Ropajes y complementos

Las pinzas

Funambulistas del patio de luces

Los seres que tienen la profesión más arriesgada del hogar son las pinzas de colgar la ropa. Se la juegan cada día, son como los Bordini del patio de luces.

Seguro que os acordáis de los Bordini, esa familia que se conoce la plaza del ayuntamiento de todas las ciudades de España, pero desde el pararrayos. Han visto a la gente del pueblo entero congregada en la plaza mirándoles hacia arriba. Y en lo alto, el Bordini: «¡Sin red! ¡Sin red!». Claro, ¿para qué quieren red? No hay mejor colchón que un pueblo entero.

Las pinzas aún tienen más mérito. Además de estar colgadas en el abismo, tienen que estar sujetando una toalla mojada toda la noche, y nadie les reconoce la proeza. Son héroes anónimos, lo cual, de alguna manera también es el gran drama de los Bordini, pues nadie los reconoce por la calle. Todo el mundo habla a todas horas de los Bordini, los Bordini, los Bordini, pero ¿cómo es un Bordini? ¿Tienen bigote?, ¿llevan gafas?, ¿usan sombrero? Nadie lo sabe, lo único que conocemos de ellos son las plantas de sus pies.

Nadie los reconoce por la calle. Eso sí, un día van a una zapatería a probarse unos zuecos, se descalzan, muestran su calcetín, la planta del pie con dedo bífido… y toda la zapatería: «¡Santo Dios, es un Bordini! ¿Podría usted caminar por los cordones de estas botas o por el cable del datáfono?».

Pero dejemos a los Bordini ya de una vez, y hablemos de las pinzas. Las pobres se ponen ahí, en la cuerda de tender la ropa, una cuerda que es áspera y seca, como los talones de Eduard Punset, y la pobre pinza sin arnés de seguridad ni nada. Por cierto, me intrigan mucho las medidas de seguridad de los Bordini. Deberían llevar un chaleco antibalas, porque la tentación es muy fuerte.

Sigamos con las pinzas (es que uno se pone a hablar de los Bordini y no para). A veces, a las pinzas se les asignan otros empleos, como mantener bien cerrado un paquete de galletas que se ha quedado a medias, para que las galletas no se resequen. Las pinzas se hacen un lío. Las ponen para que la ropa se seque, para que las galletas no se sequen… Las pobres acaban con esquizofrenia.

Otra cosa que hace la gente es ponerse pinzas en la nariz cuando huele mal. Yo creo que es peor el remedio que la enfermedad. Ya puede estar oliendo mal para que compense ponerse una pinza en la nariz, con lo que duele eso. Es mejor respirar por la boca.

Un uso que se le puede dar a las pinzas es el bricolaje. Catedrales hechas con pinzas, cruces, ceniceros… Para hacer estos horrores hay que torturar a las pinzas, desmembrarlas, retorcerlas por las caderas y separarlas en dos. Esto lo ve el resto de las pinzas desde el cesto, y entre el estrés de trabajar en las alturas, la tensión de que te manden a cerrar bolsas de patatas y el terror de que te torturen, pasa lo que pasa. Cada vez con más frecuencia asistimos a uno de los espectáculos más terroríficamente bellos que se pueden contemplar, el suicidio de una pinza: la pinza está en el alambre sujetando una gruesa toalla, un día no puede más, salta al vacío…, y cae a cámara lenta. Te quedas mirando como un idiota, cavilando: «¿Qué hago?, ¿me tiro a por ella?». Es una caída terrible, esos cinco pisos para el ser humano equivalen a doscientos pisos-pinza.

Cuando la pinza llega al suelo da un bote muy raro. Miras que no te haya visto nadie y luego te quedas observando la pinza un rato, como si fuera a subir otra vez. ¿Quién recoge los cadáveres de esas pinzas? Los porteros, que son los seres humanos que tienen más pinzas del mundo. Jamás han tenido que comprar una y pueden tener millones en casa, pinzas de todos los pisos, pinzas que han sostenido anchas bragafajas y livianos tangas de seda. La casa de los porteros es como la taberna de Star Wars, y allí, pinzas de muy distintas raleas se sientan a charlar y a comentar cosas de la vida.