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Maldito sea el turno de guardia de los domingos, pensó con un bufido el sargento Raffaele Maione mientras bajaba de la piazza Concordia en dirección a la jefatura. Ya hacía un calor infernal, y apenas eran las ocho. Y maldito también el verano.

El sargento estaba furioso, aunque no debería estarlo. Pensaba, sin embargo, que tenía sus motivos. En realidad, vivía su mejor época de los últimos tres años, desde cuando su hijo Luca había muerto acuchillado por un atracador. Tan terrible suceso, además de destrozarle el corazón, había hecho que su esposa se alejara de él y de sus otros hijos para encerrarse en un dolor mudo sin consuelo.

Hasta que la última primavera se había producido el milagro, precisamente cuando estaba a punto de perder la esperanza de recuperar el encanto de su sonrisa. Recobraron la confianza y volvieron a ser como habían sido tanto tiempo atrás, y a los cincuenta años, Raffaele había tenido otra inesperada ocasión de ser feliz. En casa de los Maione se volvieron a oír las sonoras carcajadas de la madre y los hijos; el padre volvió a dejar afablemente que se mofaran de él; los domingos el aroma del legendario ragú de Lucia volvió a abrir el apetito y el corazón al optimismo. Entonces, ¿por qué el sargento se dirigía enfurecido a cubrir el turno de guardia del domingo? Y, sobre todo, ¿por qué motivo había elegido adrede ese turno en sustitución de un compañero que no daba crédito a sus oídos cuando Maione se lo había pedido?

Las cosas sucedieron así: una semana antes, Raffaele había salido de casa a dar un paseo del brazo de su hermosa mujer, seguido de sus cinco hijos. A pocos metros del portón de su casa pasaron delante de la verdulería de Ciruzzo Di Stasio, antiguo compañero de colegio del sargento y desde siempre proveedor oficial de la familia. El hombre se había acercado a ellos, se había quitado el sombrero y le había hecho un cumplido muy galante a la esposa de Maione.

—Doña Lucia, es usted un encanto. Tiene el cabello como el oro y los ojos del color del mar. Un día de éstos le escribo una canción, ya sabe usted que me gusta cantar. No sé qué hace al lado de este oso. —Y había acariciado con afecto la chaqueta del uniforme del sargento, que a duras penas contenía la barriga prominente.

Lucia se había echado a reír y le había dado las gracias. A Maione no le había hecho ninguna gracia; sintió la punzada de los celos en el corazón. Pero no había querido que se le notara y se había mordido la lengua cuando Lucia había comentado que Ciruzzo se cuidaba, y con cincuenta años estaba delgado como un palo. Maione, que pesaba ciento veinte kilos, se había sentido todavía peor; en realidad, el comentario de Lucia estaba motivado más por la preocupación por la salud de su marido, cuyo padre había sido igual de corpulento y había fallecido joven de un infarto.

A partir de ese momento, cada vez que comía algo, se acordaba de Ciruzzo y Lucia, y le entraba el malhumor. Por eso había decidido adelgazar, y de inmediato, para demostrarle a ese verdulero galante y paleto quién era el marido de la mujer más hermosa de los Quartieri Spagnoli. Y ahí estaba, blasfemando entre dientes mientras iba a trabajar en domingo por un motivo que no habría confesado ni siquiera bajo tortura: evitar el delicioso ragú de Lucia.

Entre los postigos entornados para mantener lejos el sol ya feroz, Lucia miraba a su marido mientras iba a la jefatura. En domingo. Precisamente cuando ella acababa de guisar el mejor ragú de la ciudad: nueve pedazos de distintas carnes, rehogados en manteca de cerdo y luego cocidos a fuego lento un día entero con tomates, cebolla y vino tinto. No era posible, conocía bien a su marido. Jamás habría renunciado al ragú. El motivo no podía ser más que uno: Raffaele rondaba a otra mujer.

Solo así podían explicarse los silencios y malestares de los últimos días, desde que habían salido a pasear con los chicos; era evidente, había conocido a otra y eso le había cambiado el humor.

Mientras mezclaba con la cuchara de madera el contenido de la cazuela de barro, recordó que su madre decía que el humor de la cocinera cambia el sabor de las comidas que prepara, y para cocinar hay que ser felices. Éste ragú me quedará amargo como la hiel, pensó.

Notó en el pecho la punzada de los celos. No iba a permitir que el destino le quitara otra vez a quien tanto quería. Mordiéndose el labio, Lucia se apartó de la ventana.

Enrica Colombo adoraba despertarse temprano los domingos y preparar lo necesario para la comida mientras su familia remoloneaba en la cama aprovechando el día festivo. Su carácter metódico necesitaba el orden y el orden exigía tiempo. Disponía encima de la mesa los ingredientes para el ragú y se preguntaba qué pensarían sus padres y hermanos si se hubiese puesto a cantar.

No era por el día festivo que acababa de empezar, puesto que hacía un calor tremendo ya de buena mañana, ni por el paseo que darían por la Villa Nazionale donde, como de costumbre, el padre compraría avellanas para los más pequeños. El motivo era otro.

Enrica tenía veinticuatro años y nunca había tenido novio. No podía decirse que fuera hermosísima, pero tampoco fea, pues estaba dotada de una gracia y una gentileza muy femeninas y de unos rasgos muy delicados. Tal vez era demasiado alta y poco propensa a dar confianza a los desconocidos; detrás de las gafas de carey los ojos sabían cómo helar a quien tratara incautamente de reducir la distancia que imponía a los extraños. Ésa actitud era fuente de gran preocupación para sus padres, que temían que su primogénita se quedara para vestir santos; su hermana menor ya llevaba casada dos años y Enrica no se mostraba siquiera dispuesta a conocer a nadie. Había tenido algunos pretendientes, pero los había desanimado al rechazar con firme cortesía sus invitaciones.

En realidad, a Enrica no le faltaba interés por el tema. Sencillamente esperaba. Esperaba que el hombre del que se había ido enamorando en las largas noches ventosas de invierno y en las dulces noches perfumadas por las flores primaverales, se pronunciara de algún modo.

Tras un año había tenido ocasión de hablar con él. Claro que las circunstancias no habían sido las que ella había imaginado; había descubierto que el hombre de sus sueños era un comisario de policía cuando fue interrogada a raíz del homicidio de una cartomántica a la que había consultado en un par de ocasiones. El interrogatorio no había sido cordial, él no había abierto la boca y ella estaba furiosa por haber acudido al encuentro desprevenida; pero al menos se había roto el hielo y ahora, cuando por la noche se sentaba a bordar junto a la ventana de la cocina, al verlo le hacía una señal inclinando levemente la cabeza, y él le respondía saludándola tímidamente con la mano. Podía parecer poco, pero para ella era muchísimo.

Ahora debía esperar a que el comisario Luigi Alfredo Ricciardi, así se llamaba, encontrara el medio para conocer a su padre y solicitarle permiso para visitarla. Haría falta tiempo, pero seguramente acabaría haciéndolo; de lo contrario, ¿por qué todas las noches, puntualmente, entre las nueve y las nueve y media, se asomaba a la ventana para verla bordar? Solo era cuestión de tiempo.

Pero Enrica Colombo tenía un carácter apacible y decidido. Y sabía esperar.

Livia Lucani, viuda de Vezzi, consideraba que ya había esperado bastante. Por ese motivo se encontraba en la estación de Roma, aguardando el tren expreso a Nápoles, para tomarse unas largas vacaciones. Obviamente no había elegido ese destino por casualidad; y obviamente había provocado perplejidad en amigos y parientes hasta el punto de convertirse en el tema preferido de los chismorreos que circulaban en la alta sociedad de la capital.

Livia Vezzi era todo un personaje, no había más que verla: era muy hermosa, morena y felina, con una figura sinuosa y rasgos regulares adornados por un hoyuelo en la barbilla y una sonrisa deslumbrante. Había sido la esposa de Arnaldo Vezzi, el tenor más famoso del país, un genio absoluto, protagonista de las crónicas mundanas durante una década; ella misma había sido una cantante de ópera con una preciosa voz de contralto y una buena carrera que interrumpió al contraer matrimonio. Su marido había tenido muchas amantes antes de acabar asesinado, cuatro meses antes, en su camerino del teatro San Carlo de Nápoles. Livia también había tenido algunos escarceos amorosos que no dejaron más rastro en su corazón que una mayor soledad. En cuanto a su matrimonio, Livia ni siquiera lograba recordar la última vez que había sido feliz.

Tras enviudar había recibido muchas propuestas; no solo los atraía por su belleza, sino por su posición económica y social. No eran muchas las mujeres que podían incluir entre sus amistades a la hija del Duce, que la invitaba siempre, sin falta, a sus recepciones. Sin embargo, ella no parecía dispuesta a iniciar nuevas relaciones; se mostraba serena y alegre pero los mantenía a todos a distancia. Se comentaba que tenía otras cosas en la cabeza.

Indiferente a los dos hombres que intentaban hablar con ella en la sala de espera de la estación, la mujer reconocía para sus adentros que lo que se decía era cierto: tenía otras cosas en la cabeza. Y lo que tenía en la cabeza era el recuerdo de unos extraordinarios ojos verdes, cuya mirada se había cruzado con la de ella en un momento completamente inadecuado, en el curso de la investigación por la muerte de su marido.

Unos ojos que se habían mostrado insensibles a sus encantos, algo a lo que ella no estaba acostumbrada; sin embargo, no era un simple capricho lo que la llevaba a subirse a un tren hacia la ciudad de las luces cegadoras y las sombras profundas. A sus amigas, ansiosas por saber si el propósito en apariencia macabro de regresar de vacaciones precisamente al lugar donde habían asesinado a su marido ocultaba una historia de amor, les había dicho que su decisión respondía al deseo de exorcizar el fantasma de Arnaldo de una vez para siempre; la verdad era que quería saber qué escondía la inquietud de sus sueños. Y para saberlo debía volver a ver esos ojos.

Contemplando el tren expreso que hacía su entrada en la estación, tras sonreír levemente a los dos hombres que se habían ofrecido a llevarle las maletas, pensó que ya había esperado bastante para comprenderse a sí misma.

Demasiado incluso.