Los timbres

Los teloneros del mayordomo

Los timbres son un tema que a todos os sonará bastante. Tuvieron un comienzo duro. El hombre que inventó el timbre se lanzó puerta por puerta a contárselo a todo el mundo: «¡He inventado el timbre, he inventado el timbre!», pero nadie le abría. Era frustrante. Los iba vendiendo por las casas. ¡Pom, pom!:

—¿Quiere un timbre?

—¿Para qué sirve?

—Para que usted abra cuando viene alguien.

—Si acabo de abrirle a usted. Y sin timbre.

Después se inventaron los Testigos de Jehová y los timbres pasaron a ser imprescindibles. Los primeros timbres fueron las aldabas, que son como un piercing para las puertas. Iban las puertas a sus madres:

—Mamá, ¿me puedo poner una aldaba?

—¿Tú estás loca? ¿De dónde has sacado esa idea?

—A todas mis amigas les dejan.

—¿Y qué pasa, que si todas tus amigas se tiran por un barranco tú también te tiras?

La Historia del Timbre había comenzado y con el paso del tiempo el timbre se fue perfeccionando. Hoy en día llamamos a las puertas del siglo XXI y podemos decir que lo hacemos con dos tipos de timbre, elegantes y chicharreros.

Está el «ding, dong», un timbre elegante, engolado y campanil, muy musical. Parece que te va a abrir la puerta un mayordomo. Luego te abre un señor en zapatillas y es una decepción. No le deberían dejar tener esos timbres a cualquiera.

El «ding, dong» suele ser timbre de puerta principal, pero luego está el timbre chicharrero, que es el timbre de la cocina, y que tiene un sonido cuerváceo: ¡ñeeec!

Llamar al timbre es como firmar, no hay dos personas que lo hagan igual. Cuando suena el timbre ya sabes quién es. Dime cómo timbras y te diré quién eres. Las madres son de timbre de la cocina. Raras veces se olvidan la llaves, pero si por lo que sea tienen que llamar, las madres son de timbrazo corto en timbre chicharrero.

El padre de familia no llama jamás al timbre chicharrero. Son señores serios, más de timbre campanero con ligera pausa, ding… dong. Los padres de familia paladean el timbrazo. Los desconocidos, un timbre largo seguido de pausa y luego un timbre corto. Nosotros mismos, cuando timbramos en una casa que no es la nuestra hacemos ¡ñeeeeeeeeec… ñec!

Cuando llamamos al timbre de una casa, a partir del tercer timbrazo ya sabes que no hay nadie, pero sigues. A partir del tercero ya es vicio, es un timbrazo vengativo, como diciendo: «Vale, no estáis… pues os jodéis, ¡os gasto el timbre!».

Lo contrario sucede cuando te equivocas de timbre y llamas sin querer. A veces los timbres se disfrazan de interruptor de la luz. Estás a oscuras en un descansillo, pulsas y se oye ¡gling, glong! Te quieres morir, porque llamar a un timbre es una cosa irreparable, no lo puedes borrar. Deberían inventar el destimbre, o el contratimbre, un timbre que anule al anterior.

El desarrollo del timbre dio un paso más gracias a esa manía que tiene el hombre de poner cada vez más puertas entre su casa y la calle, y se inventó el telefonillo, que es el timbre del portal. Normalmente es chicharrero y para que te abran hay que decir la palabra mágica: «Yo».

—¿Quién es?

—Yo.

Y si eres tú, te abren. No falla nunca. Yo me imagino la canción de Ana Belén y Víctor Manuel: tun, tun…

—¿Quién es…?

—Yo.

—Abre la muralla.

Aunque seas el sable del coronel, cola culebra tripona, o la rata almizclera, dices «Yo» y te abren. ¿Sabéis cómo se podían haber ahorrado toda esa paliza Ana y Víctor? Poniendo vídeo-portero. El vídeo-portero no es chicharrero, suena como un teléfono de nave espacial: blibliblibliblib, pero la pantallita se sigue viendo como una ecografia:

—¿Quién era?

—Creo que era niño… en su sexto mes de gestación.

En la recepción de los hoteles tienen su propio timbre, que es como una teta adolescente de metal con un pezoncillo dorado mirando al techo. Como todo pechito de novicia, apetece tocarlo pero cuesta atreverse. Y luego, si uno lo toca, es como si hubiera hecho una travesura. Cuando aparece la recepcionista y te pregunta: «¿Qué desea?», yo siempre digo lo mismo: «Desearía un mundo mejor para los timbres».