésta es una ciudad extraña. Aplastada entre el mar, las colinas y la montaña, sigue creciendo sobre sí misma. Las callejuelas se estrechan, los edificios se levantan. Uno encima del otro, si es preciso, con tal de no alejarse. Y así estamos todos en permanente contacto, sin sosiego. Nadie está solo. ¿Quiere saber por qué la odiaba? Es simple. Porque no tenía nada en común conmigo, con el débil de mi padre y, sobre todo, con mi madre, cuya memoria ha manchado con su sola presencia. Por eso.
El tono no había cambiado, seguía siendo alegre y locuaz. Como si hablara del tiempo o de sus plantas.
—Se metió en esta casa con engaños, con engaños embaucó a mi padre, con engaños se rodeó de amigos y amantes. Tomó nuestro nombre y se lo enfundó como un vestido, sin preocuparse en absoluto por quienes lo llevaron durante siglos antes que ella. Por eso no lo he utilizado más. Nos ha cubierto a todos de vergüenza con un adulterio continuado y público, trayendo a su amante, un hombre casado y con hijos, a esta casa.
Solo los gritos de los niños y las gaviotas, que volaban en perezosos círculos en el cielo, interrumpieron el silencio que siguió. Ricciardi pensaba que quienquiera que hubiese sido Adriana Musso de Camparino, ahora era un vestido viejo mal zurcido tendido sobre una mesa del depósito de cadáveres. Y que de ella no quedaba más que una imagen hecha de niebla visible solo para sus ojos, y que repetía una frase sin sentido y sangraba por un agujero en la frente.
—¿Dónde estaba usted el sábado por la noche? —repitió Ricciardi.
Ettore continuó hablando como si no lo hubiese oído:
—Como comprenderá, cualquiera en mi lugar la habría odiado. Para no verla me instalé aquí arriba. Y desde aquí arriba contemplo esta ciudad y a quienes la pueblan, y me ocupo de mis plantas. Y aprendo mucho. Vivimos tiempos grávidos, comisario. Tiempos que serán recordados para siempre. El destino está a punto de cumplirse, resulta evidente a todos, basta con leer, observar, escuchar la radio. Ésos niños de allá abajo no lo saben, pero habrá quien los guíe hacia el sol, serán amos de la historia. Viven como pequeños animales, como el padre y la madre que ni siquiera están en condiciones de comprender si están vivos o muertos. Pero deben estar en su lugar. Basta con que cada cual ocupe su lugar. Que cada cual interprete su papel. En el mundo de mañana no hay lugar para el engaño; por tanto, tampoco hay lugar para mujeres como ésa a la que no lloramos, la difunta esposa de mi padre.
Maione sudaba en silencio debajo del sombrero. Pensaba que ya nadie se avergonzaba de decir según qué cosas, ni siquiera delante de dos desconocidos. Y que el hecho de que vistieran uniforme, al menos él lo llevaba, hiciera pensar a gente como Musso que también eran fanáticos del régimen. Pensó, además, que toda esa cháchara sin sentido era un intento por desviar la atención de la pregunta del comisario que, sin embargo, no se dejaba distraer.
—Señor, le he hecho una pregunta. Le ruego que me conteste.
Ettore le dio la espalda al seto por donde contemplaba la calle y miró a Ricciardi a la cara. Ya no sonreía.
—No la maté yo, por desgracia, si es eso lo que quiere saber. Debería haberlo hecho y tuve mil ocasiones en estos diez años. Sabe Dios que no fue por falta de ganas. Pero no la maté yo. Tal vez por miedo, tal vez por coraje. No lo sé. Y cuando murió, si murió la noche del sábado al domingo, yo no estaba en casa. Regresé al amanecer, y subí directamente aquí.
Maione parecía dormitar, como le ocurría siempre que se concentraba al máximo. Preguntó:
—Permítame una pregunta, ¿tiene usted una pistola? O, que usted sepa, ¿tiene una su padre? En una palabra, ¿hay armas en la casa?
—No. En esta casa no hay armas de fuego. Si no recuerdo mal debe de haber un sable en algún sitio, mi padre era oficial. Pero pistolas, no.
El silencio siguió a las palabras de Ettore. Los insectos dejaron al fin de zumbar un instante.
—¿Y dónde estuvo usted esa noche?
El hombre sostuvo la mirada transparente de los ojos de Ricciardi.
—Eso, comisario, no es asunto suyo. Si no se le ofrece nada más, yo debo volver con mis plantas. Buenos días.
Al cruzar de nuevo el estudio, Ricciardi reparó en una gran fotografía amarillenta y coloreada a mano, enmarcada y colgada en un lugar de honor encima del escritorio. Una mujer anciana de mirada altiva, nariz aguileña como la de Ettore y la misma línea de la boca. Entre las manos entrelazadas bajo el pecho sostenía un rosario.
En el anular de la mano izquierda destacaba un anillo de oro con un escudo heráldico.