A la mañana siguiente, al cruzarse con Maione y Ricciardi que iban al palacio Camparino a interrogar a los duques, nadie habría notado diferencias sustanciales en la expresión de ambos: sombrío y callado el comisario, sudado y cabreado el sargento. En realidad, el humor de ambos había empeorado notablemente.
Maione había tenido una pesadilla. En ella Lucia le servía unos platos rebosantes de macarrones con ragú al maldito verdulero Ciruzzo, mientras reía y le decía que debía restablecerse porque estaba demasiado flaco. Detrás de la puerta cerrada veía a la perfección, como suele ocurrir únicamente en los sueños, a Filomena que lloraba y le imploraba que comiera lo que le había preparado expresamente; en el sueño no aparecía lo que había en el plato, pero se notaba un aroma celestial. La noche anterior, haciendo gala de una heroica falta de apetito, Maione se había comido solo dos melocotones, en el sueño se negaba a probar bocado y se quedaba mirando con cara de afligido la comida del odiado Di Stasio.
La pesadilla profundizó tanto el hambre como la rabia del sargento, que por la mañana había intentado ponerse otra vez el uniforme de verano sin conseguirlo. Por ello, ahora recorría la via Medina solo en apariencia del mismo humor que el día anterior, porque en realidad estaba que se lo llevaban los demonios.
En cambio, en Ricciardi dominaba la perplejidad. Se encontraba ante una emoción del todo nueva, y no tenía la menor idea de cómo manejarla.
A diferencia de Maione, él no había tenido pesadillas, sencillamente porque no había pegado ojo en toda la noche. La imagen de Enrica sonriente, mientras un desconocido le susurraba al oído palabras dulces, no le daba tregua. Ésa parte de él que había insistido en mantener las distancias, consciente de la imposibilidad de tener una relación normal, le planteaba en voz alta sus razones; pero el comisario sospechaba y temía que fuese demasiado tarde; en cierto modo, eso lo aterrorizaba.
Contemplaba fascinado la emoción que había sentido y cuyo eco había resonado en su pecho la noche entera. Un malestar físico, tangible; no mental como siempre había imaginado que sería las mil veces que había oído hablar de él a los suicidas y los asesinados por amor. En realidad, se trataba de un dolor detrás del estómago, en un punto indefinido debajo de los pulmones, que se reflejaba en la respiración y el intestino. Una punzada violenta y constante que, si tratabas de distraerte, reclamaba de inmediato tu atención, impidiéndote, de hecho, pensar en otra cosa.
La sensación era tan irracional que no le permitía enfrentarse al problema como hacía con el trabajo. Repetía para sus adentros: si siempre has pensado que no podías acercarte a Enrica, que debías protegerla de tu dolor y tu absurda naturaleza, ¿cómo te atreves ahora a sufrir como un perro por haberla visto con otro? ¿Qué sentido tiene este sufrimiento tuyo?
Ningún sentido, se contestaba. Pero no por ello, dolían menos las dentelladas detrás del estómago en algún lugar debajo de los pulmones.
Enfrascados en sus propios malestares, ninguno de los dos hombres había notado el estado del otro; los guardias que los vieron salir de la jefatura lo captaron al vuelo e intercambiaron un guiño: mal día, muy mal día.
Durante el trayecto, Ricciardi se cruzó con el muerto a golpes que lanzaba su invectiva contra sus asesinos:
«Bufones payasos, no sois más que cuatro bufones payasos. Cuatro contra uno, vergüenza debería daros, bufones payasos».
El comisario se apesadumbró todavía más. Pensó: podrías haber vivido una vida normal, tener mujer, hijos. Podrías haber comido y bebido, reído y bromeado. Por las noches, podrías haberte sentado en un sofá y susurrarle palabras dulces a una muchacha. Pero mírate dónde estás, muerto a golpes solo por darte el gusto de provocar a un imbécil armado con una porra. Qué desperdicio, qué maldito desperdicio.
La puerta del palacio estaba entornada, según la costumbre cuando había luto. De la hoja cerrada colgaba un cartel que decía:
POR LA MUERTE DE LA SEÑORA
DUQUESA ADRIANA MUSSO DE CAMPARINO.
Sciarra, el vigilante, barría el patio tratando de mantenerse en la zona donde había sombra a pesar de que ya estaba limpísima. Tras cada golpe de escoba debía subirse las mangas de la bata, que le cubrían las manos. Cerca de él, los dos niños del día anterior comían dos enormes trozos de pan con queso. En cuanto el hombre vio a Ricciardi y a Maione, fue a su encuentro con su característica forma de andar a saltitos.
—Comisario, sargento, buenos días. ¿En qué puedo servirlos?
Maione no perdió tiempo en formalidades, visiblemente irritado al ver a los niños dándose un atracón.
—Acompáñanos dentro. Queremos hablar con el duque y su hijo.
—Antes quiero ver el dormitorio de la duquesa —intervino Ricciardi—. ¿No está el ama de llaves?
—Sí está, comisario, la llamo enseguida.
—Una cosa, Sciarra. ¿Dónde estabas tú la otra noche, cuando ocurrieron los hechos?
El vigilante abrió los brazos dejando que las mangas colgaran.
—¿Y dónde iba a estar? En la planta de arriba, en casa, vigilando a estos dos diablos.
—Si papá no vuelve y nos da de comer, nosotros no nos vamos a la cama. ¡Comemos solo cuando está papá! —aclaró el mayor sin dejar de masticar.
Maione hizo una mueca y comentó:
—Entonces papá está siempre, porque todas las veces que os he visto estabais comiendo.
—Qué le vamos a hacer, sargento. Son dos lobos, no son criaturas. No sé a quién habrán salido. Esperen aquí, voy a llamar a Concetta.
Ahí llegan. Los veo bien a los dos, el gordo sargento de uniforme y el otro, el flaco, el comisario. Hablé con Concetta y me contó lo que le preguntaron ayer.
Me sorprendió, creía que ayer iban a hablar con nosotros, conmigo y con el viejo cadáver. Pero no, se fueron. Habrán querido dejar que nos cociéramos en nuestro propio caldo. Pero yo no me he cocido, aunque haga un calor infernal. Me quedé tranquilito, aquí en la terraza, ocupándome de mis plantas. Sin cambiar el gesto, sin pronunciar una palabra innecesaria.
No por las sospechas, no es por eso, sino porque no he querido que de ningún modo ayer y hoy fuesen días distintos. No pasó nada. ¿Acaso pasa algo cuando en los callejones sucios muere una rata de albañal? ¿Acaso pasa algo cuando los niños matan a pedradas a una perra vagabunda? No. No pasa nada. La vida sigue igual, cada uno en su lugar. Cuanto más grande es el dibujo, menos cuentan los detalles. Y aquí no ha pasado nada de nada.
Bueno, tanto como nada de nada, no, para ser sincero. He recuperado el anillo.
Concetta surgió silenciosa en lo alto de las escaleras; esta mujer, pensó Maione, tiene la capacidad de aparecer y desaparecer sin que nadie la vea. Y eso que es grande y corpulenta.
—Buenos días, señores. Estoy a sus órdenes.
Ricciardi la miró como si acabara de despertar de un sueño.
—Buenos días. Debemos hablar con el duque y con su hijo, pero antes quisiera echar un vistazo al dormitorio de la duquesa. ¿Puede acompañarnos?
—Por supuesto, comisario; todavía está como lo dejó la duquesa, como bien sabe usted, no le dio tiempo a retirarse. Pasen.
Entraron en el gabinete. Ricciardi se encontró de frente con la imagen de Adriana de Camparino que, con la mirada perdida, repitió:
«El anillo, el anillo, has quitado el anillo, me falta el anillo».
Intentaremos encontrarlo, pensó él.
Siguieron el paso silencioso de Concetta Sivo, a través de una larga secuencia de habitaciones. Olía a limpio y el orden era extremo, pero la impresión era de un lugar sin vida. Pasaron por una larga sucesión de salones, todos ellos tapizados de un color diferente. Atravesaron también una capilla, dominada por un altar con un relicario con aspecto de muy antiguo. Concetta se detuvo, se arrodilló y se persignó rápidamente. Maione se quitó el sombrero e inclinó la cabeza, Ricciardi se detuvo a observar una parihuela sobre ruedas. Siguiendo su mirada, el ama de llaves dijo:
—La usa el duque cuando viene el cura a celebrar misa.
Inmediatamente después los hizo pasar a una amplia habitación, en cuyo centro había una cama de dos plazas con baldaquín y mosquitera. Predominaba el color rosa palo: los cortinajes de seda, los grandes cojines, la tapicería del sofá y de los sillones en un rincón. La puerta ventana daba a un balcón y a la plaza.
Los cuadros y las fotografías celebraban la belleza de la duquesa, retratada en todo tipo de poses: al volante de un automóvil deportivo, con traje largo, vestida de novia. El cuadro que descollaba en la pared frente a la cama la mostraba bellísima y semidesnuda, cubierta por una sábana que ella sujetaba con una mano sobre el pecho. La mujer había sido consciente de su belleza y le había sacado partido.
Ricciardi pensaba en la muerte, en cómo se había presentado la mujer ante sus ojos. Las imágenes del dormitorio permitían deducir que en vida la duquesa había prestado mucha atención a su aspecto: el maquillaje cuidado, el cabello marcado, los vestidos planchados. En la otra imagen, para su uso exclusivo, además del agujero en la frente, se veía el colorete esparcido por efecto de la presión del cojín sobre la cara como la paleta de un pintor, el bonito traje de seda ajado, una media a medio quitar. El último ultraje. La muerte desordena.
El olor que flotaba en la estancia era el mismo perfume que había percibido en el gabinete, mezclado con el de la cordita: una esencia floral más bien pesada. La elección, reflexionó el comisario, reflejaba la verdadera naturaleza de la duquesa, rica pero de orígenes no refinados. Las amigas y las propietarias de las boutiques pueden ofrecer consejos sobre los trajes, pero el perfume es una elección demasiado personal.
Por la disposición de los objetos se deducía que la mujer había salido con prisas, dejando el tocador desordenado y el armario entreabierto. Adelantándose a sus pensamientos, Concetta, que se había quedado en la puerta, susurró:
—Siempre lo dejaba todo patas arriba, la duquesa. Total, sabía que después nosotras se lo ordenábamos. Ahora, no sé por qué, me causa impresión entrar aquí. En el gabinete no, y eso que todavía hay sangre en el sofá, que no se va con nada. Pero aquí, sí.
Ricciardi hizo una seña a Maione, que abrió los cajones de la cómoda. En el primero, sobre una pila la ropa interior, a plena vista, un montón de cartas atadas con una cinta azul. Tras echarles una rápida ojeada, el sargento las sopesó en la mano.
—Todas firmadas con un «tuyo, Mario». No parece que a la señora le preocupara mucho que alguien las viera.
Concetta no se mostró sorprendida. Se encogió de hombros.
—¿Y quién iba a verlas? El duque y el señorito jamás han puesto los pies en esta habitación. Yo no miro estas cosas y Mariuccia no sabe leer. Podía haberlas colgado de las paredes y nada habría cambiado.
Ricciardi notó la desaprobación en las palabras más que en el tono. Le pareció que se trataba de sarcasmo y no de resentimiento. Aunque nunca se podía estar seguro.
—Si el duque y su hijo no venían aquí, ¿quién más entraba en esta habitación aparte de la duquesa?
Concetta lanzó una mirada elocuente a las cartas que seguían en manos de Maione y luego dijo:
—¿Y yo cómo voy a saberlo, comisario? Cuando llega cierta hora, me voy a dormir, ya se lo he dicho. Y la señora guardaba las llaves del candado.
Entendido, pensó Ricciardi. «Tuyo, Mario» tenía acceso al dormitorio además de al corazón de la hermosa duquesa.
—De acuerdo. Aquí dentro no toque nada hasta que se lo digamos. Ahora vaya a decirle al duque que queremos verlo.
Tras una noche insomne, dominada por el pensamiento de que Ricciardi la había esperado en vano en la ventana, Enrica se levantó triste y decidida. Si su dulce carácter y la educación recibida le habían impedido mostrarse descortés con los invitados durante la velada de la víspera, ahora estaba decidida a hablar claramente con sus padres y decirles que Sebastiano no solo no le interesaba, sino que en adelante les prohibía que a sus espaldas urdiesen tramas, aunque lo hiciesen por lo que consideraban su propio bien. Sin embargo, al intuir sus intenciones, su madre había salido al amanecer dejando dicho a la criada que iba a ver a una tía monja, mientras su padre se había marchado a la tienda por lo menos una hora antes de lo habitual.
Está bien, pensó Enrica. Entonces iré a verte yo, querido papá; tengo muchas ganas de oír qué tienes que decirme.
Pese a todo no se olvidó de sus quehaceres, y después de haber puesto orden, hecho la compra y dejado instrucciones para la comida, se vistió, cogió el sombrero y se dirigió hacia la tienda de la via Toledo.