Ricciardi quiso irse con el doctor Modo. A Maione le sorprendió el detalle y preguntó:
—Comisario, ¿se marcha, no vamos a interrogar enseguida al duque y al señorito? Si en la casa solo estaban ellos, y siguen estando, ¿no convendría oír lo que tengan que decir?
Su superior negó brevemente con la cabeza al tiempo que con la mano se apartaba de la frente el mechón de pelo.
—No. Antes necesito saber con certeza a qué hora murió la duquesa y, sobre todo, si la autopsia desvela algo más. Interrogarlos ahora supondría ponerlos sobre aviso. De todos modos, tú deja aquí a Camarda y dile que tome nota de quién sale. Y que no entre nadie hasta nueva orden.
Mientras abandonaban el palacio se les acercaron Sciarra y Sivo, a quienes Maione informó de que debían mantenerse a disposición de las autoridades y no alejarse bajo ningún concepto, ni ellos ni la familia de Sciarra. El vigilante se encogió de hombros dentro de la chaqueta enorme y dijo:
—¿Y adónde íbamos a ir? Puede estar seguro, sargento, de que no nos moveremos.
Maione transmitió las órdenes del comisario a Camarda con un placer sutil, porque lo encontró comiéndose un buen trozo de pan con calabacines fritos. Más allá de la envidia, el estómago le recordó ruidosamente que la hora del almuerzo había pasado hacía rato. Maldito verdulero y maldita barriga.
Cubrieron parte del trayecto con el médico hasta que éste se desviara hacia el hospital. Modo iba sacudiendo la cabeza.
—Esto no me convence demasiado, hay algo raro. ¿Cómo es posible que le pongan un cojín en la cara, se lo aplasten de tal modo que quede la huella de la boca, le disparen a través de él, y se quede tan tranquila y ni siquiera levante el brazo? Que no, que no, que aquí hay algo raro.
Maione asintió mientras enfilaba la cuesta de la via Diaz resoplando y soltando agua como una fuente.
—A mí también me parece raro. Y también me parece raro que nadie haya oído nada: de acuerdo, estaba la fiesta y había mucho ruido, la música, los gritos, los silbidos y las pedorretas. Pero un disparo es un disparo, y al menos en la casa deberían haberlo oído.
Ricciardi iba absorto con la mirada perdida a lo lejos y, como siempre, con la cabeza descubierta. Los pocos transeúntes lo miraban con fijeza y se apartaban llenos de asombro.
—No necesariamente. El disparo lo hicieron a través del cojín, además, habría que ver quién estaba en la casa. Bruno, tienes que enviarnos los resultados de la autopsia lo antes posible. Algo me dice que nos aportarán alguna explicación.
Modo resopló de manera teatral.
—¿Por qué no me extraña? Nunca me decís: Modo, ve tranquilo, tómate tu tiempo. Disfruta del domingo, descansa, y mañana con calma haces tu trabajo y después nos mandas un buen informe.
—Entonces hagamos lo siguiente: Modo, tómate tu tiempo y mañana por la mañana sin falta me mandas un buen informe.
El doctor se detuvo y miró a Maione.
—Sargento, hablo en serio, pongámonos de acuerdo y acabemos con él. Quiero tener el placer de ser yo quien le haga la autopsia. En ese caso, trabajaría incluso en Nochebuena.
—¡Pero qué dice, doctor! ¿Cómo nos divertiríamos entonces trabajando en domingo y sin el comisario?
Modo sacudió la cabeza.
—De acuerdo, ya entiendo: estáis todos en mi contra. Total, esta noche no tenía más programa que visitar el burdel de la piazza Trieste e Trento. O sea que por una vez las putas llorarán.
Ricciardi se despidió con un breve gesto de la mano.
—Sí, sí, llorarán de alegría. Me has dado una idea, a lo mejor fueron ellas las que mataron a la duquesa con tal de no tener que recibir tu visita. Hasta mañana, entonces.
Durante el trayecto Maione puso a Ricciardi al corriente de lo que había averiguado tras interrogar a la servidumbre sobre las costumbres de la vida en el palacio de los duques.
—Comisario, Concetta Sivo habla de los duques a regañadientes. Es fiel, lleva demasiados años en esa casa. Pero a mí me parece que la clave es el señorito, debe de haber tenido un motivo para trasladarse al desván y hacer su vida, ¿usted qué opina?
—Yo también creo que es un punto que hay que investigar. Y debemos averiguar si el duque está realmente inmovilizado en su lecho o si, en caso necesario, es capaz de llegar hasta el gabinete.
—Sobre ese punto los tres se mostraron categóricos, hasta la mujer de Sciarra entre sollozo y sollozo. El duque lleva años inmovilizado, es más, esperan que de un momento a otro se vaya al otro barrio. Pero tengo un dato interesante para usted. ¿Sabe quién es el capellán que va al palacio Camparino a celebrar misa? Un antiguo conocido nuestro, el padre Pierino Fava, ¿se acuerda de él?
Ricciardi se acordaba perfectamente del padre Pierino, el pequeño vicepárroco de San Ferdinando, gran amante de la ópera lírica que lo había ayudado a resolver el homicidio del tenor Vezzi. La mención del cura lo llevó inconscientemente a pensar en Livia, la hermosa viuda de la víctima, y sintió una mezcla de incomodidad y leve placer.
—Lo recuerdo bien, quizá nos pueda ofrecer algún dato útil. Iremos a verlo. ¿Y qué me dices de los demás?
Maione se pasó el pañuelo por la cara por enésima vez.
—Éste calor que está haciendo no es normal. Para mí, Sciarra de vigilante solo tiene el nombre, porque lo veo más bien como un Polichinela con ese pedazo de nariz y el uniforme enorme que le sobra por todas partes. Y esa voz que tiene, ¿la ha oído? Pero es listo y algo podrá contarnos. Su mujer, en cambio, con la casa y los hijos, y teniendo en cuenta que me parece bastante cortita, a mi modo de ver, no podrá hacer más que confirmarnos alguna información y poco más.
Habían llegado a la jefatura; el portón con su sombra les ofreció al menos una ilusión de frescor.
—De todos modos, tú sigue preguntando por ahí, pero procura no poner sobre aviso a nadie. Podrías hablar con la gente del barrio, eso de que todo el mundo va a la suya no es tan cierto, y esa familia es muy conocida. ¿Cómo se llama ese amigo tuyo? El que lo sabe todo de todo el mundo.
Maione adoptó un aire cauteloso.
—¿Qué amigo, comisario?
—¿Cómo que qué amigo, o debería haber dicho amiga?
El sargento puso cara de afligido.
—Comisario, no haga bromas, si se refiere a Nenita no es ni mi amigo ni mi amiga, sino un personaje equívoco con el que no tengo nada que ver. Como usted muy bien ha dicho, lo sabe todo de todos y a veces nos resulta útil, no hay más.
—Eso mismo quería decir yo, no te preocupes. Puede informarnos si en algunos ambientes se sabe algo de esa familia. Ocúpate tú. Ahora paso por Caflisch, a ver si como algo, ¿me acompañas?
Maione suspiró al tiempo que abría los brazos.
—¿Usted también, comisario? No, gracias. No tengo hambre. Con este calor se me cierra el estómago.
Ricciardi regresó a la jefatura cuando el sol ya se ponía. En la puerta de su despacho se encontró con Ponte, el auxiliar del subjefe de policía, un hombrecito saltarín y modosito, que no conseguía disimular la supersticiosa incomodidad que sentía en presencia del comisario. Ése temor se traducía en su desagradable tendencia a pasear la mirada a su alrededor sin mirar nunca a los ojos de su interlocutor, algo que a Ricciardi le molestaba sobremanera.
—Buenas tardes, comisario. He oído decir que esta mañana lo han llamado por un homicidio, ¿no? —lo dijo mirando la puerta, el suelo y el techo.
—Ponte, sabéis a la perfección adónde he ido y por qué, es inútil que finjáis estar in albis. Lo he dejado dicho esta mañana y he estado localizable todo el día.
El auxiliar fijó la vista en la barandilla de la escalera.
—Es verdad, comisario, tiene razón. Me ha telefoneado el dottor Garzo y me ha pedido que le avisara que mañana a primera hora quiere hablar con usted.
Ricciardi hizo una mueca.
—Claro, faltaba más. Ha muerto una duquesa y, naturalmente, las altas instancias se movilizan. Ya le puedes decir al dottor Garzo que mañana por la mañana me encontrará aquí, como de costumbre. También estarán mis otros colegas, si desea confiarle la investigación a alguno de ellos.
Ponte miraba el pasillo con tanta intensidad que, por un momento, Ricciardi llegó a pensar que él también veía las imágenes del guardia y el ladrón muertos.
—¿Cómo dice eso, comisario? Al dottore ni se le ha ocurrido semejante cosa. Él ya sabe que aquí no hay nadie como usted. Él solo quiere hablar con usted.
—Y hablaremos. Buenas tardes.
Ricciardi subía en dirección a su casa; el sol se había puesto pero el calor seguía sin dar tregua. En verano, los domingos a última hora de la tarde la via Toledo adoptaba una apariencia distinta: las familias salían de los bajos, donde la temperatura era insoportable, y para no ahogarse se quedaban en la calle. Los más viejos se sentaban en las sillas que colocaban delante de sus puertas, los más jóvenes lo hacían en cajas de madera que usaban de bancos, y pasaban el tiempo charlando o jugando a las cartas hasta bien entrada la noche. Por las ventanas abiertas de las plantas altas se oía la música de las piezas bailables de las radios, risas de niños y gritos de alguna pelea.
Ricciardi pensó que en ese contexto no era posible conservar el derecho a ocuparse de los propios asuntos. Y en esa mezcla inextricable de afectos, pasiones, riquezas y pobreza nacían las envidias y los celos y, por tanto, los delitos.
Mientras caminaba notó que a su paso se producía silencio e incomodidad, como una ráfaga de viento frío; él era otra cosa, una figura desconocida e inquietante, percibida como peligrosa.
No le disgustaba, mientras iba calle arriba con la cabeza descubierta, las manos en los bolsillos, oyendo el ruido de sus pasos sobre el empedrado; no hubiera querido sentirse parte de todas esas emociones, mezcladas con los pensamientos de los muertos que atisbaba aquí y allá, donde habían sido acuchillados o arrollados por los tranvías o los carruajes. Toda la añoranza por la vida, el sufrimiento por la partida de este mundo y el dolor por la muerte imprevista no se encontraban muy alejados de las pasiones de los vivos y de sus mil intercambios.
El hambre, el amor; el deseo de poseer, el ansia de poder, la mentira, la infidelidad. El delito, del que Ricciardi era testigo habitual, era hijo de todo esto. Le vino a la cabeza la frase de la duquesa:
«El anillo, el anillo, has quitado el anillo, me falta el anillo».
¿Con quién estaría hablando? Con el asesino, probablemente. A menudo había oído frases dirigidas a otros, presentes o incluso ausentes. ¿Qué anillo? ¿El del dedo medio que le arrancaron después de su muerte? Al exhalar el último suspiro, ¿habría visto a quien se lo había quitado? ¿O tal vez sería el del dedo anular, en el que tenía el morado que demostraba que la mujer seguía viva cuando se lo quitaron?
Fuera como fuese, el anillo debía de tener un significado especial porque en la estancia no faltaba ninguno de los numerosos objetos de valor. Algo le decía a Ricciardi que encontrar ese anillo le permitiría encontrar al asesino. Delito de amor, entonces.
Ricciardi vio de reojo a una muchacha que arrastraba de la mano a un hombre y se metía con él por un portón. El amor. Su pensamiento voló hacia Enrica. Durante más de un año había sido una imagen en la ventana, casi como la de un cuadro de Vermeer, la normalidad cercana e inalcanzable que siempre le sería negada. Verla bordar, lavar los platos, los gestos lentos y exactos de su mano izquierda era un espectáculo vespertino al que jamás renunciaría, y las cosas ya estaban bien así: ella estaba a salvo de él y del Asunto, protegida por los dos cristales de la ventana.
Después, esa primavera, en el curso de una investigación, cuando interrogaba a los testigos, se la encontró delante. Y la imagen lejana, la normalidad distante, el cuadro de Vermeer se habían convertido en una figura de carne y hueso, una mujer con un perfume, una piel y unos ojos que recordar. Habría sido incapaz de decir si era mejor antes; claro que cuando Enrica era solo un nombre y el retrato de una vida ajena, su soledad tenía un color distinto. Ahora, al saludarla todas las noches con un gesto y ver que ella le respondía inclinando levemente la cabeza, tenía la sensación de encontrarse al borde de un abismo por el que podía precipitarse de un momento a otro.
Pero, sin duda, no prescindiría de ella.
Por otra parte, hoy la memoria le había jugado una mala pasada: se había acordado de Livia. Sonrió para sus adentros: toda la vida cargando con la cruz de una naturaleza que lo obligaba a la soledad y la contemplación. Y de golpe, el mismo año, en el curso de pocos meses, se había encontrado ante emociones que jamás hubiera imaginado sentir. En cierto modo Livia también lo había conmocionado, haciéndole comprender claramente que quería conocerlo a fondo, porque le interesaba como hombre.
No podía negar que durante un largo instante se había sentido en vilo; al contrario de lo que le pasaba con Enrica, desde el comienzo, Livia había sido un torbellino de sensaciones: su perfume especiado, la piel suave, los labios carnosos, sus andares felinos, y al saludarse, las cálidas lágrimas de mujer que surcaron su rostro mezcladas con la lluvia.
Mientras subía las escaleras de su casa, Ricciardi llevaba en la mente y en el corazón a tres mujeres: una cercana, una que creía lejana y una muerta.