11

Todo debe ser normal. Todo debe ser como cada día.

Has ordenado la casa, que nadie pueda decir nunca que descuidas a tus hijos o que hay un dedo de polvo en el aparador. Que nadie pueda decir que las cortinas están manchadas o que las sábanas están sucias.

Has ido a comprar lo necesario para preparar la comida. Llevas un cucurucho de macarrones, pan, tomates. Debes preparar una buena comida y después una buena cena. Y mañana otra comida y otra cena. Y otra y otra, porque él regresará a casa, y se sentará delante de ti y te sonreirá. Todo volverá a ser como antes. Todo como antes.

Hace calor y caminas cargada de paquetes bajo el sol despiadado. La cabeza te da vueltas, nadie te ayuda. Pero sonríes de todos modos.

—Sargento, qué enorme placer. Pase, pase, por favor, siéntese en el puf, aquí a mi lado. ¿Le importa si sigo comiendo? Hoy estoy que me muero de hambre, aunque haga este calor.

¿Gusta?

Maione notó que la habitación le daba vueltas y se dejó caer en el grueso cojín adamascado.

—Por el amor de Dios, sargento, ¿se siente bien? ¡Se ha puesto usted muy, muy blanco! ¡Venga, que le traigo un poco de agua con azúcar!

Maione agitó débilmente la mano delante de la cara.

—No, no, déjalo, es el calor. Dime mejor qué es lo que comes.

—Me he preparado un plato de pasta, ya sé que debo mantener la línea, pero como le he dicho, no sé por qué, hoy estoy muerta de hambre. Será que presentía que usted iba a venir, un machote tan bien plantado, y pensé que lo mejor sería que me encontrara con fuerzas.

—Te he dicho mil veces que no te tomes esas libertades, ¿o no lo entiendes? Para que sepas, ni siquiera voy con…, con esas como tú, mucho menos contigo. Hay que ver las cosas que me haces decir… En fin, ¿cómo es que me esperabas? ¿Quién te ha dicho que iba a venir?

Nenita se ciñó con coquetería el kimono de seda sobre el pecho y se puso una mano delante de la boca para ocultar una risita.

—No me lo ha dicho nadie. Pero todos saben que anoche mataron a la duquesa de Camparino, y una de mis compañeras, que trabaja de criada en la finca de enfrente, me contó que usted y su comisario fueron al palacio. ¿Cómo es eso, trabaja también en domingo?

Medio tumbado en el cojín, Maione se abanicaba con el sombrero.

—No te debo ninguna explicación, faltaba más. No hay caso, en esta ciudad no se mueve una hoja sin que se entere todo el mundo. Me pregunto cómo se puede hacer un trabajo como el mío si después es como si estuviera en medio de un mercado. En fin, que he venido para ver si me puedes contar algo sobre la duquesa. En el barrio parece que nadie sabe nada, como de costumbre, aunque lo saben todo pero no sueltan prenda.

Nenita le daba vueltas en el plato a la pasta sobrante, que Maione miraba famélico.

—Ay, sargento, la duquesa… Para muchas de nosotras, la duquesa esa tiene una vida que es como un cuento de hadas, de esos que se les cuenta a los niños. Como habrá visto es un cuento que no termina bien.

—¿Qué quieres decir con eso del cuento?

—La duquesa no había nacido rica. Era hija de un militar, su padre murió en la guerra. Pero era hermosa, muy hermosa. Yo conocí a uno que había perdido la cabeza por ella, un comerciante de seda, me parece. Pero ella tenía otros planes en mente, quería su independencia, no quería tener que deberle nada a nadie. Así que se puso a trabajar de enfermera.

Maione trataba de controlar la tendencia a divagar de Nenita.

—De acuerdo, ¿y el matrimonio con el duque?

—Ahora mismo se lo cuento, si tiene la paciencia de prestar atención… Vamos a ver, la primera duquesa era una señorona que venía de una familia respetabilísima. Muy religiosa, siempre estaba en la iglesia, ayudaba a los pobres, en fin, la clásica señora de sociedad. Cayó enferma, una fea enfermedad, eso ya lo sabía, ¿no? De esas que empiezan con un mareo, un desmayo… Pero ¿se siente usted bien, sargento? No sé, como hoy lo veo…

Maione hizo ademán de darle una patada desde el puf donde estaba sentado.

—¡Oye, que no te hagas el gracioso, te he dicho! ¡No tengo ninguna enfermedad, estoy sano como una manzana! Sigue.

—¡Pero qué carácter tiene! Total, que para cuidar de la duquesa mandan llamar a la enfermera Adriana, linda como el sol y rebosante de salud. La enfermedad fue muy larga y al final, se lo cuento muy resumido, la duquesa nos deja. Y la enfermera se acuesta en el lugar de la enferma.

—¿Y eso cuándo pasó?

Nenita se tocó la punta de la nariz con las uñas pintadas.

—A ver, déjeme calcular… Hará cosa de diez años.

—¿Y qué tal fue el matrimonio?

Nenita se encogió de hombros.

—¿Y cómo van los matrimonios, sargento? Al principio bien, después cada vez peor y al final mal, muy mal. Aunque hay que decir que los matrimonios de conveniencia funcionan mejor que los otros, porque cada cual procura ocuparse de sus asuntos. Pero la pobre duquesa, que en paz descanse, no sabía sacar provecho a la situación. Y cuando el duque, que es muy viejo, también acabó enfermando, no se encerró en casa con cara de sufrimiento.

Maione escuchaba atentamente.

—¿Qué quieres decir con que no se encerró en casa?

Nenita se carcajeó otra vez.

—Sargento, a veces me parece usted tan tierno. Vive en una ciudad como ésta, hace el trabajo que hace y no sabe las cosas que saben todos. Por eso estoy yo aquí, y tengo que ponerlo al corriente. Hay que ver, usted y su apuesto comisario mudo, que no se ríe ni por asomo, son de otro mundo.

Maione resopló con fastidio.

—Otro mundo y un pimiento. Digamos que alguien tiene que ocuparse de las cosas serias en lugar de pasarse la vida tratando de ver quién se mete en la cama de quién. Sigue.

—La cosa es simple: Adriana conoce a alguien joven como ella, alegre, inteligente y ambicioso. Se enamoran. A él no le conviene, porque se juega la carrera, a ella tampoco le conviene, porque nadie la quiere más en los salones. Pero se enamoran y ante el amor, a ellos les traen al fresco todos y todo. Ésta es la parte de la historia que a mí me gusta.

El sargento sabía que había llegado al quid de la cuestión.

—¿Y quién es ese príncipe azul?

—El príncipe azul es Mario Capece, sargento. El periodista del Roma. El que, según parece, acabó matando a la duquesa.

Nunca más volveré a verte.

Es mi único pensamiento, lo único que siento.

¿Te acuerdas de la primera vez? Nos presentaron en el teatro. Hablaban, yo no oía. Me había perdido en tus ojos, en tu sonrisa. Sentía la pasión dentro de mí, la misma que nunca me dejó.

Nunca más volveré a verte. No es posible.

Tu cara entre mis manos. El olor de tu piel. Me enseñaste que es posible embriagarse sin vino, como dicen las canciones. El tiempo sin ti me parecía todo perdido. Mis hijos también eran tiempo perdido. El trabajo era tiempo perdido. Cualquiera que fuese el precio que me hicieran pagar era poco, por una hora contigo.

Nunca más volveré a verte.

Tu risa, mil corales de plata en el mármol, el sonido de la vida misma. No puedo creer que nunca más vaya a oírte reír. Me hiciste enloquecer, enfermé por ti. La felicidad más pura en el abrazo más impuro.

Y la rabia, la rabia encendida de verte sonreír a otro, de sorprenderte mirándolo a escondidas. No puedo creer que la última vez que esta mano mía te tocó fuera para hacerte daño. No lo puedo creer.

Y no puedo creer que no vaya a volver a verte.

Un instante de silencio siguió a la afirmación de Nenita; junto con el calor terrible de las primeras horas de la tarde por la ventana entraban el canto de las cigarras y el reclamo de algún pájaro. Maione conocía la predisposición a la teatralidad de su informante, pero de todos modos se había quedado sorprendido.

—¿Cómo es eso de que según parece acabó matándola? ¿Cómo sabes que fue Capece quién mató a la duquesa?

Nenita sacudió la cabeza y abrió como platos los ojos muy maquillados.

—No, sargento, no me haga decir cosas que no quiero decir. No sé quién ha matado a la duquesa. Es más, debo decirle que espero de veras que no haya sido Capece. A mí me gustan mucho las historias de amor y no me gustan nada las muertes.

—¿Y? No estamos en el teatro, donde te tiene que gustar la historia. Vamos a ver, ¿Capece mató o no mató a su amante?

—Y yo qué sé, sargento. Lo que sí puedo decirle es que todos están convencidos de que ha sido él. La cuestión es que doña Adriana hacía que los hombres perdieran la cabeza, ya se lo he dicho, y se divertía. Para mí que a Capece lo quería de verdad, pero ésa siempre se hacía un poco la furcia. Y el sábado por la noche en el Salone Margherita la cosa se puso muy fea.

A Maione le costaba un triunfo que la conversación se ciñera a los temas que necesitaba saber.

—¿De qué hablas, qué pasó el sábado por la noche? Por favor, Nenita, hace calor, la cabeza me da vueltas y estoy muerto de hambre, no puedo comer y no puedo decirte por qué. No empieces tú también. Anda, cuéntame lo que tengas que contarme y no me hagas perder el tiempo.

—Aaah, sargento, ¿se me ha puesto a régimen? ¿Para qué? Si es usted fascinante así como está, un hombre con barriga y presencia.

La mirada feroz del sargento surtió más efecto que cualquier llamada al orden.

—Está bien, está bien. Le cuento. Le adelanto que todo esto lo sé porque una de mis compañeras trabaja de camarera precisamente en el Salone Margherita, para ser más exacta ahora deberían ponerla en el guardarropa… ¡Eh, sargento, no se me cabree, qué carácter! En fin, que en el entreacto todos salieron a fumar, a beber y a charlar, porque al teatro también se va para eso. Y así, de buenas a primeras, Capece se pone a gritarle a la duquesa, que ella no podía hacer eso, que siempre hacía lo mismo, que él no aguantaba más.

—¿Y qué había hecho la duquesa?

Nenita tendió los brazos.

—Vaya usted a saber. Seguramente había saludado a alguien o le había sonreído a otro. Lo hacía a menudo. En fin, que él gritaba y ella reía. Tal cual, mi compañera me contó que se reía a carcajadas, ja, ja, ja, ja, ja, ja, como si él fuera una caricatura. Entonces él hizo lo del anillo.

—¿Cómo que hizo lo del anillo?

—Que le agarró la mano y gritándole a la cara que no se lo merecía, que no la quería ver nunca más, le quitó el anillo del dedo.

Maione quería más.

—¿Qué clase de anillo era?

Nenita volvió a encogerse de hombros.

—¿Y yo qué sé? Entonces ella le dijo: «Llévatelo, llévate esta porquería de anillo. Devuélveselo a esa muerta de tu mujer».

—¿Por qué, Capece es viudo?

—No, qué va. Es que, según dicen, la mujer de Capece es de esas que va de su casa a la iglesia y de la iglesia a su casa, al contrario de la duquesa, y dicen que hace años que ni se fija en su marido.

—¿Y entonces?

—Entonces él, delante de todo el mundo, le dio una bofetada con la mano abierta que le hizo dar vueltas la cabeza. Un par de hombres salieron en su defensa, porque es algo muy feo que peguen a una mujer en público. Pero ella los detuvo con un gesto, se limpió la sangre que le salía de la boca, se arregló el pelo y volvió a entrar en la sala.

—¿Y Capece?

—Se marchó; pero antes gritó una cosa.

Maione se inclinó hacia Nenita, captando su vacilación.

—¿Qué fue lo que gritó Capece?

—Gritó: «Te mataré con mis propias manos».