Los cables

Las venas de la tecnología

Los cables son unos seres fascinantes y a la vez odiados. Una duda que ha tenido en jaque a poetas y frailes es: ¿por qué a los hombres nos fascinan los cables y las mujeres no los pueden ni ver?

A nosotros nos da igual que los cables estén a la vista, un hombre podría vivir perfectamente en la nave de Alien, pero una mujer, no. Por eso Sigourney Weaver tenía tan mala leche, sólo pensaba en matar al bicho para esconder todo aquel cablerío.

Eso lo puedes hacer si eres mujer de las galaxias. Coges los cables que sobran, los tiras, y a tomar por saco. Pero si eres madre, no, porque hay cables que no sabes para qué son. De hecho, hay un día que a las madres les da el siroco, cogen todos los cables que encuentran, hacen ovillitos, les ponen una gomita, y los meten una caja. Y en la tapa, un cartel: «tecnología».

¡Y meten cosas que no son tecnología! Porque no meten sólo cables, meten cosas que parecen cables: unos cordones de zapatos, unos cascos de música, una goma de heroinómano… Eso es como si cojo una cerilla, un lanzallamas y una antorcha olímpica, los meto en una caja y pongo «mecheros».

Yo creo que las madres se avergüenzan de los cables. La verdad es que algunos dan pena: el de la lavadora, el de la nevera… siempre llenos de polvo, con esa cordillera de roña en el lomo. Creo que los hacen grises para que no se note tanto. Aunque, por esa regla de tres, los cables que van a la campana extractora deberían hacerlos marrón grasa, no blancos. Los pobres cables están tiesos, parece que les han puesto gomina. Los intentas tapar con algo y es como tratar de disimular una erección en un pijama. Otro cable tapado es el misterioso cable de la plancha, con esa especie de vestido de lana. ¿Para qué? ¡El calor que tiene que pasar ese cable!

Los hombres jamás movemos un dedo para esconder un cable. Prueba de ello es una nueva raza de superhombres mitad hombre, mitad cable, que empiezan a proliferar ahora: los cibertaxistas. Me refiero a esos taxistas que quieren llevar el GPS, el manos libres del móvil, el móvil, un ventiladorcillo que se enchufa y la emisora de radiofrecuencia. Con la electricidad que usa ese coche se puede iluminar el Casino de Torrelodones.

Todos los hombres llevamos un cibertaxista adentro. Un día hacemos un viaje largo en coche y cogemos un reproductor de CD portátil que se conecta al mechero del coche y otro cable que al final tiene una cinta cassette de plástico para meter en el radiocassette del coche. Con el coche lleno de cables hacemos el viaje felices.

Cuando uno viaja, se da cuenta de que los cables atraviesan la Península entera. De hecho, viajan contigo. Si vas en tren, autobús o coche propio y te asomas a la ventanilla, siempre verás un cable que va contigo al lado de la carretera. Uno que sube y baja. Un cable que une catalanes, vascos, gallegos, castellano-manchegos y andaluces. Antaño se decía que la Península tenía tantos árboles que una ardilla podía atravesarla por las ramas de los árboles sin tocar el suelo. La única manera de hacer eso hoy en día es un equilibrista por los cables de la luz.

Nos guste o no, seamos hombres o mujeres, ahora casi todo lo que compres viene con una pincita para colgar en el cinturón y un cable para conectar al ordenador: la agenda, el móvil, la cámara de fotos, el MP3… Todo se conecta al ordenador con ese cable que tiene como un barriletillo adentro. Es como si el cable se hubiera tragado un corcho de botella. A lo mejor es un electrón gordo que intentó pasar. Ahí está la clave de la cuestión: los cables existen porque los electrones no están donde deberían estar. Los cables son como carreteras por las que circulan electrones en vez de coches. Y cuando uno está en carretera es porque no estaba donde debería estar.

Aunque quizá eso sea lo fundamental en esta vida: no estar donde hay que estar, para poder ir allí. Porque cuando no tenemos adónde ir y estamos quietos para siempre es cuando estamos muertos.