Las puertas

Ellas deciden quién está dentro y quién está fuera

Existen unos pequeños objetos que han estado unidos a nosotros como uña y carne, diente y sarro, u ojo y legaña: las puertas.

El Hombre, desde sus orígenes, siempre ha deseado entrar en sitios, la mayoría de las veces daba igual dónde. Los egipcios, por ejemplo, ¿para qué le hacen una puerta a la pirámide? ¡Si es una tumba! ¿Por qué lo hacían? ¿Por si al faraón le daba por salir a dar un paseo? Ves las pirámides con sus puertecitas y parecen una urbanización de chalés adosados. ¿Qué pasaría si a nosotros nos diera por ponerles puerta a los nichos? Como se enteraran en el Ministerio de la Vivienda los declaraban viviendas de protección oficial.

Puerta y Hombre han seguido unidos a lo largo de la Historia como liendre y cabello, pero no acababan de atinar. En la Edad Media, por ejemplo, les dio por poner un foso delante de la puerta del castillo. Eso era un coñazo. Para empezar, las visitas tenían que llevar un palo muy largo para llamar al timbre, y cuando abrías era sorpresa. Imaginaos que te pones a bajar la puerta puente, que es un engorro, necesitas a Maxtor y a Ursus, los fornidos porteros físicos de la finca, se ponen a tirar de la polea, y resulta que el que ha llamado es uno de Círculo de Lectores. Pues te haces socio. Por eso en el medievo la cultura estaba en manos de los reyes y los curas, porque sólo leían libros los que tenían castillos con puertas de ésas.

El tiempo seguía pasando, y Hombre y Puerta seguían pegados como tráquea y flema. Entonces se inventó el Lejano Oeste. Allí las puertas eran un timo. ¿Para qué eran? ¿Qué diferencia hay entre tener esa puertecilla de jardín y no tener nada? Entra el sol, entra el ruido, entra el polvo, entran las pelusas rodantes… No sirven ni para dar portazos, tienen las bisagras hechas de chicle. Intentar dar un portazo con una puerta de ésas es como lanzar una jabalina debajo del agua. Por eso ya sólo las mantienen en los servicios de algunos bares.

Los bares tienen puertas muy misteriosas. Están las de los servicios, la de caballeros y la de señoras, sobre las cuales ya se han hecho todos los chistes del mundo… y luego hay una muy misteriosa que pone «Privado». Nadie ha dicho nada de esa puerta, ¡y da un morbo! Es como si adentro fueran a tener cosas muy clandestinas, como cadáveres de Papas cosidos a osos pandas.

La puerta de los servicios sobre la que tampoco se ha dicho nada es la puerta del cuarto de baño de casa. Una pregunta, ¿por qué cuando vamos al váter cerramos la puerta aunque estemos solos? ¡Si no hay nadie en casa! Debemos de pensar: «¡Si viene un ladrón, que robe, pero que no me pille cagando!». Una vez más, Hombre y Puerta pegados como nalga y escay en verano.

Hay puertas maravillosas, como las de los garajes, que se abren lentamente, y parece que el edificio bosteza. O las de La guerra de las galaxias, Star Trek o V, que son como un esfínter que se abre y se cierra a placer. También está la puerta corredera que, en realidad, más que una puerta es una cortina gorda.

Aunque hemos avanzado mucho, hoy en día nos queda una asignatura pendiente con las puertas, el cartel de «tirar» o «empujar». Aquí hay un gran misterio. ¿Por qué, ponga lo que ponga, hacemos lo contrario? Es como si el inconsciente leyera una cosa y le dijera al cuerpo la contraria. Eso que «tirar» y «empujar» son palabras bien distintas, porque a veces lo pone en inglés, que es «push» o «pull», y son palabras casi iguales. Es como si nosotros pusiéramos «p’acá» o «p’allá».

De todos modos, Hombre y Puerta seguirán pegados como pierna a media, como Amedio a Marco, y como marco a puerta.