El ángel de la muerte cruzó la fiesta y nadie notó su presencia.
Pasó rozando la pared de la iglesia, que seguía engalanada para la celebración de la mañana; pero ya era de noche, y lo sagrado había dado paso a lo profano. Como mandaba la tradición, en el centro de la plaza habían encendido una hoguera pese a que el calor de agosto quitaba el aliento y nadie necesitaba las llamas de la madera vieja que cada familia había contribuido a acumular.
Pero las llamas ayudaban al ángel de la muerte, proyectando las sombras de las parejas que bailaban al son de las panderetas, las guitarras y las palmas, entre los gritos de los niños y los silbidos de los vendedores ambulantes. No lo había previsto, pero sabía que la justicia divina intervendría de alguna forma. Estalló un petardo, luego otro. Se acercaba la medianoche. Una señora gorda y sudada fingió un desmayo, el hombre que estaba a su lado se rió. El ángel de la muerte lo rozó pero el hombre ni siquiera se estremeció, esa noche el destinado no era él.
Al bordear la plaza con su anónimo traje oscuro habría podido llamar la atención solo por la tristeza de los ojos clavados en el suelo y los hombros apenas curvados. En el frenesí de la noche nadie habría reparado en esa tristeza. Con eso también había contado.
Llegó al portón del edificio y, por un instante, temió que a causa de la fiesta estuviese cerrado; sin embargo, lo habían dejado entornado como de costumbre. Y el ángel de la muerte se coló como una sombra, mientras la tarantela se iba animando, la multitud la acompañaba con cantos y aplausos y los petardos punteaban la música. Sabía dónde esconderse. Alcanzó el hueco detrás de una columna y se dispuso a esperar.
La mano se deslizó en el interior del bolsillo y palpó el frío del metal, pero no encontró consuelo. Ni siquiera la sombra solitaria del patio daba consuelo.
Solo el pensamiento de la justicia que traería.