Al comisario Luigi Alfredo Ricciardi no le disgustaba trabajar en domingo; ésa era otra de sus rarezas. Sus colegas escurrían el bulto con mil pretextos, durante el reparto de turnos surgían madres enfermas que cuidar, antigüedad en el puesto, necesidades familiares convenientemente exageradas; cualquier excusa era buena con tal de ahorrarse trabajar el día en que toda la ciudad tenía fiesta.
Por el contrario, Ricciardi callaba, como siempre, y, como siempre, le tocaba lo peor. No por ello se ganaba la benevolencia de sus compañeros, que no perdían ocasión para murmurar a sus espaldas.
Solitario, con las manos en los bolsillos, perpetuamente sin sombrero incluso en invierno, no participaba en las fiestas, en los brindis, no se lo veía nunca en ningún encuentro. Dejaba pasar las invitaciones, no trababa amistades y no se abría a las confidencias. Los ojos verdes destacaban en la cara morena, llevaba siempre en la frente un mechón de pelo que echaba hacia atrás con un gesto seco. Era de pocas palabras y soltaba frías ironías que no todos captaban. A pesar de todo, su presencia llamaba la atención.
Trabajaba sin descanso, sobre todo cuando se ocupaba de algún caso de homicidio, entre la malevolencia de esos colegas que no estaban en condiciones de seguir ni en sueños los ritmos que imponía a las investigaciones; los militares que le asignaban lo maldecían a escondidas por las horas que debían pasar bajo la lluvia o el sol, en vigilancias larguísimas y a veces inútiles. Comentaban insidiosos que en cada uno de los casos que investigaba daba siempre la impresión de que el muerto fuera alguien de su familia, se tratara de un noble o de un pobre diablo.
Por otra parte, sus habilidades eran indiscutibles. Sin respetar el procedimiento ni atenerse a las normas de sus superiores, seguía unos caminos peculiares que lo conducían siempre al culpable. Se había corrido la voz de que el comisario Ricciardi hablaba directamente con el diablo y que éste le sugería los pensamientos de los asesinos; con ello aumentaba el vacío a su alrededor, porque la superstición estaba arraigada en el alma de la ciudad. De su vida nadie sabía nada; tal vez no hubiera nada que saber. Vivía solo con su vieja tata, no se le conocían parientes ni amigos. Nada de mujeres ni de hombres, nadie se lo había encontrado nunca en un burdel ni en el teatro, jamás pasaba la velada fuera de casa. Inspiraba el recelo que inspira siempre quien no parece tener vicios y, por tanto, no puede tener virtudes.
Sus propios superiores, empezando por Angelo Garzo, el subjefe de policía, no ocultaban cierta incomodidad en presencia de un hombre que, pese a sus inmensas habilidades y competencias, carecía de ambiciones. Se decía que era riquísimo, un latifundista con tierras en lugares remotos, y que por ello no aspiraba a un sueldo mejor. Las investigaciones eran lo único que parecía interesarle.
Ahora bien, no demostraba satisfacción alguna cuando le echaba el guante al culpable. Se limitaba a mirar fijamente con sus inquietantes ojos transparentes, se daba media vuelta y seguía con lo suyo. Otro delito. Más sangre.
Ricciardi llegaba temprano al despacho, incluso cuando tenía guardia los domingos. En el largo paseo desde la via Santa Teresa hasta el final de la via Toledo encontraba menos gente, y eso no le disgustaba; la ciudad se despertaba despacio, con algún carrito de venta de fruta o leche que recorrían traqueteando la calle y los primeros cantos de las lavanderas en las fuentes ocultas de los barrios populares que cruzaba. En este terrible agosto, tras dos meses sin una gota de lluvia, resultaba agradable gozar del fresco sobrante de la noche durante el trayecto.
En la semipenumbra de los postigos entornados, sentado ante el escritorio, el comisario organizaba el día. Gestos mecánicos, burocracia, actas por redactar, la hoja del personal de servicio, muy escaso ese día. Debajo de la ventana la plaza todavía estaba desierta. Un borracho entonaba su canto ronco; a ése también le tocó el turno de guardia del domingo, pensó Ricciardi.
La puerta estaba entornada para crear una mínima corriente de aire. Unos haces de luz como cuchillas caían sobre la pared, debajo de los retratos oficiales del pequeño rey y del enorme jefe de gobierno. Una gaviota hizo de contrapunto al canto del borracho, y a Ricciardi le pareció sin duda más entonada. Miraba ociosamente por la rendija de la puerta hacia el tramo de pasillo que conducía a la escalera y alcanzaba a ver.
A pesar de la penumbra, los dos cadáveres se ofrecían nítidos a su vista. De pie, uno al lado del otro, unidos por toda la eternidad tras haberse apenas conocido en vida. Un monumento al guardia y al ladrón, pensó Ricciardi. Pero un monumento invisible… para casi todos.
Desde su silla, a varios metros de distancia, el comisario veía el boquete quemado en el costado de la cabeza del ladrón y el agujerito de entrada del proyectil en la sien del guardia, el hilillo de sangre y de masa cerebral que le bajaba por el cuello; y oía como un leve murmullo el último pensamiento de ambos. Vosotros no estáis de guardia, pensó con resentimiento. Estáis aquí todos los malditos días, envenenando el aire con el dolor inútil de vuestras jóvenes vidas desperdiciadas.
Apartó la vista y se levantó de la silla; el calor apretaba por momentos, en la calle empezaba a oírse algún motor de camino a la playa. Se acercó al calendario y arrancó la hoja del día anterior. Leyó la nueva fecha: domingo, 23 de agosto de 1931 - IX. Año noveno. De la nueva era. La era de las borlas en los sombreros y las botas pesadas, de las fotos a toda página en mangas de camisa, con el arado. Del entusiasmo y del optimismo. Del orden y de las ciudades limpias por decreto.
Ojalá bastara un decreto, pensó Ricciardi. Por desgracia, el mundo gira como lo hacía antes del año primero: los mismos delitos, las mismas pasiones corruptas. La misma sangre.
Lanzó una mirada al pasillo, oyó el murmullo de los pensamientos de los muertos. Fue a cerrar la puerta, como si con eso bastara para borrar la emoción del alma, como si las palabras llegaran a sus oídos y no a su corazón. Antes de lanzarla a la papelera, leyó otra vez la fecha en la hoja arrancada del calendario: año noveno. Sin embargo, desde mi primer agosto ardiente han pasado veinticinco. Se cumplen hoy, para ser exactos.
La baronesa Marta Ricciardi de Malomonte era una mujer menuda, elegante, silenciosa. En el pueblo de Cilento, dominado por el antiguo castillo, todos la apreciaban, pero de lejos; había algo extraño y distante en esos hermosos ojos verdes y tristes. Algo que inquietaba.
El destino no había sido especialmente benévolo con la esposa niña del barón, mucho mayor que ella, fallecido cuando el pequeño Luigi Alfredo tenía apenas tres años; ella no había querido regresar a la ciudad y participaba activamente en la vida del pueblo, ayudando a las familias más pobres, enseñando a leer y a escribir a los más pequeños para que ese hijo tan parecido a ella tuviera compañía. Pero la distancia social no era una buena premisa para establecer la amistad; por eso, Luigi Alfredo prefería pasar el tiempo con Rosa, la tata que vivía con ellos desde jovencita, y con Mario, el granjero que se ocupaba de la finca, un enamorado de Salgari que le contaba historias de tigres y guerreros. El niño soñaba despierto y reconstruía las historias jugando en el jardín del castillo. Rodeado de compañeros y enemigos imaginarios, combatía la soledad con la imaginación, blandiendo la espada que Mario le había hecho uniendo dos pedazos de madera en cruz.
El mundo de Luigi Alfredo se componía de realidad e imaginación a partes iguales; alimentaba la segunda con la primera, eligiendo los elementos más fascinantes para inventarse nuevas aventuras que vivir en las largas tardes solitarias. Su madre y los sirvientes se habían acostumbrado a oírlo murmurar en el jardín, incitando a tropas invisibles a la batalla y decapitando monstruos marinos de un limpio mandoble; por la noche, le tocaba a la rezongona Rosa curarle los arañazos de las rodillas y remendar las camisas rotas, antes de darle un rudo abrazo de consuelo.
Un día había entrado en la casa gritando y llorando a lágrima viva; le contó a su madre y a Rosa que había visto un hombre muerto que le hablaba. La tata lo había calmado y por la noche, con cara de perro, había preguntado a las doncellas cuál de ellas había cometido la tontería de contarle al niño el homicidio del jornalero que el invierno anterior había muerto a cuchilladas víctima de los celos; las mujeres protestaron y juraron que en presencia del señorito jamás habían mencionado «el Asunto». Luigi Alfredo que, como siempre, escuchaba a escondidas debajo del alféizar de la ventana, definiría más tarde como «el Asunto» esa otra vista de la cual disponía, la capacidad de sentir el dolor suspendido en el aire tras una muerte violenta. Y de ver su procedencia.
Casi había olvidado aquel encuentro, la mañana de agosto en que su madre le ordenó que se vistiera porque iban a dar un paseo; tenía seis años y estar con ella era el mayor placer de su vida, aunque no le contara las bonitas historias que le contaba Mario, ni le diera los rudos abrazos que le daba Rosa. Lo miraba con sus enormes ojos verdes, le sonreía dulce y melancólica y le acariciaba la frente, echándole hacia atrás el mechón rebelde. Con eso a él le bastaba. Pero aquel día la expresión de su madre era diferente, la veía tensa, distante. Luigi Alfredo pensó que quizá no se sintiera bien, quizá tuviera una de sus habituales jaquecas.
Habían enfilado el camino que llevaba a las afueras del pueblo. Ahora, pese a los años transcurridos, Ricciardi recordaba aún el calor sofocante y el olor a estiércol y a campo, a medida que avanzaban dejando atrás las últimas casas. Le había preguntado a su madre adónde iban, pero ella le había estrechado la mano y no le había contestado. Él sudaba muy poco, aun así, el calor le quitaba todas las energías, tenía sed y no veía la hora de detenerse. La mujer seguía andando. Al cabo de casi una hora llegaron a una casa que parecía abandonada. La cancela de madera estaba abierta, la maleza y los rastrojos cubrían lo que en otros tiempos había sido un sendero. De la rama de un árbol frondoso, en el centro de la era, colgaban una cuerda y una tabla, un viejo columpio roto. Su madre se detuvo a unos metros del árbol; miraba a su alrededor ceñuda, titubeante. La amplia ala del sombrero blanco ocultaba su mirada, pero Luigi Alfredo percibía su inquietud. De pie, detrás del tronco, vio a una niña más o menos de su misma estatura; no se había fijado en ella porque la ocultaba la sombra, pensó. Se acercó sonriendo y le preguntó:
—¿Quieres jugar?
Su madre dio un respingo y se llevó la mano a la boca. La niña estaba pálida, el pelo sucio de tierra caía sobre un vestido de tela basta. En su recuerdo Ricciardi la vio real como veía el retrato de Mussolini colgado de la pared. La parte anterior del vestido era de otro color, parecía negra. Luigi Alfredo se acercó más para verla mejor: el vientre de la niña estaba desgarrado por los perdigones disparados a quemarropa. A través de la carne quemada y destrozada asomaba el blanco de las costillas. Mirándolo fijamente con los ojos apagados le dijo:
«¡Mamá, corra, han roto la cancela, corra!».
Luigi Alfredo retrocedió un paso, estupefacto. Se volvió para mirar a su madre al tiempo que señalaba a la niña.
—¡Madre, ayúdela! ¿No la oye?
Marta no se movía, parecía una estatua de piedra. Miró hacia el árbol y Ricciardi se dio cuenta de que no veía a la niña, pero que oía algo. Entonces se volvió hacia la casa; él mismo habría ido a llamar a la madre de la niña. Avanzó unos metros; sentado junto a una piedra grande, vio a un muchacho. Le pareció que estaba durmiendo, pero cuando se acercó para despertarlo, notó que por la boca abierta le salía un gorgoteo, como de agua. Se le acercó un poco más y oyó que eran palabras:
«¡Papá, papá, los bandoleros, han venido los bandoleros, salga, salga!».
Por una abertura en la garganta manaba a borbotones un líquido negro y espumoso que no se detenía. Luigi Alfredo se echó a llorar sin darse cuenta. Caía sobre él un dolor sordo e infinito, a borbotones como la sangre del muchacho, y a cada borbotón se sentía más sucio y desesperado. De lejos tendió la mano hacia su madre, que seguía de pie, sin moverse, cerca del árbol con el columpio roto, la mano en la boca. Avanzó unos pasos hacia la casa. En el umbral de la puerta una mujer de rodillas, medio oculta por la sombra del interior, tendía la mano hacia el patio.
«¡Lucia, Gaeta, corred!».
El cuerpo de la mujer estaba cosido a puñaladas de la garganta hasta el vientre; el vestido hecho jirones dejaba al aire la decena de heridas que le habían provocado. En el suelo, entre las piernas, el gran charco de sangre iba en aumento. A sus espaldas el niño atisbo a un hombre, él también de rodillas; había perdido la mitad de la cara, borrada por un disparo de fusil a corta distancia. La otra mitad era la imagen del terror. Del ojo abierto de par en par descendían las lágrimas, de la boca deformada por una mueca salía un incesante balbuceo:
«Tened compasión, lleváoslo todo, llevaos a la pequeña y al muchacho, tened compasión…».
Luigi Alfredo notó una mano que lo agarraba del hombro y lanzó un grito, era su madre que se lo llevaba a rastras.
La miró y vio que lloraba como él.
—¿Qué has visto? ¿A cuántos, a cuántos has visto?
El niño levantó la manita y le enseñó cuatro dedos. Jamás olvidaría las palabras de su madre:
—Entonces los ves a todos. A todos. Estás maldito, pobre hijo mío. Maldito.
El mismo calor irrespirable envolvía a Ricciardi veinticinco años más tarde, en su despacho de la jefatura de policía. El policía pensó: ¿Y qué más podía hacer? Contagiado por el dolor, perdido en la corrupción de las pasiones, ¿qué más podía hacer? Quizá no sirva de nada, más que para poner remedio tardío a los sufrimientos.
Se había mantenido escrupulosamente alejado de las pasiones. Había mantenido todos los afectos alejados de su vida, porque era muy consciente de hasta qué punto el amor era capaz de destruir y corromper. Las tumbas de los cementerios están llenas de amor, pensó. Entonces lo mejor es estar solos y al amor verlo de lejos, lo más lejos posible.
Sin embargo, desde hacía unos meses esa distancia se había reducido de un modo preocupante e imprevisto. Ricciardi abrió los postigos y dejó entrar el sol; el primer rayo iluminó los documentos por rellenar apilados encima del escritorio. Suspiró y se puso a escribir. Mejor trabajar; bendito sea el turno de guardia de los domingos.