DIOS HIZO EL MUNDO EN SIETE DÍAS… Y SE NOTA

Si la genética no miente, parece ser que el sentido del humor se aloja en el mismo gen que en el de la disposición al ballet clásico, los estornudos feng shui y, pásmense, el tarareo de composiciones de Bela Bartok (concretamente de su época de compositor de música incidental para hilo musical en consultas de obstetras de Praga).

Este sorprendente hallazgo explica muchas cosas, desde mi incomprensión espacial de la melena del Sr. Aznar hasta mi predilección, supongo que genética, por Luis. Es curriosérrimo: mis recuerdos juveniles reflejados en él, en plan clon, Luis con menos pelo y, desde luego, sin mi «… arrebatadora mirada sensualmente irresistible» [(sic) Nicole Kidman], a lo cual hay que sumar los pocos años de su juventud arrolladora y, también, su profuso número de dioptrías gafapásticas. No hablaré de sus problemas de halitosis ni de su continuado uso de remoquetes del estilo de «Ya te digo», «Portilla del Padornelo» y «Lago Tiberíades», porque no vienen a cuento en este prólogo, pero sí me gustaría reseñar entre sus virtudes su insaciable capacidad para declinar en perifrástica pasiva verbos irregulares y, por qué no decirlo, su memorable Medalla de Oro en el Campeonato del Mundo de Halterofilia en la modalidad de Krujiles Lumbar.

Espero que los avezados lectores[1] hayan reparado en la sutil envidia, sana por supuesto, que destilan estas anteriores líneas hacia este asaz genial coruñí de apenas treinta años. En realidad me encantaría, lo digo absolutamente en serio, y quizá debido a lo de la genética anteriormente citado, que él, Luis Piedrahita, fuera mi padre. No mi hijo, insisto; mi padre: sería maravilloso tener un padre como él, mucho más joven que yo, con toda una vida por delante y con muchas señas de identidad dentrambos que diría Cervantes (otro de los nuestros). Y a ser posible, que en su momento, muy lejano deseo, me pasara la antorcha del relevo generacional.

En fin, que Luis y un servidor pertenecemos a esa clase de seres humanos que cuando están uno enfrente del otro se suelen mirar por el rabillo del ojo para encontrar datos que corroboren o no que el de enfrente es o no es una imagen espejosa de sí mismo. Es sorprendente que, cuando le oigo improvisar ante las cámaras sobre cualquier cosa, puedo ir adelantando sus palabras, en una especie de predoblaje fascinante.

Finalizo: un gran ser humano capaz de ilusionar a la gente de muchas maneras, siempre ingeniosas. Proclamo.

Un abrazo muy fuerte, papi.