Los huesos

Un lujo que no podemos permitirnos

Un esqueleto es un lujo que no deberíamos permitirnos. La gente tiene un esqueleto como el que tiene un móvil polifónico o un chancro pustuloso en el pene, y eso es un error, porque el móvil y el chancro son caprichos pasajeros, pero un esqueleto es para toda la vida y no sabemos mantenerlo. A la gente se le rompe.

He estado estudiando el fenómeno con el famosísimo traumatólogo Ludwig Van Beethoven. Muchos creen que Ludwig Van Beethoven era un músico, no un doctor, pero es que eran tres hermanos. Está Ludwig Van Beethoven el afamado compositor, Ludwig Van Beethoven el traumatólogo amigo mío y Ludwig Van Beethoven el futbolista. A este último le cantaban aquello de «¡A la bin, a la ban, a la Ludwig Van! ¡Beethoven, Beethoven y nadie más!».

Beethoven, el traumatólogo, me contó que la principal causa de rotura de huesos es la frase: «A que no hay huevos». Esa frase acaba en fractura en el 75 por ciento de los casos. Estás con los amigos:

—Oye, ¿nos subimos al techo del metro y hacemos el viaje como si fuéramos vaqueros del Oeste?

—No hay huevos.

Fractura de tibia.

—¿Nos metemos dentro de una hormigonera con ropa y detergente y así ya no hay que echar la ropa a lavar?

—No hay huevos.

Fractura de clavícula.

Está claro, hay demasiados huesos y es imposible estar a todos. Dicen que la rabadilla —o cóccix— es el recuerdo de cuando teníamos rabo. Pues mira, yo prefería un recordatorio como los de primera comunión o una plaquita conmemorativa. Las rabadillas, tal y como las entendemos hoy, sólo sirven para darnos culadas. Te vas a sentar en un mullido sofá, te dejas caer esperando encontrar un acolchado almohadón, calculas mal y caes sobre el durísimo apoyabrazos. Ahí no te acuerdas del rabo, ahí te acuerdas de la madre que parió los apoyabrazos. Un dolor que te quieres morir, y tú en el suelo retorciéndote como una lombriz en Fanta de limón. Y todo el mundo: «¡Te has dado en el hueso de la risa, te has dado en el hueso de la risa!». Pues para ser el hueso de la risa no tiene ninguna gracia.

Eso lo hace el esqueleto para vengarse de nosotros. El esqueleto nos acompaña a todas partes pero siempre le toca lo peor. Sólo recibe los golpes. Las caricias y los besos se los queda la piel, y eso tiene que ser muy triste. Siempre ahí metido, debajo de la piel, sin poder salir a jugar cuando hace buen tiempo.

Hay gente que se lleva bien con su esqueleto y los huesos le soplan el tiempo que va a hacer. «Me duelen las rodillas, eso es que va a llover». El esqueleto es un barómetro que no puede disfrutar del clima. De repente te dice:

—Va a llover.

—¿Y a ti qué más te da si no te vas a mojar?

Nadie trata con cariño a los huesos. Ni siquiera los perros. La gente dice: «A los perros les gustan mucho los huesos». Y un cuerno. Ponle a un perro un plato con un hueso y otro con un solomillo. El perro no lo duda.

Los huesos sólo les gustan a los piratas, que los ponen en la bandera, cosa que nunca entenderé. Si esos señores se dedican a acercarse sigilosamente a un barco y robarlo, ¡no llevéis una bandera! Eso es como llevar una sirena de policía, pero al revés: «¡Atención, señores! ¡Les vamos a robar sus botines y violar a sus mujeres!».

He estado hablando del poco éxito de los huesos con Beethoven y propongo que copiemos de las aceitunas la idea del esqueleto único. Eso no se fractura. Si tiras una aceituna desde un sexto piso, o la pones en el techo del metro, o en una hormigonera, no le pasa nada. ¿Habéis visto alguna vez una aceituna escayolada? Nunca. Parecería un testiculillo del David de Miguel Ángel. Y nadie podría decirle: «No hay huevos».

Con un hueso único seguro que encontrábamos la manera de que les llegaran los besos y las caricias. Aunque yo quiero dejar una ventana abierta a una nueva línea de investigación: ¿podría existir una persona con las venas tan duras que no necesitara huesos? Ahí queda eso.