6

Detrás de la puerta había una auténtica habitación, más que un gabinete, como había dicho el ama de llaves. Estaba en penumbra, los postigos cerrados, como para favorecer el sueño; pero la figura que se atisbaba en el sofá no dormía.

Ricciardi avanzó tras entornar la puerta a sus espaldas. Veía las siluetas de los muebles, las sillas, un escritorio. Cuadros en las paredes, una mullida alfombra bajo los pies. Olía. A lavanda, a un perfume dulzón, una casa limpísima. Pero también a cordita: en esa habitación habían disparado un arma de fuego. Quizá una sola vez, el olor no dominaba. Olía a algo más, a sangre. Sangre coagulada, con ese aroma característico a hierro oxidado.

El comisario observó el perfil del cadáver, que después examinaría mejor a la luz. Reparó en la dirección de la cara, consciente de que el Asunto le impondría su imagen en el lugar donde se había posado por última vez la mirada de la víctima; aquélla era la extraña física de su poder, una regla hecha para ser desobedecida. Pero no en esa ocasión. Exactamente en el rincón opuesto al sofá donde estaba tumbada la muerta, perfectamente visible a los ojos de la mente de Ricciardi a pesar de la oscuridad, la duquesa Musso de Camparino seguía repitiendo su último pensamiento.

Había sido una mujer muy hermosa; la muerte no conseguía ocultar su altura, las formas generosas enfundadas en un traje de noche de seda negra. Debía de tener unos cuarenta y pocos años, pero llevados con el orgullo de la riqueza y la seguridad de los propios medios. La imagen, firme y soberbia, miraba fijamente al frente. Ricciardi no percibía las emociones más frecuentes, miedo, rabia, horror. Más bien sentía sorpresa, casi curiosidad: la mujer no pensó que iba a morir hasta el final.

Sin embargo, estaba muerta; para ser más exactos, la habían asesinado. En medio de la frente, limpio y perfecto, encima de los ojos entornados, resaltaba el agujero de entrada de un proyectil. La cara enrojecida, la lengua negra asomando entre los labios. Sus rasgos eran regulares, los pómulos altos, los ojos oscuros, la boca de dientes grandes y blanquísimos.

Como siempre, el comisario centró la atención en lo que el alma de la duquesa de Camparino tenía que decirle, en el mensaje que dejaba; en la parte del pensamiento que la muerte había interrumpido, en el hilo cortado.

«El anillo, el anillo, has quitado el anillo, me falta el anillo».

Como una plegaria, murmurada hasta el infinito, repetida hasta que se hubiese disuelto en el aire junto con el simulacro de boca que la pronunciaba. Una frase simple, clara como si hubiese sido aullada en el silencio.

«El anillo, el anillo, has quitado el anillo, me falta el anillo».

Ricciardi no necesitaba memorizar, oiría aquellas palabras y padecería el sufrimiento que encerraban muchas veces más. Con la cabeza gacha fue a abrir los postigos y dejó que entrara el sol despiadado.

Maione se había quedado fuera, sudando, con el matrimonio Sciarra y el ama de llaves. Por las escaleras llegaron riendo un niño y una niña que empuñaba dos enormes pedazos de pan. Ante aquel panorama, el amor que el sargento sentía habitualmente por los pequeños se vio sometido a una dura prueba. Con tono firme, Sciarra los mandó callar a los dos y detuvo su carrera agarrándolos por la nuca como dos cachorros. El niño protestó:

—Padre, que Lisetta ha cogido también mi pan, dígaselo usted…

El vigilante arrancó uno de los trozos de pan de la mano de su hija y se lo dio al niño. La niña lloriqueó:

—¡Padre, que Totonno se ha comido mi queso, yo le di mi queso a cambio de su pan y ahora también quiere comérselo!

Sciarra les dio una colleja a cada uno y los amenazó:

—Si no dejáis de pelear os quedáis sin pan los dos y se lo doy al sargento, que veis aquí, que se lo comerá todo. ¡Ahora meteos en casa y no salgáis!

Maione deseó que siguieran peleando y que, por meros motivos educativos, que quede claro, él se viera obligado a comerse los dos trozos de pan. Quizá, para que le bajaran mejor, untados en salsa de tomate. Pero los niños, temerosos, salieron disparados escaleras arriba cada cual con su preciado mendrugo. El sargento suspiró.

—Hermosos. ¿Son suyos?

—Sí, sargento, mis dos cruces. Las otras dos, el niño mayor y la más pequeña, están arriba. Pero éstos son los más diablos.

Mariuccia hizo ademán de seguir a sus hijos, pero Maione la detuvo levantando la mano.

—No, señora, tiene que esperar aquí hasta que el comisario diga que puede retirarse. Mientras tanto, cuéntenme cómo está dividido el apartamento de los duques. ¿Hay habitaciones personales, habitaciones comunes, y cuántas son?

El ama de llaves adoptó un aire que a Maione le pareció extrañamente defensivo.

—Verá, sargento, los tres tienen sus propias habitaciones y no se ven demasiado.

Sciarra hizo una mueca y arrugó la nariz enorme.

—Si es por eso, no se ven casi nunca. El duque está en cama y no se puede levantar, el señorito Ettore siempre está en la terraza con sus flores y sus plantas, y la duquesa…

Concetta lo fulminó con la mirada.

—Lo mejor sería que cada cual estuviera en su lugar, eso sería lo mejor. Usted, no hay manera de que aprenda que nosotros estamos aquí para servir y que lo que hagan los duques no es asunto nuestro.

—¿Por qué, doña Concetta, qué he dicho de malo? Yo solo quería decir que cada cual hace su vida, contestaba a la pregunta del sargento, para que sepa que hay habitaciones comunes, pero que no se usan.

Intervino Mariuccia que no había dejado de llorar tapándose con el pañuelo.

—Es cierto, no entra nadie, pero a la duquesa le gusta tenerlo todo bien limpio, lo revisa y si encuentra algo fuera de sitio enseguida me llama y me pone a caer de un burro. Quiero decir, me ponía. Ahora ya no me pondrá más a caer de un burro… —Y volvió a sollozar desesperada.

—Vamos a ver —intervino su marido—, eres tonta, ni que te disgustara que no pueda reprenderte más la pobre duquesa.

Una vez más, Concetta consideró necesario aclarar las ideas de Peppino.

—Es usted el que no entiende que ahora, con la muerte de la duquesa, la organización de la casa puede cambiar y es posible que prescindan de nosotros y nos encontremos en la calle.

Sciarra se encogió de hombros.

—Pero que no, que no. Es más, el señorito y el duque ahora nos van a necesitar más. ¿Quién si no se ocupará de mantener en funcionamiento este pedazo de casa?

Maione asistía al intercambio de comentarios en apariencia distraído, pero en realidad no perdía detalle. Comprendió que en el edificio no vivía una sola familia sino cinco núcleos distintos, los Sciarra, Concetta y luego los tres duques que se trataban lo mínimo indispensable. Anotó mentalmente el detalle para comentárselo a Ricciardi en el preciso instante en que el comisario volvía a aparecer por la puerta y le pedía que entrara.

El sol había invadido el gabinete, y la temperatura subía notablemente. Ricciardi y Maione observaron los cortinajes, los cuadros, los muebles. Sus miradas expertas captaron la abundante presencia de objetos de plata, pinturas de gran valor, dos jarrones chinos y una estatuilla antigua de bronce; no se había producido ningún robo, en todo caso, quizá hubo un intento que se había visto interrumpido y, obviamente, no había tenido éxito. No encontraron signos de forcejeos, no había nada roto ni volcado. El único signo visible de lo ocurrido era un cojín cuadrado en el suelo, a los pies del cadáver, en uno de cuyos lados se veía un agujero. Ricciardi no le dio la vuelta, no quería alterar nada hasta que llegara el fotógrafo, pero estaba dispuesto a jurar que, del otro lado, el tejido presentaría señales evidentes de quemaduras, las que no veía alrededor del agujero en la frente de la muerta. El asesino había disparado a través del cojín.

Si no contemplabas su cara, la duquesa podría muy bien parecer dormida; blandamente abandonada en el sofá, solo a medias tendida, las piernas estiradas y las manos en el regazo. Ricciardi se acercó y notó que en la mano izquierda no llevaba anillos, pero que tenía marcas de haberlos usado en los dedos medio y anular. El medio hasta parecía roto o dislocado, aunque no creyó notar hematomas. Había que esperar al médico forense y al fotógrafo antes de mover el cadáver; la causa de la muerte parecía incluso demasiado evidente: el agujero del proyectil en la frente, entre los ojos entornados.

Resoplando y cada vez más sudado, Maione se había agachado junto al sofá y trataba de mirar debajo.

—¿Dónde estás, dónde te has metido, maldito…? Ah, por fin te encuentro. Comisario, he encontrado el casquillo, está debajo del sofá, tal como imaginaba.

—Muy bien, Raffaele. Pero no lo toques; esperemos al fotógrafo. Y mientras esperamos, haz pasar al ama de llaves, a ver qué nos cuenta.

Concetta Sivo entró en el cuarto, silenciosa y paquidérmica. Lanzó una mirada fugaz al cadáver de la duquesa y enseguida apartó la vista, se puso pálida pero no modificó la expresión impasible. De pie, con las manos en los bolsillos, Ricciardi no dijo palabra y la vio sudar durante un largo instante, buscando otras señales de incomodidad que no encontró.

—Veamos, señora. Cuénteme cómo descubrió el cadáver de la duquesa.

—Me levanto temprano, a eso de las seis. Cuando no tengo que ir al mercado o a hacer otros recados fuera, como hoy, que es domingo, me entretengo un rato en mi habitación. En fin, que ordeno mis cosas. Después voy a la primera misa, la de las siete.

—De manera que también esta mañana salió usted a las siete.

—No, esta mañana primero quise echar un vistazo a la casa. Anoche, no sé si lo sabrá, se celebró la fiesta de Santa Maria Reina. En estas ocasiones hacen de todo, ensucian delante del portón, encienden una hoguera en medio de la plaza. Quería darle algunas instrucciones a Mariuccia para que empezara a limpiar un poco.

Ricciardi trataba de reconstruir los horarios.

—¿Y al salir tiene que pasar por el gabinete?

—Sí, por fuerza. Por la noche, cuando me retiro, yo cierro el candado de la verja de fuera. La señora, que regresa tarde, deja las llaves del cerrojo en ese cajoncito —e indicó una consola al lado de la puerta de entrada—, así yo por la mañana puedo abrir para que entre Mariuccia y se ponga a limpiar.

—¿Y el candado lo cierra con una llave suya?

Concetta Sivo negó con la cabeza.

—No, no. Yo no tengo las llaves del candado. Lo cierro de un golpe, y por la mañana uso las llaves del cajoncito. Echo un vistazo a la habitación y normalmente la encuentro en orden. Pero esta vez encontré… encontré a la duquesa.

—¿Y qué hizo?

La mujer mantuvo el tono calmado, pero su expresión traslucía una fuerte emoción.

—Creí que se había dormido vestida, en el sofá. Otras veces le había pasado, la duquesa… a veces regresaba cansada, muy cansada.

Ricciardi decidió llamar a las cosas por su nombre.

—¿Quiere usted decir borracha?

Concetta Sivo no tenía intención de pronunciar palabras que no se sentía autorizada a decir.

—No lo sé, comisario. No me incumbe, y cuando las cosas no me incumben, miro para otro lado.

Ricciardi la miraba fijamente a los ojos.

—Pero esta vez no pudo usted mirar para otro lado. ¿Qué hizo cuando se dio cuenta de que la duquesa no estaba dormida?

—Me asomé al patio y llamé a Sciarra. Le pedí que subiera y se quedara con la duquesa, y fui al último piso a llamar al señorito Ettore.

Ricciardi trataba de reconstruir los hechos con precisión.

—¿La verja ya estaba abierta o la abrió usted?

Concetta Sivo pareció sorprendida. Frunció el ceño.

—Estaba abierta. Ahora que lo pregunta, me doy cuenta de que la verja estaba abierta pero el cerrojo estaba cerrado, como lo dejo durante el día.

—Continúe. ¿El señorito estaba en casa?

—Sí, ya estaba en la terraza regando las plantas. Él también se levanta temprano.

—¿Qué le dijo usted?

Concetta bajó la vista.

—Le dije que me parecía que la duquesa había muerto. Que tenía un agujero en la frente.

—¿Y él bajó enseguida con usted? —le soltó Ricciardi.

Tras una vacilación, la mujer contestó:

—No. Dijo que no es médico. Y que fuese a llamar a la policía. Pero no bajó.

Siguió un largo silencio. Ricciardi procesaba la información.

—¿Cuánto hace que está al servicio de los duques?

—Veinticinco años, comisario. Desde que tenía veintiuno. Primero como criada, después como cocinera y desde hace diez años como ama de llaves, desde que nos faltó la duquesa.

—¿Cómo desde que nos faltó la duquesa? —preguntó Maione mirando el cadáver.

—La primera duquesa, quiero decir. El duque ya estuvo casado anteriormente, el señorito Ettore es hijo de su primera esposa, la señora Virginia. La duquesa Adriana es… era su segunda esposa.

Ricciardi quiso profundizar más. Estaba empeñado en comprender la relación entre ambas mujeres.

—De manera que cuando el duque volvió a casarse usted ya estaba en esta casa. ¿Se llevaba bien con la duquesa?

La mujer se encogió de hombros.

—La duquesa casi siempre estaba fuera. En la práctica, la casa se lleva sola, no hay mucho que hacer. Yo cumplo con mi trabajo y, sobre todo, voy a lo mío.

A Ricciardi no se le escapó el juicio implícito en la respuesta de Concetta Sivo y dejó para otro momento su análisis más atento.

Pero hubo algo que quiso aclarar enseguida: fue a la consola y abrió el cajoncito. En su interior, donde Concetta Sivo había dicho que la guardaban, estaba la llave del cerrojo con el que se cerraba la verja del rellano.

Se ve la calle por una abertura en el seto de buganvilla en el lado sur de la terraza. La he dejado expresamente, total, desde allí nadie puede mirar el interior. Y en la calle, delante del portón, se amontona la gente. Curiosos, transeúntes. A saber qué esperan ver. ¿No saben ya lo que ha ocurrido? Basta con que se detenga uno para que al cabo de nada se detenga alguien más; en esta ciudad nadie va a lo suyo.

Me acuerdo de cuando estaba en la universidad, íbamos cuatro o cinco a la Villa Nazionale o a la via Toledo y nos poníamos a mirar el cielo. Dos minutos más tarde había por lo menos una decena de personas con la nariz apuntando hacia arriba, pero nadie preguntaba: «Oiga, joven, ¿qué están mirando?». Nadie. Después, en cuanto decidíamos poner fin al juego, uno de nosotros decía: «Bueno, vámonos, total, hoy ya no pasará el chupete volador». Al llegar a casa se lo contaba a mamá y ella se reía aunque estuviese sufriendo.

¿Sabes?, te sigo viendo, mamá, en tu cama mientras sonríes porque ya no puedes reír. Te veo y no quieres que yo note que sientes dolor, en el corazón y en el alma. Porque ya habías intuido lo que estaba organizando la meretriz vestida de enfermera.

Ahora está muerta, ¿sabes, mamá? Ella también está muerta. Y no como tú, en tu cama, con el rosario entre las manos y con mis lágrimas. Ha muerto como merecía. Asesinada.

Como la perra que era.