Los olores

La objetividad sensorial

El olfato es un sentido al que no se le trata con el respeto que se merece. Se le considera el más prescindible de los cinco. Es el Ringo Starr de los Beatles, la princesa SheRa de los Masters del Universo, la guinda roja en el roscón de Reyes, el caramelo de anís en la cesta de caramelos del hotel, la hamburguesa de pescado en la carta del McDonald’s… Es prescindible como las manitas del gigantesco tiranosaurio rex. Siempre me he preguntado por qué tiene esas manitas, que el pobre no puede ni rascarse la nariz si le pica.

Sin embargo, el olfato es un sentido objetivo. No es como la vista, que engaña. Ahí estamos los daltónicos, dudando siempre si esto es rojo o es verde. No hay un daltonismo de olores. Nunca verás a nadie olisquear algo y decir: «¿Esto es mierda o es sándalo?». El olfato no engaña, lo que pasa es que muchas veces da unos conocimientos que no habría por qué tener. En el metro: «Este señor hoy no se ha duchado». Muy bien, pero puedo pasar sin esa información.

De pequeños nos movemos en un abanico de olores impresionante. Un bebé puede pasar de dulce y aromático a la más intensa pestilencia en cuestión de segundos, sin solución de continuidad y sin perder la sonrisa. Por el contrario, los abuelos huelen igual las veinticuatro horas del día, como a armario cerrado y cebolla.

De pequeños, los olores son más intensos. Pero ¡ojo!, cuando uno es pequeño el mundo está lleno de cosas que huelen muy bien pero saben muy mal. Las gomas Milán de nata, la plastilina, la gasolina, el Fairy al limón… No deja de ser paradójico que si te bebes una botella de Fairy al limón tengan que hacerte un lavado de estómago. Es como si dijesen: «Vamos a aprovechar ahora, que tiene el jabón dentro».

De mayores nos pasamos al lado oscuro de las cosas que huelen mal pero saben bien: el queso de Cabrales, el marisco, los puros…

Te haces adulto cuando llevas varios años comiendo cosas que huelen mal pero saben bien. Lo notas por un detalle: tu caca empieza a oler como la caca de tu padre. Ese olor a caca de padre, intenso, caliente, e inusual… pero familiar. Uno descubre que se está pasando al lado oscuro.

Cuando uno es mayor ya no disfruta del olor del garaje, ese olor como con eco; ni del olor a nuevo de los libros del cole… como a nuevo, ni del olor de la mochila… como a nailon y bocadillo de mortadela.

De vez en cuando uno se encuentra a algún adulto que sigue siendo un niño y disfruta con el olorcillo del pedo propio. Sólo del propio. Es un fenómeno curioso, huele objetivamente mal, pero es tuyo. Es como un hijo feo al que ves como el niño más hermoso del mundo. ¿Eso pasa con todo el mundo? ¿Al Rey le gusta el olor de sus propios pedos? No digo que el Rey se meta debajo de las sábanas a olerlos, pero sí que si un día se le escapa uno… él lo verá hermoso.

¿Y al Papa? Al Papa no le hace falta meterse debajo de las sábanas, el pedo se queda atrapado en la casulla, hace efecto globo aerostático y, como el aire caliente sube hacia arriba, le sale por el canalillo. Por eso los Papas están todos tan sonrientes.

Nos hacemos mayores, nuestra aromática juventud queda atrás y por mucho que nos esforcemos en recuperar el tiempo perdido, hay algo que nunca llegaremos a saber cómo huele: nuestra propia nariz.