La cosa, desde luego, no fue tan fácil como esto. Se necesitaron otros tres años de angustia y de incertidumbre antes de que Gladys Ayward embarcara al fin rumbo a Inglaterra.
Ella no quería abandonar China; lo que más amaba estaba allí; Inglaterra era un país extraño y lejano; y aunque sus cinco hijos adoptivos eran ya jóvenes que se abrían camino en el mundo, le resultaba difícil tomar la decisión. Todos los chiquillos que había traído desde Yangcheng por los montes la consideraban como su propia madre —y aun hoy en día la consideran igual— y le escribían pidiendo; consejo y ayuda, y la iban a visitar dondequiera que viviese en China. En casa de los Stockwell había siempre una procesión de jóvenes y muchachas que iban a verla. Sólo después de largas reflexiones pensó que era voluntad de Dios que regresara a Inglaterra y que, por tanto, debía partir.
Cuando por primera vez leí algo acerca de la llegada de Gladys Ayward —unas cuantas líneas impresas, explicando que había sido misionera en China durante veinte años— estaba yo escribiendo unos seriales de historias verídicas para la B. B. C., titulados Los Invencibles. Con la esperanza de obtener un relato adecuado a aquellas emisiones, fui a visitarla a su casa de Edmonton. Le expuse mi propósito, y Gladys movió gravemente la cabeza, declarando que tenía la seguridad de que nada le había ocurrido que pudiese servir de tema a una comedia radiofónica.
—Es indudable —le dije— que en veinte años de estancia en China le habrán ocurrido cosas muy curiosas.
—¡Oh, sí! —respondió Gladys—, pero estoy a segura de que a la gente no les interesará. No a me ocurrió nada realmente emocionante.
Transcurrieron quince minutos antes de que confesara que «en una ocasión había cruzado los montes con varios niños».
Y la conversación prosiguió de esta manera con estas mismas palabras que jamás he logrado olvidar:
—¿Cruzado los montes? ¿Dónde fue?
—En Shansi, en el Norte de China; fuimos por los montes desde Yangcheng hasta Sian.
—Ya veo. ¿Cuánto tiempo tardaron?
—Cosa de un mes.
—¿Tenía dinero?
—¡Oh, no! Ninguno.
—Ya veo. ¿Y comida? ¿Cómo la obtenían?
—El mandarín nos dio dos cestas de granos pero pronto se agotaron.
—Ya veo. ¿Y cuántos niños ha dicho que eran?
—Cerca de cien.
Me di cuenta de que ya había dicho «Ya veo» demasiadas veces, cuando en realidad no veía nada, excepto que había dado con un relato formidable.
No había la menor afectación en la modestia de Gladys Ayward. Los mayores relatos del mundo eran, para ella, los que solía contar en China, extraídos de las páginas del Nuevo Testamento. Que sus propias aventuras fuesen dignas de escribirse, no le había pasado siquiera por la mente.
Desde entonces, desde su regreso a Inglaterra, ha viajado por el país, dando conferencias y predicando en las iglesias, los colegios y los centros misionales. Ha sido como una segunda madre para gran número de estudiantes chinos procedentes de Singapur y de Hong Kong; y ha prestado una valiosa cooperación en el establecimiento de una pensión en Liverpool para marineros y ciudadanos chinos. Como siempre, ha seguido viviendo con frugalidad, sencillamente, al día.
Es una de las mujeres más notables de nuestra generación, y, aunque uno nunca puede penetrar enteramente en el corazón y en el pensamiento de otro ser humano, es evidente que posee aquella exaltación interior, aquella decisión de seguir adelante, hasta la muerte, que la adversidad, las penas y los sufrimientos jamás podrán borrar del alma humana, y que es el corolario natural de una firmeza en la fe muy poco frecuente en nuestros tiempos.
Le doy las gracias a miss Gladys Ayward por Contarme su historia y por permitirme publicaría. Espero únicamente haberle hecho justicia a esta pequeña mujer.
FIN