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Hoy ha sido un despertar distinto, por ti. Después de años, por fin un nuevo despertar. En apariencia nada ha cambiado. Has visto amanecer desde la cama, como siempre; como siempre, la almohada a tu lado sin marca alguna, intacta. La has mirado, con el corazón cargado de la melancolía habitual; como siempre has sido la primera en levantarte, te has movido en el silencio de una casa tan distinta a como te gusta recordarla, cuando los hijos eran pequeños y reían, se peleaban y corrían, y tu marido levantaba la vista y, al verte, sonreía.

Preparas el desayuno, que tal vez alguien coma o tal vez no. A veces recoges los platos y tiras la comida que nadie ha probado. No dices nada, no te lamentas. No sabes hacerlo, nunca lo has hecho.

¿Acaso es un pecado no tener fuerzas para llorar? ¿Para gritar la propia vergüenza, el propio orgullo herido de muerte? ¿Acaso es un pecado bajar la mirada, ver que la felicidad se escurre entre los dedos como si fuese arena?

Te lo creíste, cuando una luminosa mañana de primavera juraste que sería para siempre. Han pasado cien años. Lees la compasión en los ojos de vecinos, parientes, amigos. Sabes que además de pena hay escarnio, por tus silencios, por tu cabeza inclinada. La dulzura que se convierte en vileza. Yo en su lugar, dicen todos. Es como si los estuvieras oyendo.

El sol empieza a entrar por la ventana de la cocina. El calor no ha bajado en toda la noche. Piensas en él. Y piensas que la noticia ya habrá llegado.

Con los hombros inclinados, la cara vuelta hacia el fregadero, mientras esperas que tus hijos se despierten, ríes. Ríes por lo bajo.

Ricciardi observaba la mañana del lunes mientras se dirigía a la jefatura. En verano, el comienzo de la semana era recibido con mayor renuencia, como si el domingo hubiese sido una ocasión perdida; como si la gente tuviese aún necesidad de un suplemento de descanso o diversión.

El comisario lo percibía al observar a los niños semidesnudos, descalzos y bronceados por el sol, mientras bajaban por las callejuelas y comenzaban a perseguir los primeros tranvías para colgarse de ellos y emprender el peligroso viaje hacia el mar por la via Caracciolo. Lo percibía en el retraso con que abrían las primeras tiendas, las mismas en las que normalmente veía actividad en su recorrido matinal; pero ahora solo había dependientes soñolientos, concentrados en desmontar los pesados postigos de madera y sacar la mercancía para exponerla bajo la protección de los toldos.

Lo percibía en las ventanas todavía cerradas, que robaban sueño y sombra al sol, que ya ardía en lo alto.

Ricciardi tenía especialmente desarrollado otro sentido: el olfato. Ése verano sin lluvia era para él particularmente insoportable. El olor a podrido que subía de las cloacas y salía de las callejuelas era nauseabundo. Todo aquello que se pudría con el sol y no era eliminado se prendía a la garganta e impregnaba la calle con sus miasmas, apestando el aire y cortando la respiración. Decenas de niños y viejos enfermaban a diario por falta de higiene y morían en las casas y los hospitales, rodeados del silencio de la prensa y la radio. Ricciardi se preguntaba cómo era posible que los diarios ocultaran esa terrible situación y hablaran en tono ameno de visitas de príncipes, de aviadores que cruzaban océanos. Cada cual tiene sus fantasmas, pensaba: la clave está en contar con la capacidad de ignorarlos.

Cuando llegó a su despacho se encontró en la puerta a Ponte, que daba saltitos como apremiado por una urgente necesidad de ir al retrete. Contrariamente a lo habitual, el subjefe de policía ya estaba en su oficina y quería hablar con él de inmediato. Ricciardi lanzó un suspiro y siguió al auxiliar, que paseaba la mirada a su alrededor con tal de no verse obligado a posarla en la cara del comisario.

Mario Capece fumaba en el balcón del diario. Se demoraba más que el resto de sus compañeros, tras la noche de frenética actividad que precedía la fiesta cotidiana de la salida de la primera edición. Normalmente le gustaba ver a los vendedores de periódicos con las resmas al hombro, ansiosos por vocear los primeros titulares a la ciudad aún dormida. Sin embargo, el de ese día era un titular que nunca hubiera querido oír.

Mario Capece estaba llorando. Sus colegas lo observaban de espaldas, desde la oficina de la redacción, incapaces de consolarlo. A primeras horas de la tarde, cuando un jovencísimo aprendiz llegó jadeante y sin atreverse a dar la noticia, había comprendido de inmediato que se trataba de algo grave. Desde su despacho Capece no vio llegar al muchacho, que de ese modo había informado primero al subjefe de redacción, un viejo y querido amigo, compañero de mil batallas.

El hombre asumió el terrible deber de comunicárselo a Capece. Los demás periodistas lo vieron cerrar la puerta a su espalda, esperaron con el corazón en la boca el instante de silencio que siguió y después oyeron el grito desesperado de dolor de su jefe.

La relación de Mario Capece, jefe de redacción de la sección de sucesos ciudadanos del Roma, con Adriana Musso de Camparino era de dominio público; aunque pocos conocían la fuerza del sentimiento del periodista. Un sentimiento que había frenado su brillantísima carrera a las puertas de la dirección del periódico más antiguo de la ciudad, le había ganado las burlas y la conmiseración de sus adversarios y el vacío a su alrededor. Además, había alejado de él a su esposa y también a sus hijos, rigurosos y conservadores como solo saben ser los jóvenes.

Capece había renunciado a todo por amor, para satisfacer los caprichos de una mujer hermosa e inestable, insegura y fatua. Arturo Dominici, subjefe de redacción de Capece y su mejor amigo, había intentado mil veces hacerlo entrar en razón. Y mil veces había topado con la fuerza y la virulencia de un sentimiento profundo e incurable como un tumor.

A él precisamente le había tocado comunicarle la noticia a Mario, al final de un día en que su amigo se había mostrado más nervioso e irritable de lo habitual. Creyó que habría salido corriendo a verla, pero su amigo ya no había salido del despacho hasta el amanecer.

La noche del sábado Dominici no encontró a Capece en la redacción, adonde éste llegó muy tarde y borracho. El subjefe de redacción había achacado el lamentable estado de su compañero a la enésima riña, algo que en los últimos tiempos era cada vez más frecuente. Lo ayudó a acostarse en el sofá del despacho y le aseguró que, una vez más, iba a sustituirlo y organizaría el trabajo. Antes de dormirse, Capece le dijo con voz espesa:

—Se acabó, se acabó, Arturo. Ésta vez se acabó para siempre.

Naturalmente, Dominici no se lo creyó. En los últimos tres años había oído esa frase mil veces. Pero en esta ocasión, el amigo lo aferró con fuerza del brazo, sacó algo del bolsillo y se lo enseñó.

Era un anillo.

Garzo se levantó y fue a recibir a Ricciardi a la puerta. El comisario había aprendido a temer la cordialidad de su superior más que el tono imperioso y su ineptitud profesional; de estas últimas podía defenderse con irónica maestría, de la primera no podía hacer otra cosa que tratar de mantener las distancias.

En esta ocasión observó un detalle psicológico que jamás había visto en el subjefe de policía. Parecía no haber dormido, iba con la corbata desanudada, lucía unas vistosas ojeras e incluso un velo de barba mal rasurada.

Era algo sorprendente: Angelo Garzo, un burócrata que había hecho de la imagen y las relaciones los motores de su carrera, jamás se permitía una actitud o un aspecto que no fueran formalmente perfectos. En esos tiempos en que para cualquier cosa se hacía referencia a Roma, su extraordinaria capacidad diplomática lo convertía en el hombre más importante de la organización. El jefe de policía recurría constantemente a Garzo para los contactos con el ministerio y él, que no sabía hacer otra cosa, se mostraba encantado. Entre sus subordinados se había hecho célebre una frase suya, pronunciada en ocasión del descubrimiento de un culpable con arreglo a una lógica para él incomprensible: sacudiendo la cabeza con el pelo bien peinado, había sentenciado que para entender a los malhechores había que pensar como ellos, y él, que era una persona de bien, jamás habría entendido a un asesino.

Sin embargo, ese lunes por la mañana, quien recibió a Ricciardi era una persona distinta. Señaló a su subordinado una de las dos sillas delante de su escritorio despejado, despidió a Ponte con un brusco ademán y se sentó a su vez del mismo lado que el comisario.

—Me he enterado del asesinato de la duquesa de Camparino. Se trata de un hecho gravísimo, el destino de todos nosotros depende de esta investigación. ¿En qué punto nos encontramos?

Ricciardi estaba en apuros. No conseguía ver en qué se diferenciaba ese homicidio de cualquier otro.

—La mataron en su casa, probablemente de un disparo de pistola en la frente. Estoy esperando los resultados de la autopsia, que he encargado al doctor Modo. Si es preciso yo mismo pasaré más tarde por el depósito de cadáveres.

Garzo se restregaba las manos.

—¿Ha hablado…, ha interrogado ya a alguien en casa de los duques de Camparino?

Ricciardi no tenía intención de darle a su superior más margen del necesario.

—Por ahora interrogamos solo a los sirvientes, tres personas. Ya hablaremos con los demás habitantes del palacio, o sea, con la familia. Y más adelante, con los proveedores, los vecinos. En fin, seguiremos el procedimiento.

Garzo aferró a Ricciardi del brazo.

—De eso quería hablarle. Del procedimiento. Ésta vez no lo sigamos, Ricciardi. No lo sigamos. Debemos proceder con mucho tacto, con extrema atención.

Ricciardi liberó con dificultad el brazo del apretón de Garzo mientras clavaba la vista en los ojos enrojecidos de su superior.

—Dottore, disculpe usted, pero no entiendo. ¿Qué quiere decir con que no sigamos el procedimiento? ¿Hay algo que yo no sepa y que debería saber?

Garzo se levantó repentinamente y empezó a pasearse nervioso por la habitación.

—¿Que usted no sepa? No. Mejor dicho, sí, probablemente, sí. Siempre se me olvida que lleva usted una vida digamos… retirada, que no sale mucho. Vamos a ver… Adriana Musso de Camparino es, quiero decir, era una mujer muy, pero muy destacada. Llevaba una vida… ¿cómo le diría yo? Expuesta, eso es, expuesta. Una mujer tan hermosa, tan rica provocaba…, ya me comprende usted, chismorreos, comentarios. No debemos prestar atención a los comentarios, ¿no es así, Ricciardi? Nosotros somos la policía, debemos atenernos a los hechos.

Ricciardi esperaba; se notaba claramente que Garzo quería decir algo, pero no encontraba el valor.

—Por lo tanto, ¿no sería mejor que quién dirige la investigación conociera de antemano estos… estos comentarios y, a ser posible, a través de una voz objetiva? Mucho mejor que ir por ahí recogiendo chismorreos, ¿no le parece?

Garzo detuvo su nervioso paseo.

—Sí, sí, naturalmente. Veamos, Ricciardi, en primer lugar debe saber que en el curso de la investigación se establecerán forzosamente contactos con… con determinados ambientes. Insólitos, por decirlo así. En los que no se podrán formular preguntas con tanta facilidad como cuando se interroga, qué sé yo, a un tranviario o a un barrendero. Gente destacada, poderosa.

Ricciardi se puso en pie de sopetón.

—Dottore, tal vez le convenga encomendar la investigación a otra persona. A Cimmino, por ejemplo. Yo estoy dispuesto a informar de los resultados. De todas maneras, no es que hayamos averiguado mucho aún.

Garzo parecía desorientado.

—Pero ¿qué dice, Ricciardi? Ni se me ha ocurrido confiarle la investigación a otro. Usted es nuestro mejor elemento, lo sabemos bien tanto usted como yo.

—Muchas gracias, dottore. Por desgracia, también es cierto que yo soy poco diplomático. Y que tengo el defecto de ser poco obsequioso. No quisiera desoír las recomendaciones, involuntariamente, claro está.

Garzo dio un paso hacia Ricciardi.

—Ni hablar, ni hablar, Ricciardi. Es de vital importancia que encontremos al culpable y lo antes posible. Lo antes posible, ¿entiende? El hecho es que una dama, una persona tan destacada no puede ser asesinada en su propia casa. Y menos en una ciudad segura como la nuestra y como todas las ciudades de la Italia fascista. El culpable, seguramente un loco, un maníaco, deber ser conducido ante la justicia.

—Entonces, dottore, ¿cuál es el problema? Seguimos investigando con regularidad y, como de costumbre, lo haremos lo mejor posible.

Garzo se pasó la mano por el pelo.

—La duquesa…, verá usted, Ricciardi, la duquesa Musso de Camparino mantenía una relación. Desde hacía años tenía una aventura con un hombre. La cosa era de dominio público, lo sabía todo el mundo.

Ricciardi continuó de pie, como para dar a entender que todavía no estaba seguro de seguir al frente de la investigación.

—¿Y si era de dominio público, no debería saberlo yo también?

—El problema está en el hombre. Se trata de Mario Capece, el jefe de redacción de sucesos del Roma. Para entendernos, ese que no pierde ocasión para crucificarnos, incluso después de la normativa de mil novecientos veintiocho sobre la prensa dictada por el Ministerio del Interior. ¿Lo entiende ahora?

Ricciardi lo entendía. En efecto, para Garzo no era una situación fácil. O se investigaba para hallar al culpable, e inevitablemente se le buscaba las cosquillas a la prensa más hostil, o se daba largas y se corría el riesgo de hacer una demostración pública de incapacidad por no encontrar al responsable de un caso de homicidio tan clamoroso. Garzo había considerado preferible encontrar al asesino, algo que, en cierto modo, lo honraba. O al menos intentarlo.

—Las relaciones entre los dos no eran fáciles. La duquesa era…, digamos que era un poco inestable. Le gustaban las fiestas, los bailes, los cumplidos. Que la cortejaran. Hace cincuenta años Capece y el duque, cuando se encontraba bien de salud, se habrían batido a duelo todos los días. En estos tiempos, la única posibilidad de defenderse eran las peleas y las interminables discusiones en público.

—¿Y usted, si me lo permite, cómo sabe todo esto?

Garzo no pareció ofendido por la pregunta insolente.

—Lo sabe todo aquel que tiene ocasión de ir al teatro. La última discusión se produjo precisamente el sábado por la noche en el Salone Margherita.

—¿Qué discusión?

Garzo parecía estar en un aprieto. Por una parte quería restarle importancia al asunto, por la otra, no quería omitir detalles que podían resultar importantes.

—Creo que fue por celos. Capece acusaba a la duquesa de… de mirar a un joven, el acompañante de la señora De Matteis, una señora que…, bueno, mejor lo dejo ahí, que no viene a cuento. En fin, que empezaron a echarse en cara situaciones y hechos pasados. Y después él la abofeteó. Nos quedamos de piedra. Y enseguida le agarró la mano, le quitó el anillo y le gritó a la cara…

Ricciardi se inclinó hacia adelante e interrumpió a Garzo levantando la mano.

—¿Cómo, cómo? ¿Le quitó el anillo? ¿Y qué fue lo que le gritó?

Garzo se quedó perplejo.

—No recuerdo lo que le gritó. Un insulto, me parece, ya sabe, la palabra que se le dice a las mujeres cuando se las acusa de una infidelidad. Y le dijo que no se merecía ni el amor ni el anillo.

—¿Recuerda usted de qué mano le quitó ese anillo? Es importante.

Garzo imitó el gesto de Capece, tratando de reproducir la posición de la duquesa.

—Diría que de la izquierda. Sí, de la mano izquierda. ¿Por qué, significa algo?

Ricciardi entornó los ojos. Veía nuevamente la imagen de la muerta, de pie, con los brazos a los costados.

«El anillo, el anillo, has quitado el anillo, me falta el anillo».

—Tal vez sí. Podría significar algo. ¿Y qué ocurrió después?

—Después, él se marchó sin despedirse de nadie. De hecho, le dio un empujón a mi esposa, como un auténtico maleducado, un poco más y la pobrecilla acaba en el suelo. La duquesa se fue al cuarto de baño a retocarse el maquillaje y, al cabo de nada, estaba otra vez en su palco riendo y bromeando con dos caballeros que se habían apresurado a ocupar el lugar de Capece. Ella era así.

—¿Y a Capece ya no lo vieron más?

Garzo frunció el ceño, tratando de concentrarse.

—No, yo al menos no volví a verlo. Pero ayer por la mañana, en el círculo de la Unión, cuando todavía no se sabía nada de lo ocurrido, el camarero me refirió que el sábado por la noche Capece había estado allí hasta muy tarde, bebiendo y desvariando. Después se marchó.

Ricciardi trató de averiguar otros detalles.

—¿Desvariando sobre qué? ¿Y a qué hora se fue?

Garzo parecía estar en un aprieto.

—El círculo cierra a medianoche. Y ése decía… Decía que algunas mujeres no merecían vivir. Eso decía. Aunque eso no significa nada. A veces se dicen muchas cosas, ¿no, Ricciardi?

El comisario miraba a la cara a su superior, sin contestarle.

—De todos modos, Ricciardi, le recomiendo, es más, le ruego que por una vez no le busque las cosquillas a la gente por el gusto de hacerlo. Está de por medio la prensa y a lo mejor alguien más. Cuando interrogue a la familia deberá ir con pies de plomo. El duque está viejo y enfermo y a punto de morir. Pero sigue siendo uno de los hombres más ricos e influyentes de la ciudad. Y Ettore, el hijo del duque…, es muy estimado y apreciado, un hombre culto, un filósofo.

Ricciardi había entendido que de la conversación no sacaría nada más que le resultara útil, sino solo llamamientos a la prudencia.

—De acuerdo, dottore, tendré en cuenta todos estos datos tan útiles que me ha facilitado. Y lo mantendré informado. Ahora voy al depósito de cadáveres, el doctor Modo prometió adelantarme los resultados de la autopsia. Si no tiene nada más que mandar, buenos días.

Y se marchó dejando a Garzo en ascuas.