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En casa de los Colombo ya estaban todos levantados y con ganas de crear el desorden de los domingos por la mañana. Enrica se había resignado a renunciar a la tranquilidad que se había ganado madrugando; a modo de compensación, tras el desayuno, los echó a todos de la cocina con la excusa de que debía ordenar y continuar preparando la comida.

En sus idas y venidas por la estancia, cada vez que pasaba delante de la ventana, echaba una mirada fugaz al otro lado de la calle, hacia la otra ventana. Al fin y al cabo era domingo y para variar esperaba encontrarse con una mirada casual en pleno día; pero no vio al objeto de su interés, sino a la mujer anciana que vivía con él y estaba ordenando la casa. Se había enterado de un modo extraño que se trataba de la anciana tata y no de la madre de él, como había creído durante casi un año.

Se lo había dicho a Enrica la señora Maione, la esposa del sargento; un auténtico ángel que le había hablado del comisario, de su carácter cerrado, su soledad y su tristeza.

Luigi Alfredo. Dejaba que el nombre se deslizara por su lengua, fascinante y un punto misterioso como quien lo llevaba. Lo pronunciaba para sus adentros por las noches antes de dormirse o mientras se daba un baño en la nueva bañera de metal que su padre, victorioso, había mandado instalar en casa. La señora Maione la había convencido de que no todo estaba perdido, de que valía la pena esperar porque él, sin duda, aunque no lo confesara, estaba interesado en ella.

Sonriendo, y dando un largo e inútil rodeo para llegar al fregadero pasando delante de la ventana, Enrica pensó que valía la pena esperar. Todo el tiempo que fuera necesario.

Livia pensó que no necesitaría demasiado tiempo.

Cuando llegó a la ciudad el invierno pasado, convocada para identificar el cadáver de su marido, no encontró asiento en el directo que cubría el nuevo trayecto a Formia, de manera que viajó en el tren que cubría la antigua línea, la que pasaba por Cassino. Recordaba un largo y tediosísimo viaje de cuatro horas, con infinidad de paradas, pasos a nivel e incluso rebaños de ovejas en las vías que obligaban a los maquinistas y los empleados a bajarse para echarlas. En aquella ocasión le vino bien la tardanza; no tenía ganas de encontrarse delante de Arnaldo, aunque estuviese muerto. Cuanto más durara el viaje, tanto mejor.

En esta ocasión, sin embargo, si hubiese podido, habría volado. Una vez que decidió ir a ver a Ricciardi para averiguar por qué no se lo podía quitar de la cabeza, cada día había sido un tormento.

Mientras el tren expreso rechinaba cruzando los campos, Livia dejó de prestar atención a la charla que tenía lugar en el compartimento de primera y se puso a fantasear sobre cómo sería el encuentro. Ocupaban los asientos junto a ella dos parejas, cuyos maridos la miraban embobados provocando la silenciosa malevolencia de sus esposas; por lo que a ella respectaba, no se habría fijado en ellos aunque hubieran bailado desnudos.

Por la ventanilla, confundidos con el mar que comenzaba a aparecer y el calor rielante que asfixiaba, solo veía dos ojos verdes. Y pensaba en lo extraño que era el amor.

La puerta se abrió y entró el doctor Modo, seguido del fotógrafo cargado con la cámara, el trípode y las lámparas de magnesio. Bajo el ala ancha del sombrero blanco, el médico sudaba profusamente. Sin saludar, como si continuara una conversación iniciada minutos antes, dijo:

—Vamos a ver, no digo que haya momentos mejores o peores para ser asesinado, faltaría más. Pero una vez que alguien se decide, ¿cómo se puede organizar algo así en domingo y con cuarenta grados? ¿Hay alguien que me lo pueda explicar, por favor?

Bruno Modo era médico de hospital, cirujano y, en caso necesario, forense. Durante la guerra había sido oficial en el Carso y adquirido una excepcional experiencia, utilísima en las investigaciones policiales; sin embargo, no tenía pelos en la lengua y su decidida postura antifascista hacía peligroso tratar con él, motivo por el cual, pese a ser extrovertido, contaba con pocos amigos y algunos funcionarios de la jefatura evitaban recurrir a sus servicios.

No así Ricciardi, que lo mandaba llamar cada vez que necesitaba un médico. Apreciaba su extraordinaria competencia y su profunda humanidad. Además, poseía el don de la ironía, como el propio Ricciardi; por ello ambos mantenían una relación que aunque no podía calificarse de amistad se le parecía bastante. Modo era el único que tuteaba al comisario.

—Vaya, Ricciardi, ¿quién iba a ser si no? Dime la verdad, ¿has matado tú a esta dulce señora con el único fin de hacerme sudar y arruinarme el domingo? La próxima vez te aconsejo el suicidio, por cambiar de delito, digo; te prometo que entonces vendré gratis.

Ricciardi sacudió la cabeza.

—Hola, Bruno, también te doy los buenos días. Sabía que te iba a gustar este encuentro social con el que llenar un día festivo. Sin duda, apreciarás la compañía de la señora, acostumbrado como estás a la alegría del depósito de cadáveres.

El doctor se abanicaba con el sombrero mientras sudaba bajo la abundante cabellera blanca.

—Así a ojo de buen cubero diría que la duquesa no nos ha dejado tras recibir una paliza de una banda de fachas, como le pasó al tipo ése de la via Medina. Preparé un informe de cuarenta páginas sobre los efectos de la «caída», tal como habéis concluido vosotros en la jefatura. Sois unos sinvergüenzas, eso es lo que sois. A veces pienso que en la guerra se estaba mejor.

Ricciardi protestó:

—Oye, que a mí no me pidieron siquiera que hiciera una inspección. De lo contrario, puedes estar seguro de que con denuncia o sin ella, alguien habría terminado en la cárcel. En fin, ¿qué me dices de lo que tenemos aquí?

Tras quitarse la chaqueta y arremangarse la camisa, Modo se inclinó cerca del cadáver.

—No sé… Así en líneas generales diría que fue infarto de miocardio. O quizá muerte por aburrimiento. ¿Tú qué opinas?

—Opino que, por lo que sé, en el Salone Margherita buscan un nuevo cómico. ¿Lo has pensado? A lo mejor si cambiaras de trabajo te ahorrarías el confinamiento.

—Muy bien, me acercaré a preguntar si necesitan un dúo. Cuando más me luzco es en pareja, y tú tienes una risa contagiosa. Anda, déjame trabajar y dentro de unos minutos te cuento. Ya he avisado al depósito, van a enviar una ambulancia. Con este calor no conviene dejar mucho tiempo un cadáver así expuesto.

Entretanto, sudando copiosamente, el fotógrafo iba sembrando de fogonazos y desde todos los ángulos la escena del crimen: el cadáver, el cojín, la puerta. Maione, que se había alejado para inspeccionar las escaleras, regresó.

—Buenos días, doctor Modo, qué gusto —dijo, tocándose la visera.

—Aquí lo tenemos, otro cómico más. Buenos días, sargento. La próxima vez, si debe ser un gusto, veámonos en la fonda.

Maione suspiró.

—No sería mala idea. Veamos, el patio ofrece bastante protección, comisario. Las cuatro columnas, muchos recovecos, la garita del vigilante. El cerrojo es normal y no ha sido forzado. El que abrió la puerta utilizó la llave. Las escaleras llevan a otras dos plantas sacadas de ésta, porque para mí, cuando construyeron el palacio debía de tener los techos más altos que la catedral. Justo encima hay dos puertas, una está cerrada, debe de ser donde está el famoso señorito, la otra está abierta y allí se encuentran los niños de los Sciarra que, como era de esperar, están comiendo. Y después hay una escalera más estrecha que va a la terraza.

Ricciardi lo escuchaba con atención.

—¿Has preguntado a alguno de los espectadores de ahí fuera? Naturalmente, nadie ha oído nada, ¿verdad? Y eso que hubo al menos un disparo de pistola.

Maione se enjugó la cara empapada con el pañuelo.

—Por supuesto que no, comisario. Pero esta vez hay una justificación, ayer el barrio estaba en fiestas y cantaron y bailaron en la calle hasta las tres de la madrugada. El plato fuerte es una tarantela que dura una hora y los bailarines bailan alrededor de una hoguera de madera vieja, de la que quedan los rescoldos, que ahora están limpiando. ¿Se lo imagina, con este calor? La gente está loca.

El fotógrafo tosió.

—Comisario, yo he terminado. Mañana por la tarde, pasado mañana a más tardar, le mando las copias. Hasta la vista.

Ricciardi lo saludó con la mano y levantó el cojín. Era un cuadrado de unos treinta centímetros de lado, con un cordoncito dorado en todo el borde y pompones en las esquinas. De seda, con motivos florales, relleno de plumas. Tal como había imaginado el comisario, el lado descubierto presentaba más o menos en el centro una amplia quemadura, mientras que del otro lado había una amplia depresión correspondiente al rostro de la duquesa, con el agujero de salida del proyectil.

Al observarlo más de cerca, Ricciardi descubrió unas marcas de humedad: saliva, tal vez también algo de sangre. Lo habían apretado con violencia.

Cuando volvió a dejarlo en el suelo vio una marca en la alfombra que el cojín había ocultado hasta ese momento. El comisario se arrodilló para examinarla mejor; parecía la aureola dejada por un zapato, no llegaba a ser una huella. Por absurdo que pareciera, porque hacía una eternidad que no llovía, podía tratarse del rastro de barro de un zapato mojado: se veían pequeños restos de tierra. En el rincón opuesto de la habitación, a intervalos regulares, la imagen muerta repetía:

«El anillo, el anillo, has quitado el anillo, me falta el anillo».

Ricciardi le preguntó al doctor Modo:

—Disculpa, Bruno, ¿puedes decirme ahora mismo algo sobre la mano izquierda?

El médico se puso de pie secándose la frente con el pañuelo. La camisa, aplastada contra el tórax por los tirantes, estaba empapada en sudor.

—Yo ya no estoy para estos trotes, soy demasiado viejo. Tengo que hacer una buena autopsia, si no, juro que no te digo nada. Hay que reservarse las observaciones inmediatas tras el examen superficial, de lo contrario se corre el riesgo de decir un montón de bobadas que después se vuelven en mi contra y pierdo la fama de infalible.

Ricciardi sacudió la cabeza.

—De eso no tengas ningún miedo, tú no lo sabes, pero desde hace años todos saben que no haces más que decir bobadas. De manera que no viene de una más o una menos. Anda, dime algo ahora.

Modo sonrió.

—Es lo que más me gusta de ti, esa capacidad de gratificar a tus colaboradores. Vamos a ver, diría que un disparo de pistola le fracturó el hueso frontal y el occipital y le atravesó el cerebro. El proyectil está aquí, incrustado en el respaldo del sofá. No hay quemaduras, el disparo no se hizo a bocajarro, pero veo que ya has revisado el cojín, de modo que eso ya lo sabes. Por la hemorragia puedo decirte que estaba viva cuando le dispararon. No me atrevo a aventurar nada más sin autopsia, me puedes torturar si quieres.

—Dime algo de la mano izquierda.

—El dedo medio está dislocado, pero no presenta hematoma, de modo que se lo hicieron después de muerta. Y tiene un pequeño morado en el anular, de modo que ahí sí estaba viva. A lo mejor murió entre un dedo y el otro. Ah, mira, ahí llega la ambulancia del depósito.

Con las manos en los bolsillos, Ricciardi observó a la duquesa mientras abandonaba por última vez su palacio. Al menos físicamente. Porque a sus espaldas, ella misma le decía:

«El anillo, el anillo, has quitado el anillo, me falta el anillo».