Asomada a su balcón de la tercera planta del hotel du Vésuve, Livia disfrutaba de la vista de la via Partenope. Ante sus ojos, el mar en calma recibía a centenares de chicos y chicas que se lanzaban de cabeza desde las rocas o los muros del castillo, recostado sobre el agua desde hacía siglos.
El día anterior, al llegar a la estación de Chiaia, había notado de inmediato en el aire la buena acogida de la ciudad. Les sonrió al menos a tres hombres que se habían ofrecido a llevarla, uno de ellos incluso se había mostrado dispuesto a ir con ella hasta el fin del mundo; se había mostrado indulgente con los niños que, de inmediato, la habían rodeado para pedirle una moneda, un caramelo o un cigarrillo. Recordó una discusión en un salón romano, semanas antes, en el curso de la cual un supuesto hombre de negocios había manifestado su fastidio en relación con esos granujillas que, en bandadas, esperaban a los turistas en el puerto y la estación para mendigar y meter las manos en todas partes con el fin de ratear lo que fuese. Ella había intervenido para afirmar que la causa de todo ello era el estado de necesidad en que los poderosos habían sumido a la ciudad y que a ella los niños siempre le daban alegría; mucha más que algunas personas aburridísimas que se conocían en Roma. Sonrió al recordar la gélida incomodidad que se había producido en la reunión; nadie había tenido el valor de llevarle la contraria a una mujer que, según sabían todos, era buena amiga de la esposa y la hija del Duce.
Había alquilado uno de los característicos coches públicos rojos con la franja amarilla y tres asientos y le había dicho al cochero que quería dar un paseo por la ciudad antes de ir al hotel. Debía retomar el contacto con las calles y las plazas que recordaba barridas por el viento invernal y que había recorrido en un momento muy triste. Ahora encontraba sol y alegría, vendedores ambulantes gritones, cantantes improvisados y mujeres sonrientes, hermosos escaparates y chicos que jugaban con pelotas de trapo en campos inventados al momento entre tranvías y automóviles. Era una ciudad loca y sonriente, y a ella le gustaba.
No estaba en condiciones de decir cuánto influía en ese juicio el hecho de que era la ciudad de Ricciardi; no obstante, sospechaba que el recuerdo del comisario desempeñaba un papel importante. Había decidido dedicar el primer día a inspeccionar el campo de batalla antes de lanzar su ataque. Comenzó a pensar en qué traje se pondría y con qué sombrero.
Sonrió al mar y al cielo.
Maione había visitado a los tenderos de Santa Maria La Nova, según las indicaciones de Ricciardi. No había sido tarea fácil; no porque encontrara reticencias o resistencias, sino porque la familia Musso de Camparino apenas mantenía contactos directos con el barrio.
El duque inspiraba una gran estima por su humanidad y la munificencia con las organizaciones que asistían a los necesitados, pero desde hacía más de un año una grave enfermedad pulmonar lo obligaba a guardar cama y su fallecimiento era esperado de un momento a otro.
El señorito Ettore, que tenía cerca de treinta años, vivía prácticamente en la terraza, rodeado de plantas, de cuyo cultivo era un apasionado. Escribía artículos en periódicos y revistas de filosofía, materia de la que era un célebre estudioso. Se comentaba que salía de vez en cuando por las noches, pero nadie lo veía por ahí.
En cambio la duquesa estaba por todas partes. No había fiesta, encuentro o reunión mundana en cuyo grupo de animadores no se la viera. Hermosa y elegante, ostentaba riqueza y opulencia en todas las ocasiones. Era la segunda esposa del duque desde hacía diez años; él la había desposado al año y medio de morir la primera, de la que Adriana había sido enfermera. Maione notó la desaprobación de la charcutera que se lo contó, por el hecho de que no esperaran siquiera a que se cumpliese el segundo año de luto.
En cuanto a la servidumbre, el barrio fue pródigo en datos. Concetta Sivo era una mujer serena, muy respetada, medía mucho los gastos y llevaba la casa con gran habilidad. No tenía parientes en la ciudad, cada dos meses iba al pueblo donde vivían una vieja tía y sus primos. Cuando se hablaba de los Sciarra todos reían, por la comicidad de él, la sencillez de ella y la insaciable voracidad de los cuatro niños, siempre peleando por el último bocado o recorriendo las tiendas del vecindario para mendigar algo de comida.
Se trataba de personas concienzudas en el desempeño de su trabajo, pero fáciles de engañar si algún malintencionado deseaba colarse en el palacio. La otra noche, además, la fiesta del barrio había sido especialmente ruidosa y concurrida; había terminado entre el estallido de los fuegos artificiales que iluminaron la plaza y ensordecieron a los vecinos. Maione concluyó que en semejante circunstancia nadie habría oído ni un cañonazo, y mucho menos un disparo de pistola amortiguado por un cojín.
En una palabra, nada de interesante; salvo que todos los tenderos le habían ofrecido algo de comer y él, con la muerte en el corazón y, sobre todo, en el estómago, había tenido que declinar las invitaciones. Sacudiendo la cabeza con tristeza, decidió adelantar la visita a Nenita; si había algo que saber, ese seguro que lo sabría.
El caballero Giulio Colombo vio llegar a su esposa y se preocupó. No era raro que su enérgica consorte realizara visitas de inspección; le entraron los nervios al atisbar su ceño fruncido a través del escaparate.
La fuente de ingresos de la familia era la bonita tienda de sombreros situada en la esquina de la via Toledo y la piazza Trieste e Trento, cerca de la iglesia de San Ferdinando. En treinta años de actividad había conseguido una clientela fiel a la que ofrecían un servicio esmerado el propio caballero y tres dependientes, entre los que se encontraba el marido de su hija pequeña, muchacho de valía y gran trabajador; el único disgusto que le daba a su suegro, viejo liberal, era su adhesión al fascio que Colombo consideraba acrítica y, por tanto, rayana en el fanatismo.
Precisamente estaba hablando de las incursiones nocturnas cada vez más frecuentes de las escuadras que, ocultas tras la bandera fascista, se manchaban las manos cometiendo actos de pura brutalidad, cuando advirtió la llegada de su esposa. La señora Maria tenía un carácter fuerte, aunque sabía ser una compañera muy dulce y una madre perfecta; el problema surgía cuando las dos cosas contrastaban, como parecía ser el caso en ese momento. El caballero Giulio intuyó de inmediato, antes de que se apagara el sonido de la campanilla que anunciaba su entrada, cuál era el motivo de la visita. Se trataba de Enrica, su hija, y de su boda.
No era un hecho inminente, para ser sinceros, precisamente en eso radicaba el problema: no había boda a la vista. Maria se acercó a la caja registradora, una máquina enorme de metal brillante, orgullo de la tienda, detrás de la cual intentó parapetarse el marido.
—¿Puedo hablar contigo a solas, por favor?
Ay. La cosa era seria.
—Claro. Marco, ponte tú en la caja. Voy a la trastienda.
Como todas las tiendas de sombreros y sastrería, en la trastienda estaba instalado el taller donde se hacían los arreglos. No había nadie porque en ese momento era la pausa del almuerzo de las dos operarias.
Maria fue enseguida al grano.
—¿Qué piensas hacer por Enrica?
Se trataba de una discusión frecuente. El padre estaba muy apegado a su hija mayor, que tenía su mismo carácter ordenado y afable; no le disgustaba tenerla en casa todo el tiempo que fuera posible. Su esposa, que ya intuía esta tendencia, no perdía ocasión para recordarle a él y, sobre todo a Enrica, que con veinticuatro años cumplidos ya era hora de que pensara en construirse una vida propia; con más razón si se tenían en cuenta los tiempos difíciles por los que estaban pasando y que la tienda ya no daba para cubrir las exigencias de una familia numerosa, mejor dicho, de dos familias, puesto que la otra hija con su marido y su hijo pequeño seguían viviendo con ellos. Si al menos se hubiese prestado a conocer a alguien, en lugar de espantar a todos los jóvenes que se atrevían a acercársele.
La noche anterior, cuando había comenzado su jeremiada habitual, el marido había intervenido con gesto de impaciencia, y le había pedido que lo dejase escuchar la radio. Maria se había callado, pero su mirada no prometía nada bueno. En efecto, aquí la tenemos, pensó Giulio, más decidida y guerrera que nunca.
—Tú no te haces cargo de la gravedad de la situación. Tu hija es una solterona, y va camino de serlo el resto de su vida. Ahora estamos nosotros, pero no somos eternos; el día de mañana, cuando faltemos, ¿qué va a hacer Enrica, sin el apoyo de un hijo, acabar en un hospicio de ancianos?
Cuando empezaba con su cantilena no había manera de pararla, Giulio lo sabía de sobra. Más le valía mostrarse conciliador.
—Pero ¿qué quieres que haga yo? ¿La agarro, la maquillo, la visto y la pongo en la calle? Si ella no quiere salir, ¿qué puedo hacer yo?
Maria no esperaba otra cosa.
—Si ella no quiere conocer a nadie, debemos ser nosotros quien llevemos a alguien a casa. Escucha lo que se me ha ocurrido.
Maione había conocido a Nenita un año y medio antes, cuando lo habían llevado a la jefatura con otras cuatro mujeres de la calle.
Eran muchas las profesionales que ejercían por cuenta propia y competían con los burdeles autorizados; pero la norma según la cual la ciudad debía ofrecer una cara limpia al menos en apariencia no admitía excepciones, y además, las titulares de los establecimientos que debían pagar impuestos por sus pupilas presentaban quejas a las autoridades que visitaban sus «casas». De modo que periódicamente la brigada hacía un poco de limpieza, quitando de la calle a quien embaucaba a los transeúntes, sobre todo en las calles del centro.
Aquélla noche, Maione estaba de guardia y se vio obligado a resolver una situación difícil: las otras se estaban calladitas a la espera de la inevitable puesta en libertad, pero la más joven se debatía y pugnaba por soltarse; en un momento dado, le mordió la mano a uno de los guardias que la abofeteó con violencia. Se puso entonces a gritar y el timbre de su voz reveló inequívocamente su naturaleza. Maione intervino y separó al joven de las otras, pero, en las largas horas en que lo retuvo en la celda, no consiguió que le diera sus datos; salió a relucir, en cambio, una personalidad compleja, la de un muchacho que había aprendido a aceptar que era profundamente diferente a los otros pero no por ello se resignaba a ocultarse, al contrario: se sentía mujer y como mujer quería ganarse la vida. De la misma manera en que las mujeres pobres y desesperadas se veían a veces obligadas a mantenerse.
En los meses posteriores, el sargento se cruzó en varias ocasiones con Nenita, que tenía la habilidad de encontrarse siempre en contacto con los ambientes donde se cocían los delitos. Surgió una extraña relación de aprecio, aunque no de amistad, entre dos hombres que no podían haber sido más distintos. Otro aspecto nada desdeñable era que Nenita disponía de una nutrida red de relaciones y conocidos a través de la cual conseguía un caudal ilimitado de información, que transmitía únicamente al sargento, sin llegar nunca a la delación. Se trataba de chismorreos basados en la realidad, eso sí, que a menudo habían sido de gran ayuda en las investigaciones. A cambio, la brigada móvil tenía la orden tácita de hacer caso omiso de la presencia de Nenita entre las busconas que ejercían en el límite de los Quartieri Spagnoli con la via Toledo. Una mano lava la otra.
Nenita vivía en una buhardilla ruinosa al final de una callejuela, no lejos del corso Vittorio Emanuele. Desde su ventana se veía un escorzo del campo que bordeaba la colina del Vomero, y al otro lado, un pedacito de mar. Como era de esperar, Maione llegó bañado en sudor, tras una larga subida y un centenar de escalones, con un hambre canina.
Y, como era de esperar, Nenita estaba comiendo.