Giulio Colombo se anudó la corbata delante del espejo con visible enfado. Lo peor de todo era que no podía tomarla con nadie más que consigo mismo.
Ésa noche, al regresar a casa, cuando su Enrica lo recibió como tenía costumbre para pedirle el sombrero, el bastón y el beso en la frente, no había tenido valor de mirarla a la cara. Durante todo el trayecto había tratado de convencerse de que lo que había hecho era por el bien de su hija, pero no conseguía quitarse la desagradable sensación de haberle jugado una mala pasada.
Las cosas fueron así: esa mañana, cuando su mujer se le había presentado en la tienda para plantearle la necesidad de hacer algo para ahorrarle a Enrica un terrible destino de indigencia y soledad, no había tenido fuerzas para plantarle cara y se había dejado convencer.
A unos metros de su tienda había otra donde vendían telas; al frente del comercio estaban su viejo amigo Luciano Fiore y Rosanna, su esposa. La pareja, decididamente acomodada, tenía un único hijo, Sebastiano, de veintiocho años y todavía soltero. Ésa circunstancia se debía al hecho de que para sus padres, sobre todo para su madre, todas las muchachas le parecían inadecuadas por motivos de belleza, salud o patrimonio. En realidad, Giulio sospechaba que a ninguna le gustaba el muchacho, fatuo y vanidoso, que vivía tan bien a expensas de su familia que no estaba muy dispuesto a formar la suya propia. Así se lo había hecho saber Giulio a su esposa, que lo acusó sin medias tintas de no tener valor de enfrentarse a la cuestión. Por ello había tirado la toalla y había ido a la tienda de Fiore a invitarlo a cenar con su mujer y su hijo esa misma noche. La esposa de su amigo se había hecho cargo de la situación y había aceptado entusiasmada; en realidad, hacía tiempo que pensaba en lo oportuno de la unión e imaginaba un único e inmenso negocio de sombreros y telas dirigido por su hijo.
A Giulio, Rosanna Fiore le resultaba cordialmente antipática, igual que su hijo, con el que había coincidido unas pocas veces. Según él, el pobre Luciano era víctima constante del carácter de su mujer. Después consideró que tal vez él mismo se encontraba en una situación similar, y la reflexión empeoró su humor más que negro. Hacía calor, mucho calor, y el hecho de tener que ponerse chaqueta y corbata también por la noche en su casa no contribuyó a mejorar la situación.
Una vez más se preguntó por qué se había dejado convencer para organizar ese engaño en contra de su dulce Enrica.
Maione subía la empinada callejuela que llevaba hasta su casa. El día había sido largo y difícil, agravado por el tremendo calor que incluso en ese momento, cuando ya había oscurecido, no daba tregua. Pensaba en lo que Nenita le había contado de Capece, y en cómo el amor llevaba a la pasión y ésta a la rabia, y la rabia a la sangre. Lo que había comentado Modo, sobre el hecho de que antes de morir alguien había pegado a la duquesa, coincidía con la historia de lo ocurrido en el teatro.
En cierto sentido, incluso el torpe intento de acomodar a la duquesa como si estuviese durmiendo era un acto de respeto póstumo; el sargento se había acostumbrado a aceptar las contradicciones de los asesinos pasionales, que primero mataban sin piedad y después tenían para con sus víctimas muestras de ternura.
Mientras así reflexionaba oyó que lo llamaban y le dio un vuelco el corazón; recordaba demasiado bien esa voz profunda y musical.
—Buenas noches, Filomena. ¿Cómo está? —contestó.
La mujer se encontraba de pie, a la entrada del estrecho Vicolo del Fico, bajo un templete votivo con una antigua imagen de la Virgen pintada en la pared.
—Como la Virgen quiere, sargento. Ya ve, me ocupo de que no le falten flores y velas; de vez en cuando le enciendo una y ruego por el bien de mis seres queridos. También por usted, que no me olvido de la ayuda que me prestó.
Acompañó las palabras acariciándose brevemente el lado desfigurado del rostro, que permanecía en la sombra. El otro perfil, ligeramente iluminado por la farola, era como Maione lo recordaba, de una belleza desgarradora.
—Faltaba más, Filomena. Es mi deber ayudar a la gente. Y con usted también fue un placer, ya lo sabe. Me hubiera gustado hacer más, la verdad. ¿Qué tal se encuentra Gaetano, su hijo?
—Bien, gracias. Ya no está como aprendiz, ahora trabaja con el capataz, dice que es bueno. Ocupa el lugar del padre de Rituccia, ¿se acuerda de ella? La niña que vivía aquí cerca y que ahora vive con nosotros.
Maione la recordaba bien: una niña seria, con la mirada afligida e inquietante. La había conocido a raíz de los acontecimientos con los que se había topado unos meses antes, una mañana de primavera, cuando tuvo que restañar la herida que había desfigurado la cara de la mujer. En un momento de vértigo, el sargento revivió la emoción nueva y profunda que le había proporcionado visitar a Filomena.
—¿Quiere quedarse a cenar? Le preparo algo ligero, unos macarrones con tomate y albahaca. Recuerdo que le gustan, ¿o me equivoco?
Maione oyó con claridad su propio estómago rezongar como un trueno lejano.
—No, gracias, Filomena, tengo el estómago un poco pesado, así que hoy prefiero saltarme la cena.
En la semipenumbra la mujer se le acercó y lo miró fijamente a la cara.
—Ay, Raffaele, ¿se encuentra bien? Lo noto pálido, con mala cara y más delgado. No haga que me preocupe, sabe que le tengo mucho aprecio.
Maione no habría podido pedir un cumplido mejor. Más delgado. Como si le hubiese dicho que le habían salido alas y la aureola.
—Que no, que no, solo faltaba, es que el de hoy ha sido un día largo, muy largo. Quizá estoy un poco cansado.
Filomena lo miraba preocupada con la cabeza ligeramente inclinada sobre el hombro. Era hermosísima. De repente, alargó la mano hacia la cara de Maione y lo acarició. La mano le pareció fresca y ligera como una ráfaga de viento. Se tocó apenas la visera del sombrero y huyó, sintiéndose un cobarde, como cada vez que se cruzaba con ella.
Rosa Vaglio era una de esas mujeres de otros tiempos que daba rienda suelta a su afecto cocinando. Y como había nacido muy pobre, para ella, cuanto más se amaba, más había que nutrir, añadiendo condimentos. Y como ella amaba a Luigi Alfredo Ricciardi más que a nada en el mundo, le preparaba unos platos que habrían matado a un toro, si el toro se hubiese arriesgado a probar sus berenjenas a la parmesana.
Lo había visto por primera vez cubierto de sangre, en manos de la comadrona, con sus preciosos ojos verdes aún cerrados. Lo había tenido en brazos antes que su pobre madre, la dulce baronesa Marta, que se había ido hacía ya muchísimos años. Y lo había visto jugar mil veces, mientras tejía o lavaba la ropa y con un ojo vigilaba que no corriera peligro, silencioso y temerario como había sido siempre.
Había velado su sueño inquieto preguntándose con qué cosas terribles soñaba cuando lo veía estremecerse y murmurar. Le había besado mil veces la frente para comprobar si tenía algunas décimas de fiebre que ella notaba de forma infalible. Al morir su madre, e incluso antes, se había convertido en la inflexible administradora del sustancioso patrimonio de la familia, por el que Ricciardi no sentía interés alguno; con su letra de trazo grueso y sin gracia, era ella la que llevaba la correspondencia con granjeros y aparceros; no se le escapaba detalle y guardaba hasta el último céntimo para poder rendir cuentas cuando Luigi Alfredo despertara de esa obsesión de trabajar de policía y se decidiera de una vez por todas a asumir su papel como barón de Malomonte y formar una familia.
La verdadera y gran aflicción de la tata Rosa era la familia. Pocos conceptos firmes albergaba su mente, y uno de ellos era que una vida sin hijos no podía considerarse completa. Había dedicado su vida a Ricciardi, que para ella era como haber tenido más de diez hijos por las penas y las preocupaciones que le causaba con su obstinada soledad; se negaba a aceptar que él deseara la extinción del nombre de su familia. En incontables ocasiones, y aun a riesgo de resultar petulante y obsesiva, había tratado de animarlo a que saliera y conociera muchachas, obteniendo por respuesta una caricia y un encogimiento de hombros. Incluso había llegado a pensar que su muchacho fuera de esos que no se interesan por las mujeres, pero el corazón le decía que no era así, que el problema estaba en que no se sentía preparado. Solo debía llegar el momento adecuado.
Y ahora, después de tantos años, mientras ponía en la mesa una pirámide de macarrones rellenos al horno con abundantes ingredientes, Rosa pensaba que el momento había llegado al fin. Hacía tiempo se había dado cuenta de que cuando se asomaba desde su alcoba para mirar a la muchacha que vivía enfrente, Ricciardi la saludaba de manera fugaz con la mano. Obviamente, él no sabía que por una rendija que había en la jamba de la puerta ella espiaba lo que ocurría en el cuarto; ¿cómo, si no, hubiera podido saber que se encontraba bien cuando se encerraba allí?
Y desde su ventana había visto que la muchacha le contestaba con una leve inclinación de la cabeza. El hielo comenzaba a disolverse. Por otra parte, con ese calor el hielo no tenía escapatoria, pensó Rosa. Y sonrió.
Como de costumbre, Ricciardi empezó a notar el olor de la comida de Rosa unos doscientos metros antes de llegar a casa. Era consciente de tener el olfato muy desarrollado, pero se preguntaba cómo era posible que los vecinos no protestaran por la pestilencia del aire de la que su tata era responsable. Pese a todo, debía reconocer que los olores provenientes de su casa no eran peores que la podredumbre que el calor arrancaba de los callejones cercanos. No había escapatoria.
A lo largo del trayecto, desde la fonda donde había hablado con Modo hasta su casa, siguió rumiando la información que el médico le había facilitado. Estaba claro que el asesino era un conocido de la duquesa: el cerrojo no forzado, las llaves guardadas nuevamente en el cajón, nada roto entre los innumerables adornos del gabinete. Pero hubo una pelea, un forcejeo, lo probaban las marcas en el cuerpo de la víctima; y el cojín presionado con fuerza sobre su rostro, sin duda para evitar que la duquesa gritara. Quizá Maione tuviese razón; antes de marcharse para su casa le había dicho que creía que el asesino había sido quien había puesto en orden el cuerpo, por respeto, por amor.
Por amor. Cuántas cosas extrañas y absurdas había visto hacer por amor. Y qué falso, pensaba mientras comía bajo el ojo vigilante de Rosa, era ese sentimiento que se infiltraba entre los pliegues de los pensamientos infectando el alma. Había luchado contra él y seguía luchando, pero no podía dejar de pensar con ansiedad creciente en su inocente cita vespertina, y en el fugaz saludo que intercambiaba con la vecina de enfrente. Habría sido incapaz de decir si era mejor o peor que antes, cuando la observaba a escondidas y la veía bordar con el único fin de absorber su normalidad, como si se tratase de una tisana benéfica.
No sabía nada del amor. Pero si hubiese tenido que hablar de él, habría dicho que era obligatorio proteger del daño al objeto amado, aun cuando el mal se encuentre precisamente en quien ama. Sobre todo si el mal se encuentra en quien ama. Por tanto, en su caso, si lo que sentía por Enrica era amor, debía mantenerla alejada de su maldición, del dolor salvaje y terrible del que era portador.
Era ése el motivo por el cual no se le acercaba, por el que no buscaba una manera de conocerla, para hablarle mirándola a los ojos o sosteniendo su mano. Así había sido durante más de un año, hasta que el azar los había puesto frente a frente. Y ahora esa emoción pura y amable, vivida a una distancia de seguridad, se había envenenado con el olor de su piel. Ricciardi se pasaba veintitrés horas al día deseando regresar a la anterior situación de punto muerto, insatisfactoria sin duda, pero al menos tranquilizante.
Y durante una hora, esa hora, hubiera de buen grado cruzado volando los cinco metros que lo separaban de ella para abrazarla y besarla mil veces. Y esa hora había llegado.
Con el corazón en la boca, tras cerrar la puerta de su cuarto, Ricciardi se acercó a la ventana.
Enrica estaba desesperada y furiosa. Le habían tendido una trampa, sin pedir su parecer ni su opinión. Durante toda la velada había intentado cruzar una mirada con su padre, pero él había puesto mucho cuidado en desviar la vista con tal de no fijarla en la cara de su hija. En cuanto a su madre, ¿qué decir? Estaba perfectamente a sus anchas en el papel de dueña de la casa y no paraba de alabar las cualidades domésticas de Enrica.
Le resultaron insoportables los dos amigos de su padre, una pareja mal conjuntada en la que la esposa era una arpía aduladora y prepotente y el marido un pobre hombre anodino, casi mudo. En cuanto al hijo, era ése el principal motivo de su rabia. Un hombre insulso, desagradable, ignorante; no sabía hacer otra cosa que hablar sin pausa de ropa, automóviles y frivolidades, conversaciones que no podían estar más alejadas de sus intereses.
Era cosa de su madre, estaba segura. Había decidido pasar a la ofensiva tras años de lloriquear sobre la necesidad de buscarle novio. En los últimos tiempos se había vuelto cada vez más insistente, pero Enrica no la creyó capaz de llegar a tanto: ¡llevarle uno a su casa y sin preguntárselo siquiera! La educación y los condicionamientos sociales le impedían ser descortés, pero nadie podía obligarla a ser agradable. De modo que había guardado silencio durante toda la cena, servida como gran acontecimiento en el salón; las horas habían pasado lentas, con la cháchara ininterrumpida de ese petimetre resonándole en los oídos, teniendo que soportar las continuas invitaciones de su madre a participar en la conversación y aguantar los cumplidos de la arpía, pero qué muchacha más guapa, qué bonitas manos, qué bonita sonrisa. Por favor, qué asco.
Y además, estaba desesperada porque ya eran las diez y los invitados no daban muestras de disponerse a marcharse. Y ella no podía estar en la ventana para ver al único hombre al que le interesaba escuchar, si se hubiese dignado hablar.
Ricciardi se pasó media hora mirando atentamente la ventana a oscuras de la cocina. Su desilusión fue en aumento unida a la preocupación por la salud de Enrica; estaba convencido de que no hubiera faltado a la cita de no mediar un motivo relevante como una desgracia, y lo apenaba no saber.
Cuando se disponía a abandonar e irse a la cama, con el rabillo del ojo vio un haz de luz en la esquina del edificio de enfrente; en otra habitación de la casa de los Colombo había una lámpara encendida. Una parte de él se horrorizó ante el impulso de ver quién había y qué ocurría, de entrometerse en la vida de una familia como si fuese el más redomado de los chismosos; y venció la otra parte.
Se justificó pensando que solo quería asegurarse de que Enrica se encontraba bien y calculó rápidamente desde qué ventana de su propia casa podría ver mejor la habitación iluminada; consternado, comprobó que se trataba del dormitorio de su tata.
Rosa se disponía a acostarse tras haber rezado el rosario con las invocaciones a los santos. Llevaba el pelo recogido con una cofia, un camisón largo abrochado desde el cuello hasta los pies e iba a taparse con la sábana cuando oyó llamar a su puerta.
—¿Quién es? —preguntó absurdamente.
—Soy yo, quién quieres que sea, si en esta casa solo estamos tú y yo —dijo Ricciardi.
—¿Qué le pasa, se siente bien?
—Sí, estupendamente, no te inquietes. Solo quiero ver algo desde tu ventana, ¿puedo pasar?
—Entre, entre, faltaba más.
Y Rosa vio a Ricciardi abrir la puerta; lo vio lanzarle una mirada culpable; lo vio acercarse a toda prisa a la ventana, farfullando algo sobre no sé qué movimiento sospechoso había visto en la calle; lo vio quedarse un largo rato aferrando el antepecho con las manos, mientras contenía el aliento; lo vio apoyarse en la pared como si le hubiese dado una especie de vahído; lo sintió gemir despacio; cuando se volvió, lo vio mortalmente pálido, mientras se mordía el labio; y lo vio salir de la habitación y cerrar la puerta tras haberle dicho:
—Nada, no era nada, me he equivocado. Buenas noches.
Entonces Rosa se incorporó en la cama apartando despacio la sábana, se levantó y fue a la ventana; y vio a cierta muchacha sentada muy digna en un sofá, rígida como si se hubiese tragado una escoba, al lado de un joven bien vestido y sonriente que le susurraba al oído.
Al principio se preocupó. Luego pensó que el hielo tarda menos en disolverse si debajo se enciende un buen fuego.
Y sonriendo se metió otra vez en la cama.