Cocina y comidas variadas

Las cajas de bombones y galletas surtidas

Esas grandes desconocidas

Hay algo que todos sabemos que existe, pero nadie conoce suficientemente: las cajas de bombones. Las hemos visto, sí, pero ¿cuántas hemos llegado a abrir? Son como el cuerpo humano, sólo abrimos si es estrictamente necesario.

No las abrimos porque son un regalo. Ya pueden estar nuestros hijos aullando de hambre y nuestra mujer diciendo: «Cariño, ya no queda carne de perro en la nevera y, a causa del hambre, los niños pasan más tiempo desmayados que conscientes. ¿No crees que ha llegado ya la hora de abrir la caja de bombones?». ¿Qué le vas a decir? ¿Que sí? ¿Y si mañana tienes que hacer un regalo, qué?

La caja de bombones es un regalo reciclable. Según nos llega la cogemos y la escondemos en un armario. Ni siquiera es necesario quitar el papel de regalo porque hemos desarrollado el oído a tales niveles que, simplemente con agitarla, ya decimos: «Tate, bombones, ¡al armario!». Y allí se queda hasta que seamos nosotros los que tengamos que hacer un regalo a alguien.

Las cajas de bombones ni se crean ni se destruyen, se reciclan. Cuando nos dan una fingimos mucha ilusión, como si se tratara de algo que nos hace falta, unos guantes, una caja de herramientas, un marcapasos… «¡Bombones! ¿Quién te lo ha dicho? Ya le había echado el ojo yo… Menos mal que me la regalas, porque tenía pensado comprarme esta mismita». Pero en realidad estás pensando: «Esta mismita se la coloco a mi hermana por su cumpleaños».

Las cosas cambian cuando el regalador ha venido a merendar a casa y ha traído caja de bombones. En ese caso estás atrapado, hay que abrir la caja por pelotas. Empieza el ritual, lo primero es quitarle el papel de regalo con todo el cuidado del mundo: «Me tengo que comer los bombones, pero al menos el papel lo aprovecho».

Al comerlos se nota que somos novatos, nos los comemos con miedo. No es en plan: «¡Hala, pa’dentro!». No, le damos un mordisquito, analizamos su sección… ¡No sabemos con qué nos vamos a encontrar! Es como la ruleta rusa, todos los bombones son aparentemente iguales, pero te puede tocar el delicioso praliné o la temida naranja amarga confitada. ¡¿Qué retorcida mente sin escrúpulos puede inventar ese sabor?! «Naranja», pase. ¿Pero «amarga» y «confitada»? ¡Si la fruta confitada es lo que sobra de todas las cestas de Navidad! ¿Por qué nos empeñamos en meterla dentro de los bombones?

Eso se solucionaría si marcaran esos bombones de un modo especial, como se hace con los de licor. Nadie se la juega con un bombón que esté envuelto en papel rosado o en celofán rojo, sabes con qué te vas a encontrar: el líquido pegajoso y la cereza seca. Nadie se los come y todos en paz.

Si sois pobres, como yo, lo más parecido a una caja de bombones que vais a ver en vuestras vidas es la Caja de Surtido Cuétara. La caja de galletas surtidas es la caja de bombones de las clases proletarias. Lo curioso es que, en las cajas de galletas surtidas, lo primero que desaparece son las galletas que están envueltas en papelillo de color.

Ah… deliciosas, chocolateadas y abarquilladas galletas… ¿¡Cómo pueden estar en la misma caja que una galleta de arena!? La habéis visto, ¿verdad? Hay una galleta que la ves y parece de arena. Luego la coges y tiene tacto de arena. Finalmente la muerdes y dices: «¡Coño, esto es arena!».

Las cajas de galletas surtidas tienen las mismas funciones que las cajas de bombones: se regalan, se llevan a meriendas, y sólo se sacan en ocasiones especiales, por muy mal que vayan las cosas: «Cariño, los niños han empezado a comerse a sus hermanos muertos. ¿No crees que deberíamos abrir ya el Surtido Cuétara?». ¿Qué le vas a decir? ¿Que sí? ¿Y si mañana tuvieras visita, qué?

Cuando la visita se va, a los niños sólo les quedan las galletas de arena o las de arcilla, pero en su mente hay una meta muy clara: el piso de abajo. Todos sabemos que hay una norma: No se pasa al piso de abajo hasta que no haya desaparecido la última galleta de arena, pero los niños tienen sus propias consignas: «¡Muerte a las galletas de arena, el barquillo para el que lo trabaja!».

El hombre tiene esa extraña manía de sacar lo bueno sólo para las visitas.

La Coca-Cola, la vajilla buena, las galletas danesas —que son tema aparte—, los cacahuetes bañados con miel y ligeramente salados… ¿No es un poco absurdo?