Ésta es la peor hora. En la que el sol no tiene ningún respeto por los que no pueden guarecerse, no perdona. Yo debo ayudaros, traslado a la sombra a aquellas de vosotras que puedo trasladar, los geranios, las begonias. Ay, a los setos de jazmines, buganvilla, hiedra solo os puedo mirar y ver cómo consumís las reservas, el agua que os he puesto esta mañana. Debéis quedaros donde estáis. En vuestro lugar. Cada cual tiene su lugar.
¿Y el mío cuál es? Aquí, con vosotras. En este palacio vacío, cuartos y más cuartos desiertos, silencio y más silencio. Un palacio lleno de fantasmas. Él también es un fantasma. Mi padre. No lo recordaba así, agonizando en su lecho, enzarzado en una batalla perdida. Lo recuerdo grande y fuerte, riendo feliz con mamá. Mamá. Mamá. Qué palabra encantada que no pronuncio con la boca sino con el corazón mil veces al día.
Mamá, tú lo sabes. Sabes que lo más importante es el amor. Es el amor el que te da el lugar que debes ocupar. Siempre me decías que el amor es la verdadera casa, la patria. Pero nunca me explicaste qué hacer si ese amor es el equivocado.
Ahora ella está muerta. Muerta, mamá. Como tú. Como mi padre, aunque siga agonizando. Y tal vez como yo y mi amor equivocado.
Abro el cajoncito del secreter, el de resorte, el oculto. Cojo el anillo. Tu anillo, mamá. Lo limpio otra vez, que no le quede rastro de su sangre sucia. Que vuelva a ser como antes.
Cuando lo llevabas en el dedo. Mamá.
Ricciardi reflexionaba sobre lo paradójico que resultaba que en los hospitales y cementerios el Asunto le reservara menos visiones. Por lo demás, tenía su lógica: eran las pasiones las que generaban las muertes violentas, no el dolor; y allí habitaba sobre todo el dolor.
Había decidido esperar el resultado de la autopsia a la entrada del depósito de cadáveres, en la parte posterior del edificio. El hospital se avergonzaba de la muerte, por eso la escondía. Suponía un fracaso, una derrota.
Grupos de personas sollozantes, rostros pálidos por el cansancio, el sufrimiento. Mujeres enlutadas sostenidas por jóvenes compungidos que, tras una pérdida, se hicieron adultos en pocas horas. Padres, hijos, esposas, maridos. Reproches, palabras jamás pronunciadas. Recuerdos.
Ricciardi se mantenía al margen, pero no podía evitar ser testigo de otro dolor. No habría sabido decir qué era peor, si el obtuso repetirse de la última emoción de los muertos o el abismo en el que se hundían los que quedaban.
La puerta del depósito se abrió y el doctor Modo salió secándose las manos con el borde de la bata manchada.
—Mira quién ha venido a traer su sonrisa a este lugar de sufrimiento. Hola, Ricciardi, bienvenido al teatro de títeres. ¿Tan ansioso estabas por volver a verme que no has podido resistirte o piensas que el ambiente del depósito te va mejor que el de la jefatura?
—Tarde o temprano alguien se dará cuenta de que es a ti a quien le va mejor el ambiente de la jefatura que el del hospital. Entonces tendré que venir a buscarte y tiraré la llave. ¿Qué tal ha ido, has terminado con la duquesa?
Modo le ofreció una amplia sonrisa.
—Tu cliente y yo hemos hablado largo y tendido. Y me ha pasado un montón de información, pero es muy, pero muy confidencial. Solo estoy autorizado a transmitirla delante de una opípara comida a la que vas a invitarme.
Ricciardi sacudió la cabeza.
—Ya lo tengo. Reticencia, el delito que me permitirá enviarte a la sombra. Con el calor que hace, incluso te hago un favor. De acuerdo, pero nos vemos cuando termine mi turno en la fonda cerca de la jefatura; espero a Maione con más información. Gratuita.
Maione no había conseguido que Nenita le pasara más datos interesantes; había tratado de averiguar algo más sobre los otros habitantes del palacio y sus costumbres, pero al parecer no había nada que su informante pudiera añadir a lo que el sargento ya conocía.
Cuando le habló de Ettore, el hijo del duque, notó una vacilación; Nenita sabía que el hombre salía casi todas las noches muy tarde, y que a veces dormía fuera de casa, pero no tenía ni idea de adónde iba. Maione había pensado que, tratándose de un estudioso, era difícil que el ambiente que frecuentaba tuviera nada en común con Nenita.
Con el terrible calor de la tarde, y más muerto de hambre que nunca, decidió reunirse con Ricciardi para ponerlo al corriente de sus pesquisas. Encontró al comisario en su propio despacho, lo estaba esperando.
Intercambiaron la crónica del día: el comisario le comentó al sargento sus impresiones sobre la conversación con Garzo, y Maione informó a Ricciardi sobre los datos recogidos en los alrededores del palacio Camparino y en casa de Nenita. Ricciardi se quedó pensativo, con los dedos entrelazados delante de la boca.
—De modo que todos están convencidos de que ha sido Capece. A veces la solución más obvia es también la más correcta, la vida no es como una novela. Debemos interrogarlo.
—Sí, comisario, pero hay que ir despacio. Ya oyó usted lo que dijo ese ignorante de Garzo, ¿no? Lo pondremos sobre aviso y es probable que mueva unos cuantos hilos y a nosotros nos pongan la mordaza.
—Tienes razón. Seguiremos el orden, al menos el que seguimos normalmente. Mañana iremos al palacio y oiremos a los duques supervivientes, a ver qué nos dicen. También porque, por lo que me cuentas, había cierta hostilidad entre marido y mujer, y entre madrastra e hijastro.
Maione se frotó la cabeza con el pañuelo.
—¿Ha tenido noticias del doctor Modo? He comprobado el casquillo con los modelos que guardamos en el archivo, es como imaginaba usted: una Beretta calibre 7.65 de la guerra, no es el modelo antiguo, sino la pistola que les dieron a los oficiales hacia el final, en mil novecientos diecisiete; todavía hay muchas en circulación. Nada en particular. Envié a dos guardias a revisar a fondo la habitación, no encontraron nada. El asesino hizo un único disparo.
Ricciardi asintió.
—El chantajista de Modo me ha dicho que me informará de la autopsia si le pago la cena. Ven tú también a la fonda, está aquí cerca, en Santa Brígida; así te enteras.
Maione palideció todavía más.
—No, dottore, no tengo hambre. Si acaso me lo cuenta mañana.
—No, insisto: cuatro oídos se enteran mejor que dos. Además, ¿desde cuándo te supone un problema cenar dos veces? Yo tampoco quiero que esta noche se me haga muy tarde. Oímos lo que Modo tenga que contarnos y nos vamos.
Maione se resignó.
—De acuerdo, a sus órdenes. Pero yo no como nada. Miro y ya ceno luego en casa.
Enrica percibía algo extraño. Su madre había regresado del paseo y parecía excitada. Había comprado flores y le había indicado a la criada que sacara la cubertería de plata y la puliera. Ella trató de averiguar por qué iban a poner la mesa con tanto esmero en un día normal y solo consiguió que su madre le contestara riéndose nerviosa y encogiéndose de hombros.
Cuando Maria se comportaba de aquel modo era inútil insistir, Enrica lo sabía bien; pero se sintió extrañamente inquieta. En un momento dado vio entrar a la mujer que solía peinar a su madre; le preguntó entonces si había una ocasión especial de la que no estaba al tanto, y su madre le contestó que había ido a peinarla a ella.
Abrió los ojos como platos y antes de que pudiera pronunciar palabra, oyó que le decía:
—Y ponte el vestido bueno. Ésta noche tenemos invitados a cenar.
En el breve trayecto de la jefatura a la via Santa Brígida, donde tenía cita con Modo, Maione y Ricciardi se cruzaron con pocos vivos y un muerto. Los primeros eran muchachos vociferantes que regresaban de la playa con las ropas en hatillos húmedos, descalzos y con el pelo mojado, y llenaban el aire de carcajadas y burlas. El muerto, que solo vio Ricciardi, se iba disolviendo despacio en el calor, embutido en una pesada chaqueta de finales del invierno.
Se trataba de un obrero caído del tejado de un edificio donde estaba reparando un canalón. Tenía la espalda doblada como el mango de un paraguas, de la boca le brotaban la sangre y estas palabras repetidas hasta la saciedad:
«Me aguanta, la cornisa me aguanta».
Las últimas palabras famosas, pensó Ricciardi como hacía cada vez que pasaba cerca de él al tiempo que apartaba la vista. Maione malinterpretó la expresión de su superior.
—¿Qué le pasa, comisario, a usted también le duele la cabeza? Éstos días a mí me da vueltas como un trompo.
Ricciardi le contestó:
—Es verdad, de un tiempo a esta parte te veo pálido. ¿Te encuentras bien?
—Sí, sí, me encuentro bien, pero estoy comiendo menos. Y con este calor…
—Entiendo, haces bien. Haga frío o calor yo siempre tengo el mismo apetito. A Modo le pasa lo mismo, como ves. Ahí lo tienes, esperándonos.
El médico ya estaba sentado a una de las mesas dispuestas en la acera, debajo del toldo, que, con su sombra, le ahorraba los últimos rayos del sol poniente.
—¡Qué bien! Ahí llega mi cena. Querido sargento, ¿usted también ha venido? Significa que me convidará con el café, no quiero hacerle un feo.
Maione sonrió.
—Buenas tardes, doctor. Lo siento, yo no soy más que un espectador, vengo a oír lo que tenga que contarnos y a verlo comer. De pagar no se ha dicho nada.
Ricciardi se sentó; le indicó al mesonero el plato de pasta al horno que descollaba delante de Modo.
—Tráigame lo mismo, por favor. Y bien, Bruno, ¿me puedes hablar de la duquesa o te quitará el apetito?
Modo masticaba con la boca llena. Negó con la cabeza.
—No hay nada en este mundo que me quite el apetito. En el Carso comía bajo las bombas austríacas, cuestión de supervivencia. Vayamos a tu cliente: una mujer muy hermosa que se mantenía estupendamente a pesar de que, así a ojo, pasara ya de los cuarenta. ¿Me equivoco?
—Cuarenta y dos, para ser exactos. Nació el quince de enero del ochenta y nueve.
—Y tenía cuerpo de muchacha, podéis creerme. Por lo que me han dicho, parece ser que era de las que hacen perder la cabeza. A ver, hablemos primero del proyectil. Lo habéis visto, le dispararon a través de un cojín. En el cerebro le quedaron fragmentos de tela e incluso de plumas en todo el recorrido de la bala hasta que se incrustó en el respaldo del sofá. Fractura del frontal, del occipital, etcétera. Seguramente el corazón seguía latiendo cuando le dispararon.
Ricciardi se inclinó hacia adelante tras captar el matiz.
—¿Qué quieres decir con eso de que el corazón seguía latiendo?
Modo rió socarronamente, siempre con la boca llena.
—Qué bonito contar con un público tan atento. Quiero decir que clínicamente la hermosa duquesa todavía estaba viva. Pero solo clínicamente.
—¿Cómo que clínicamente?
—Veamos, vuestro asesino, quizá para impedir que gritara, usó el cojín para taparle con fuerza la boca y la nariz. Y la señora ya estaba muriendo asfixiada. En la práctica, agonizaba.
Maione estaba impresionado.
—Perdone usted, ¿cómo lo sabe? ¿Por los pulmones, la garganta…?
Modo sacudió la cabeza.
—No, no, sargento, no hace falta ver lo de dentro. Se notaba por la cara. Las manchas rojas alrededor de la boca y el cuello, por ejemplo. Algunas manchitas en la parte interior de los párpados, denominadas «petequias». Se trata de venas y capilares rotos por el esfuerzo de respirar. Algo típico en las asfixias.
Ricciardi pensaba que la imagen de la duquesa, que repetía su frase sobre el anillo, tenía un buen agujero en la frente; de modo que cuando le dispararon todavía estaba viva. Y preguntó:
—Pero si murió asfixiada, ¿cómo es posible que estuviera clínicamente viva cuando el asesino le disparó?
Modo se encogió de hombros sin dejar de engullir macarrones al horno.
—Evidentemente, el asesino quería asegurarse. Cuando se mata a alguien, no siempre se es consciente de la irreversibilidad de lo que se hace. A lo mejor pensó que lo habían reconocido. O dado que la llevaba encima, quería comprobar si la pistola funcionaba. De todos modos, habían tenido una violenta pelea.
Fue Maione quien se quedó sorprendido esta vez; con esfuerzo apartó la vista de la salsa que el doctor Modo rebañaba con un trozo de pan y dijo:
—¿Cómo es eso, doctor? Si parecía que la duquesa estuviese dormida.
Modo, que había dejado el plato inmaculadamente limpio, se apoyó en el respaldo con una sonrisa satisfecha.
—A que no os lo esperabais, ¿eh? A la duquesa volvieron a colocarla bien cómoda en correspondencia con el tiro que le pegaron en la frente. En esta ocasión, la autopsia resultó francamente reveladora. En cualquier caso, todo ocurrió muy deprisa. La mujer murió entre las doce y las dos de la madrugada del sábado al domingo. De eso no hay duda.
No debías reírte. Si no te hubieras reído, no lo habría hecho. Te amaba, te amaba desesperadamente. No te habría hecho daño.
No comprendías mi dolor, mi desesperación. Puede que nunca te tuviera, pero siempre te sentí mía, desde la primera vez que te vi. Y jamás tendré nada tan bonito como tu sonrisa entre mis manos, no sentiré nada tan maravilloso como tu aliento entre mis brazos.
Quisiera contarte qué terrible era verte captar las miradas, provocar las sonrisas. Notar que tu fascinación buscaba otras metas, para encadenar a un hombre y luego a otro y a otro más. Sin respeto, sin ninguna consideración por mí. Pero lo habría soportado todo con tal de volver a tenerte cerca. Porque te quería.
Pero te reíste. Te reíste en mi propia cara. Y no lo pude soportar.
—¿Qué más has descubierto? —preguntó Ricciardi.
Modo levantó la mano y contó con los dedos.
—Uno, dos costillas rotas debido a traumatismo por presión. Alguien le apoyó un cuerpo curvo en el tórax, quizá para inmovilizarla. Una rodilla, quizá. O alguna otra cosa. Dos, cuatro uñas rotas en las dos manos. Ni un solo resto de piel, por tanto, trató de agarrarse a un cuerpo vestido o tal vez a alguna otra cosa, a saber. Tres, la mano izquierda estaba en unas condiciones realmente extrañas. El anular presentaba un profundo arañazo sangrante; alguien le arrancó un anillo. El dedo medio estaba dislocado y no presentaba hematomas. Alguien le tiró del dedo después de muerta, tal vez para quitarle otro anillo. O tal vez…
—… tal vez alguna otra cosa. ¿Y qué más? Por la cara que pones sé que nos reservas una sorpresa —concluyó Ricciardi irónico.
Modo reía como un niño.
—Mi querido y triste Ricciardi, tu cliente tenía rasgada la parte interior de la mejilla izquierda. Antes de matarla, alguien le pegó.