Los cercos que dejan los vasos

Fósiles, en madera, de anillos de humo

Unos de los seres menos deseados de nuestro planeta son los cercos blancos que dejan los vasos en la mesa cuando no ponemos posavasos.

Son fruto de un descuido y por eso nadie los quiere. Te lo dicen tus padres siempre: «No comas en la mesa del salón, no comas en la mesa del salón… y si algún día lo haces, ¡pon posavasos!».

Pero un día tienes dieciséis años, tus padres han salido y te llevas al salón una Coca-Cola clandestina, con unos hielos clandestinos y cuando terminas, levantas la lata, ves ese circulito y te quieres morir. Siempre hay que poner posavasos. El posavasos es como el preservativo del vaso. Si no lo pones, levantar el vaso es como mirar el Predíctor. Cuando ves el circulito, te quieres morir. «¡Mierda! ¡Tenía que haber puesto posavasos, a ver cómo se lo digo a mis padres!». Entonces pasamos por tres fases: trivialización, negación y aceptación.

Trivialización: «A lo mejor no se dan cuenta». Pero luego ves ese aro blanquecino que parece una rosquilla de anís y pasas a la segunda fase. Negación: «Esto no puede estar pasando, esto no puede estar pasando. Me meto en la cama y cuando me levante ya no estará». Craso error. A la mañana siguiente te levantas y la rosquilla de anís se ha convertido en un donut adulto. Entonces viene la fase de aceptación, que es la más peligrosa: tratar de borrar el cerco con lo que sea antes de que lo vea nadie. Le das con todos los productos de limpieza que hay por casa, el Océdar, el reparador, el Pronto abrillantador, Politus, Cristasol… Aunque no tengan nada que ver con la madera: «¿Qué es esto? Pato WC, por probar…». Hay quien raspa con un cuchillo. Es terrible, porque el cerco te ve. Te ve con el cuchillo y se sabe no querido. ¿Y qué va hacer el pobre? Él no pidió nacer.

El cerco aguanta como un valiente e intenta hacer cosas para caernos bien. Por ejemplo, un día cinco amigos estaban tomando unas cañas pensando en el logotipo de los Juegos Olímpicos, y no se les ocurría nada hasta que levantaron los vasos, vieron los cercos y, ¡zaca! ¡Logotipo al canto!

Otra cosa maravillosa que hacen los cercos es unir a las familias en el odio y la miseria. Cuando eres pequeño dejas un Colacao en la mesa del salón, ves el cerco y piensas: «¡Que no lo vea mi padre, que me mata!». Pero luego eres padre, pones un gin-tonic en la mesa del salón, sale el cerco y piensas: «¡Que no lo vea mi hijo, que me pierde el respeto!». Y luego ves allí los dos cercos en la mesa del salón, como padre e hijo, mirándose y diciendo: «Si es que está en nuestra naturaleza».

Los cercos tienen una cosa muy curiosa, los muy desgraciados sólo salen en las mesas de madera buena. En la mesa de la cocina no aparecen, salvo que pongas una sartén muy caliente. Tampoco salen en los posavasos, que yo me pregunto, ¿no podían hacer las mesas buenas del mismo material que los posavasos? ¿O por qué no hacen los culos de los vasos del mismo material que los posavasos?

Imaginad a toda esa pobre gente que sólo tiene mesas buenas. El Rey, por ejemplo, que tiene todas las mesas de su casa de salón. ¿Qué tiene que hacer? ¿Andar poniendo siempre posavasos? ¡Venga, hombre! No le vas a pedir al rey de copas que se ande con posavasos.

Hay que pensar en los cercos con cariño. A ellos les debemos cosas tan divertidas como el peinado de los frailes. De pequeños les ponen un cáliz en la cabeza, y como la cabeza de los curas es de madera buena, se les queda el cerco.

Cuando ya nos hemos acostumbrado al cerco, cuando ya hemos intentado borrarlo con reparador, con Océdar, raspando con un cuchillo y hemos decidido que lo mejor es taparlo con un cenicero, cuando ya lo queremos tal cual es, el cerco desaparece. Un día levantas el cenicero y ya no está.

Y en ese momento, cuando ya ha unido a padres e hijos y nos ha ayudado a inventar el peinado de los frailes y el logotipo de las Olimpiadas, se va sin dejar que le demos las gracias. Y lo echamos de menos.

—Papá, aquí había un cerco, ¿no?

—Así es, hijo, así es.