Agua. Con este calor bestial las plantas necesitan mucha agua. El trabajo de todo un año, los cuidados y la dedicación pueden irse al garete si en estos días crueles no se riega con abundante agua. El sol, tan necesario en las demás estaciones, se convierte en el peor enemigo: absorbe las energías de las hojas como de los músculos de las personas.
Y vosotras, mis pequeñas y dulces amigas, no podéis pedir ayuda. Sin mí os moriríais agostadas, resecas, con las ramas tendidas al cielo clamando el alivio de una gota de lluvia. Con hoy ya son setenta y seis días sin llover. Setenta y seis días que vuestra vida está en mis manos, hoja por hoja, pimpollo por pimpollo.
Os tengo que regar con abundante agua, y lo hago por la mañana, antes de que el sol esté alto y comience a recorrer la terraza en busca de humedad que secar. Me gustaría dormir, incluso quedarme tumbado en la cama con los ojos abiertos y pensar. Recordar. Hacer proyectos, tal vez irrealizables. Pero os amo, mis silenciosas y queridas amigas, y el amor, lo saben todos, es sacrificio. Por eso me levanto, busco el cubo y, viaje tras viaje a la fuente, os regalo otro día de vida. No podéis moveros, vuestro lugar está en esta terraza. Yo que puedo, tomo la vida y os la regalo.
Es bonito ver cómo me lo agradecéis, con nuevos perfumes y nuevas flores. Vosotras también regaláis vida, mira cuántos insectos, qué fiesta de zumbidos puebla el aire. Es este el milagro, la vida que se multiplica, que se divide en mil partes. Cada cual en su lugar, cada cual cumpliendo con su papel.
Es maravilloso dar vida. Se es Dios. Y también se es Dios quitándola.
Tras ordenar a Camarda y Cesarano que se quedaran en el portón y no dejaran entrar ni salir a nadie, Ricciardi y Maione siguieron al diminuto vigilante hasta el patio. Además de la estatura, la voz chillona y la nariz inmensa, también sus andares eran ridículos: los pasos breves eran elásticos, como saltitos interrumpidos; el uniforme ancho le hacía arrugas en la espalda y, con cada movimiento, el sombrero se ladeaba y él lo enderezaba con ambas manos, las puntas de los dedos asomadas al final de las mangas demasiado largas.
El patio no parecía tan amplio como el de los otros edificios nobles que Ricciardi había visto; después se notaba que el espacio quedaba reducido por un gran parterre en el centro, lleno de hortensias. Al notar que los policías observaban las flores, Sciarra dijo sin aminorar el paso:
—Qué flores tan hermosas, ¿verdad? El hijo del duque está obsesionado…, quiero decir, al señorito le gustan mucho y se ocupa de que haya flores todo el año.
Ricciardi echó un vistazo a su alrededor, dejando para más tarde una inspección más profunda, se fijó en cuatro grandes columnas en las esquinas del patio que, en caso necesario, podían ofrecer sombra y protección. A un proveedor acalorado, por ejemplo. O a un asesino.
Justo enfrente del portón, al otro lado del patio, comenzaba una amplia escalinata. A la derecha, nada más cruzar la entrada, había un cuartito estrecho sin puerta con una silla y una mesita. Maione le preguntó al vigilante:
—¿Se queda usted ahí cuando está de servicio?
—Sí, sargento, ahí mismo. Cuando el portón está abierto, yo me quedo ahí todo el tiempo.
Dos mujeres se acercaron al pie de la escalinata: una era inmensa, alta y ancha, con un delantal blanco sobre una bata azul, el cabello recogido en un moño en la nuca. La cara pálida, una mancha roja en el cuello, se estrujaba las manos; estaba visiblemente conmocionada. La otra, más joven, delgada y angulosa, vestía una camisola negra de criada; lloraba a moco tendido y se secaba continuamente los ojos con un pañuelo sucio.
—Ésta es la señora Concetta, el ama de llaves —los presentó Sciarra tendiendo la manga colgante hacia la mujerona—, y ella es Mariuccia, mi mujer, es la sirvienta.
Maione se tocó el sombrero.
—Sargento Maione, de la jefatura de policía. El comisario Ricciardi, al mando de la brigada. Concetta, ¿y el apellido?
La mujerona contestó con un susurro. Le habían enseñado que en el palacio debía hablar en voz baja y, a pesar de su desconsuelo, no conseguía hacer otra cosa.
—Concetta Sivo, para servirle. Como le ha dicho Peppino, soy el ama de llaves del palacio. La señora duquesa…, la he encontrado yo, en una palabra, he visto la… la desgracia.
Al oír al ama de llaves, la criada estalló otra vez en sollozos. Su marido le tocó el brazo, como para sostenerla. Ricciardi intervino.
—Permanezcan los tres disponibles, les recomiendo que no se alejen del palacio bajo ningún concepto. Por cierto, además del portón, ¿hay alguna otra salida? Puertas de servicio, sótanos, en fin, otras aberturas.
—No, no, comisario, no hay más salidas. O pasas por el portón o te quedas dentro. A menos que te lances por la ventana, pero la más baja está a seis metros del suelo.
Ricciardi levantó la vista hacia la escalera. Suspiró imperceptiblemente.
—Subamos. Señora Sivo, enséñenos lo que ha encontrado.
En verano el seto de jazmines está maravilloso. No es solo por el perfume, que no me cansaría nunca de aspirar, dulce y ligero, te queda impregnado en la nariz incluso una hora después de haberlo olido. También por el color, ese verde intenso salpicado de blanco, las hojitas puntiagudas. Me gusta que sea frondoso, me gusta que cubra la vista de la terraza, de manera que desde fuera, incluso desde el campanario de la iglesia de enfrente, de este espacio y de la casa se vea una imagen verde y con flores. Que se pueda pensar que es un lugar bonito. Sin dolor. Que no se note que, por el contrario, está lleno de muerte.
Después del primer tramo de escaleras, a la derecha, había una verja para impedir el acceso a la planta noble y detrás una puerta abierta de par en par. La verja estaba entornada y de una de sus hojas colgaba una gruesa cadena abierta, con un candado cerrado en el extremo.
La escalera continuaba a la izquierda. Ricciardi preguntó:
—¿Adónde lleva la escalera? ¿Qué hay arriba?
El ama de llaves contestó con un bisbiseo:
—Primero vienen nuestras habitaciones, la mía, la del vigilante y la criada con sus hijos, cuatro niños. Más arriba está el apartamento del señorito, el hijo del duque.
—¿Quién vive en esta planta?
—Aquí viven solamente los duques. El duque está muy enfermo y guarda cama. Su alcoba está al fondo, al otro lado del palacio. Pero la alcoba de la duquesa está de este lado.
En el rellano había sombra pero hacía muchísimo calor. Las campanas habían dejado de tocar por fin; el silencio era interrumpido únicamente por una voz de mujer que cantaba a lo lejos. Ricciardi preguntó:
—¿Dónde encontró el cadáver?
Al oír la palabra «cadáver», la mujer de Sciarra sollozó con más fuerza detrás del pañuelo. Su marido le rodeaba los hombros con el brazo, el sombrero inclinado sobre la frente. El ama de llaves contestó:
—Aquí mismo, en la primera alcoba. En realidad, en el gabinete. En el sofá.
—¿Tocó algo? ¿Está todo como lo encontró?
La mujer frunció la frente.
—No, me parece que no. Es decir, toqué a la duquesa, la llamé. Después llamé a Mariuccia, Mariuccia llamó a Peppino. Tratamos de despertarla, después vimos…, nos dimos cuenta…, en fin, entre usted y verá lo que vimos.
Ricciardi miró hacia la puerta entornada. Una cosa era encontrarse frente al Asunto por casualidad, mientras caminabas por la calle o pasabas por donde se había producido un accidente; y otra muy distinta era ir en su busca. Para él el verdadero sacrificio era cargar con todo el dolor, dejar que el último y terrible estremecimiento de la vida que se acababa rodara hacia él y lo atravesara como una niebla ensangrentada.
Le hizo una señal a Maione con la cabeza; el sargento estaba acostumbrado al método de trabajo del comisario, siempre el mismo. Entraba solo en el lugar del delito, se quedaba unos minutos y luego salía. Sencillo. Por su parte, él debía quedarse en la puerta y vigilar que nadie entrara.
Por nada del mundo hubiera querido ser el primero en entrar en el lugar de un delito junto con el comisario. Maione, el sargento corpulento que no temía a nada y sentía aprecio por su superior, no habría tenido estómago. Eso era todo.
Al final del pasillo, tendido en el lecho en el que sin duda moriría al cabo de poco tiempo, Matteo Musso, duque de Camparino, escuchaba el silencio interrumpido únicamente por su estertor. No era normal que en domingo reinara tanta paz. Por los postigos cerrados deberían haberse colado las risas de los niños que jugaban en la plaza, las conversaciones de las comadres al salir de misa, los gritos de los vendedores de spasso, la mezcla de nueces, avellanas y altramuces que, tras la comida, llevaría regocijo a las mesas.
En una palabra, debería haberse oído el ruido de la vida. Ésa misma vida que lo estaba abandonando. En su lugar, este silencio.
Y la soledad, naturalmente. Pero a ésa estaba acostumbrado. Exceptuada la enfermera que iba dos veces al día a ponerle esas inyecciones inútiles, como si se pudiera detener a la muerte y no solo darle largas.
Qué silencio, pensó Matteo. Un silencio de muerte. Bien mirado, quizá la muerte había entrado en casa antes de tiempo. Quizá pasó por otra puerta, esa que nadie se esperaba.
Respirando afanosamente, el viejo duque esbozó una sonrisa obscena.