Volvió lentamente atrás para reunirse con los chiquillos, sin saber lo que iba a decirles. Pero en cambio ellos tenían noticias que darle. Representantes del movimiento «Nueva China» los habían descubierto. Confirmaron que era imposible permanecer en Sian, pues la ciudad estaba cerrada para los refugiados. Probablemente volvería a abrirse al cabo de irnos días, pero, en todo caso, se habían hecho ya gestiones para alojar a los pequeños en Fufeng una población cercana. Funcionaban allí un orfanato y una escuela. Todos los niños que Tsin Pen Kuang había traído de Tsehchow estaban alojados allí.
—Pero ¿cómo llegaremos? —preguntó Gladys—. Ya hemos viajado durante un mes.
—En tren —le respondieron—. Mañana los acomodaremos en un tren con dirección a Fufeng. No tardarán muchos días en llegar.
—¡Días! —repitió ella, débilmente—. ¡Muchos días!
—Tal vez no más de dos, si el tren corre un poco.
—Está bien —convino ella.
Demasiadas cosas le habían ocurrido ya para que se atreviera a protestar. Después apenas si recordó nada del viaje hasta Fufeng; sólo que en el andén había unas jóvenes muy simpáticas, que acudieron a recibirles y darles de comer; jóvenes con brazales del movimiento «Nueva China», que le sonrieron, cuidaron de los chiquillos y les dijeron: «¡Ahora todos seremos felices!».
Cruzaron las puertas de la antigua ciudad china de Fufeng. Como Yangcheng, pertenecía a la vieja China. Las calles eran estrechas, repletas de tiendas y vendedores, de pordioseros, carretas y mulas. Pero era calurosa, húmeda y maloliente, y apestaba bajo el sol de abril. Gladys sintió la añoranza de la áspera y ventilada altura de Yangcheng. Los huérfanos de «Nueva China» se alojaban en un enorme templo cerrado al culto. Como en toda China hay al menos mil quinientos templos dedicados al maestro Confucio, uno menos no tenía importancia. Los niños fueron sometidos a un proceso de rehabilitación, durante el cual recibieron nuevas ropas y calzado, fueron alimentados y se les destinaron lugares para dormir. La comida no les dijo gran cosa, porque en aquella parte de Shensi comían pan en vez de mijo. A Gladys le destinaron una pequeña habitación en el templo, y los niños entraban y salían continuamente, para mostrarle su nuevo vestido, recibir consuelo por el último chichón, o simplemente para dar a «Madre» las últimas noticias. Ella lo veía todo como entre niebla. Fuera de la ciudad, el país era muy lindo, y recordaba que un día había ido a la orilla de un río para bañarse y lavar su ropa, y después había tratado de matarse los piojos y se habla sentado al sol mientras aquélla se secaba.
No sabía muy bien lo que haría después. Los nidos habían llegado a destino y en adelanté ya tenían quien cuidaría de ellos, y su propio mundo se había derrumbado. Tenía que ganarse la vida, de un modo u otro. Entonces conoció a dos mujeres chinas que dirigían una pequeña misión cristiana en Fufeng y le dijeron que se alegrarían de que las ayudara; en realidad, iban a salir para un pueblo vecino aquella misma tarde. ¿Le gustaría acompañarlas? Iban a visitar una casa cristiana y acaso podría predicarles un breve sermón.
Nada podría producirle mayor satisfacción respondió Gladys. Pero al andar con ellas por él camino requemado de sol, entre los inmensos campos de trigo verde, recordó que tenía dañados los pies. Parecía como si no acertase a colocarlos en el lugar preciso. Y, cuando llegaron a la casa, le dieron un plato de comida y unos palillos, y ella se sentó en un taburete para comer; pero no pudo llevarse el alimento a la boca. No lograba dominar sus manos, incluso para un acto tan sencillo. Aquello era muy fastidioso. Sentía necesidad de comer, y no podía satisfacerla. Observó que los otros la miraban extrañados. ¿Le dolía la cabeza? Sí, le dolía. ¿Quería echarse a descansar un poco antes de pronunciar su sermón? Sí, le gustaría echarse. Debía de ser el calor lo que la hacía sentirse destemplada.
No sería nada, le dijeron las mujeres, acompañándola a una pequeña habitación fuera del patio; durante las últimas semanas había pasado muchas fatigas y debía de estar cansada. Debía descansar un rato, y en un par de horas se hallaría dispuesta para el sermón. Ella se tendió cansadamente en el duro lecho, con la Biblia al lado. Bueno, pensó, predicaré sobre un tema de San Juan luego:
«Y de San Juan, ¿qué tema elegirá?». Hablaría de la mujer de Samaria: Quienquiera que bebiese del agua que yo le daré no estará sediento jamás; pero el agua dará en él un pozo de agua que brotará hacia la vida eterna…
Sintió en la retina de sus ojos estallar un remolino de brillantes colores: escarlatas, púrpuras y amarillos. Tenía mucho calor. Trató de llevarse la mano a la frente, pero aquélla no la obedeció. Lo mismo daba… el Evangelio según San Juan…
Mujer, ¿dónde están los que te acusan? ¿No te ha condenado ningún hombre…?
Tenía una sequedad de arena en la garganta. Si pudiera al menos beber un poco de agua…, según el Evangelio…
En principio era él Verbo, y el Verbo estaba en Dios, y el Verbo era Dios. Él estaba en él principio en Dios. Por Él fueron hechas todas las cosas. En Él estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres. Y esta luz resplandece en las tinieblas, y las tinieblas no la comprendieron…
Las vivas luces se desvanecieron en el fondo de sus ojos y en su cerebro, y fue hundiéndose en la oscuridad. Cuando fueron a buscarla unas horas después, estaba en pleno delirio.
* * * *
Es casi seguro que las mujeres cristianas Convencerían a los campesinos chinos para que cargaran a la enferma en su carreta de bueyes y emprendieran el relativamente largo viaje hasta la Misión Escandinavo-Americana de Hsing P’ing, donde fue atendida por él jefe médico. Después del bombardeo de Sian, el jefe médico, que ahora ejerce en Croydon, Surrey, consiguió que un amigo suyo la llevara en el asiento posterior de su coche a su casa de campo, en las afueras de Sian. De lo que no hay la menor duda es de que le debe la vida, a él y al personal del Hospital Inglés Baptista Jenkins Robertson, de Sian; y, aunque alguien pueda decir que el doctor no hizo más que cumplir con su deber, lo Cierto es que sus esfuerzos rebasaron en mucho aquellos estrechos límites. Más tarde, y en vista de que los bombardeos proseguían y ella iba mejorando, volvieron a trasladarla a la Misión de Hsing P’ing, donde 9 el señor y la señora Fisher, de la Misión Interior de China en Mei Hsien, al pie de la santa montaña T’ai-Pei, la cuidaron hasta hacer que recobrara un tanto la salud. Sin embargo, al separarse de aquellos bondadosos Fisher, no podía decirse que estuviera bien del todo; tenía ausencias y brotes de enajenación mental… Pero ella no quería seguir viviendo de la caridad; tenía que trabajar para vivir y para mantener a los cinco muchachos que había adoptado.
Éstos habían venido de Fufeng a reunirse con ella; iban a la escuela de Sian, y a veces se encontraban con que había desaparecido y la buscaban por toda la ciudad, hasta qué la encontraban sentada en el suelo en cualquier parte, sin recordar quién era ni dónde vivía. Ellos la tomaban cariñosamente del brazo y la llevaban a casa. Pero, lentamente, había ido mejorando.
Hizo amistades en Sian y ganó un poco de dinero. Sus padres le enviaron unas pocas libras desde Inglaterra. Trabajó para el movimiento «Nueva China»; enseñó inglés a dos policías y a dos funcionarios del yamen; y cuando llegaron dos hombres cristianos de Shansi, fundó una iglesia para refugiados en una fábrica abandonada al pie de la muralla de la ciudad. Realizaron pequeñas colectas y ganaron algo para vivir.
Linnan hizo un viaje a Sian, y ella se alegró de verle, Linnan le suplicó que se casara con él y le acompañara a Chungking, donde ahora estaba destinado; pero, por alguna razón, sus relaciones habían cambiado. Aquel entusiasmo de todos los días por vivir, ya no existía, y los obstáculos prácticos a aquel matrimonio desigual se hacían evidentes. En Sian había muchos europeos con los que podía discutir el problema.
—¿Y los hijos? —le decían—. ¡Los hijos! Si se casa, tendrá hijos. ¿A qué país pertenecerán, a China o a Inglaterra? ¿O acaso a ninguno de los dos?
Pero no era solamente esto. Algo había cambiado en sus sentimientos. Ella no sabía lo que era, pero veía las cosas de un modo diferente. Sabía que si la guerra no la hubiera arrojado de Shansi, se habría casado con Linnan y su vida habría seguido otro rumbo. «Espera —le había dicho entonces—; no podemos casarnos mientras dure esta terrible guerra, o mientras estemos aquí luchando». Él había esperado, y ahora era demasiado tarde. Ahora, en vez de aquella exaltación interior, de aquella delicia de amar y sentirse amada, estaba una apremiante ansiedad por hacer lo mejor por su Dios, por sus pequeños y por el hombre que amaba.
Al cruzar los montes entre Yangcheng y el Río Amarillo, al cruzar los llanos entre el Río Amarillo y la vieja capital de Sian, al hundirse en el torbellino de delirio y en la fiebre de su enfermedad, su seguridad había sido remplazada por la ansiedad. Todo esto trató de explicar, entre lágrimas, a Linnan; y él, en la angustia de su amor, intentó descartarlo todo, diciéndole que vería las cosas de otro modo cuando estuviera restablecida. En Chungking, le dijo, él tendría un alto rango; podrían ir allí al colegio. Pero todo fue inútil; el pajarillo de colores había volado. Tal vez no podía vivir en el bosque de calamidades que invadía toda China; Había mucho trabajo que hacer para el Señor, y ella, la mujer pequeña, el pequeño discípulo, tenía que realizar su parte en la tarea.
Fue a despedirle a la estación, fuera de Sian, y regresó por las estrechas callejas, con una abrumadora sensación de soledad en el corazón, dándose cuenta de que jamás sabría si había obrado cuerdamente o no. Lo cierto era que en todos los días de su vida recordaría Linnan como el único hombre a quien había amado. En cuanto a él, la guerra lo arrastró, jamás volvió a verle.
* * * *
Los japoneses se acercaron a Sian; pareció muy probable que, en el momento menos pensado, atacaran la ciudad. Gladys, con sus cinco chiquillos, se trasladó más hacia el Oeste. El enemigo nunca llegó a capturar Sian, pero Gladys se quedó con los chicos en Baochi, en la provincia occidental de Chengtú. Llegó a ser uno de los grandes centros de resistencia de los nacionalistas chinos, que trasladaron hacia el Oeste sus escuelas, sus fábricas y sus organizaciones cooperativas.
Los chicos se fueron a sus escuelas, Ninepence se casó y Gladys se quedó sola. Oyó decir que una Misión metodista americana en Zsechuan occidental, casi al borde del Tibet, buscaba un evangelista que hablara los dialectos de Shansi Gladys solicitó el cargo por medio; de una carta escrita en chino. Nunca olvidaría; la cara de profundo asombro del misionero americano, Dr. Olin Stockwell, cuando la vio él esperaba encontrarse con una evangelista china. Allí realizó toda clase de trabajos, haciéndose gran amiga de Esther y Olin Stockwell. El doctor Stockwell fue al cabo detenido cuando los comunistas invadieron Chengtú, y se pasó dos años en la cárcel. En un libro titulado Meditaciones en la celda de una cárcel, escribió lo siguiente.
«Recuerdo a una diminuta misionera inglesa que estuvo cosa de un año con nosotros en la China Occidental. Después se fue a una colonia de leprosos a asistir a éstos. Allí encontró a un hombre cristiano que colaboró con ella. Predicaba y trabajaba con tal entusiasmo, que logró infundir nueva esperanza en todo el grupo de leprosos. Antes de que ella llegara, aquéllos se mostraban camorristas y envidiosos, y se peleaban entre ellos. Muchos vivían sin esperanza. Y ella fue a hablarles de un Dios que los amaba. El ambiente de la colonia se transformó. La Navidad fue un día feliz y lleno de significación. El Viernes Santo, el pastor chino local y yo visitamos la leprosería, para celebrar un servicio de Semana Santa. Al final administramos el Sacramento de la Cena del Señor. Les dimos el pan y el vino a hombres que estaban tan atacados por la enfermedad que no podían arrodillarse ante el altar y que tenían las manos tan deformadas que apenas si podían recibir los elementos[7]. Pero sus ojos brillaban con nueva alegría y esperanza. Dios se había valido de aquella pequeña misionera como de un nuevo Bernabé».
También hacía recorridos ella sola por la región montañosa, pero otros misioneros habían estado allí antes que ella; se limitaba, pues, a proseguir la labor que otros habían comenzado. Pero el trabajo era importante. Ella y los otros cristianos, como los Stockwell, sabían que los comunistas invadirían pronto aquel territorio, y querían dejar bien arraigada la semilla del Cristianismo antes de que se vieran obligados a marcharse.
Todavía estaba enferma. Cuando los japoneses la habían apaleado en el patio, le habían producido graves lesiones internas, que se agravaban aún más con los años. Los médicos europeos a quienes consultó le dijeron que su única posibilidad de salvación estaba en regresar a Inglaterra para ser operada. Pero no tenía dinero y aquello resultaba imposible; su principal deseo era poder regresar algún dial a su amado Yangcheng.
Algún tiempo después marchó a Tsechung, a hacer el traspaso de una de las Misiones metodistas a un grupo de americanos que habían sido arrojados del Shansi septentrional y se habían dirigido hacia el Oeste a continuar su labor. Estaba charlando con uno de ellos míen-la tras se dirigían un día a la Misión, cuando se cruzaron con una refugiada de Shansi, a quien Gladys conocía ligeramente. La mujer la saludó en el dialecto de Shansi, y Gladys le respondió en la misma lengua. Él americano la miró con interés.
—¿Ha estado usted en aquella parte de China? —le preguntó.
—Sí —respondió Gladys—. He estado en Shansi.
—Supongo —dijo él— que no conocería a esa misionera a quien llamaban Ai-weh-deh, que hace años solía cruzar las líneas japonesas. ¿No la encontró alguna vez? Debía de ser un tipo estupendo. No es poco lo que se cuenta de ella.
—Sí, la conocí —dijo Gladys, sin alzar la voz—. Era yo.
El americano frunció las cejas, asombrado.
—¡Qué me aspen! —exclamó—. ¿No bromea usted? Señora, es para mi un honor…
Hablaron durante mucho rato, y él le preguntó cuándo había estado en casa por última vez. Ella no comprendió lo que quería decir.
—En Inglaterra —aclaró él.
Gladys sonrió.
—¿Qué posibilidad tengo de ir a Inglaterra si no sé de dónde vendrá la comida de mañana?
Él abrió mucho los ojos.
—¿Cuánto tiempo hace que vino?
—¡Diecisiete años!
—¡Caramba! —exclamó él—. Sin embargo, le gustaría ir a casa, ¿verdad?
—Supongo que sería magnífico volver a verles a todos —dijo ella, ávidamente—, pero es del todo imposible.
La conversación siguió por otros derroteros. Ella la olvidó completamente, pero no el americano. Unos semanas más tarde el hombre se reunió con su esposa en Shanghai. Había estado administrando unos fondos reunidos en los Estados Unidos para la repatriación a Alemania de misioneros protestantes y huérfanos alemanes. Muchos de ellos —gente buena y de gran corazón— habían estado a punto de morir de hambre, pero ahora había terminado la repatriación y quedaban todavía unos centenares de dólares. La esposa del americano le contó a Gladys, cuando se encontraron en Shanghai, lo que había ocurrido. El hombre se había dirigido a ella gravemente.
—Escucha, querida —le había dicho—. Sé de algo magnífico en que podrías emplear esos dólares que te sobran.
—¿Bien? —dijo ella.
—No se trata de ningún huérfano ni ele ningún alemán. Son para una mujer pequeñita que se llama Gladys Ayward. Me parece que sería estupendo emplear di dinero en pagarle el viaje a Inglaterra. Está mal de salud; así me lo han dicho sus amigos. Deja que te cuente algo acerca de ella…
La primera noticia que tuvo Gladys Ayward de aquel típico acto de generosidad americana se la dio uno de los ancianos chinos, un alegre y simpático viejecillo, que subió al pueblo, de la montaña donde ella residía. Bajaba dando sal ti tos por la calle de la aldea, cuando, viéndola en la puerta de la Misión, agitó una carta, que llevaba en la mano y le gritó:
—Me han enviado a buscarla. Regresa usted a Inglaterra.
Ella lo miró como atontada.
—¿Qué está usted diciendo? —exclamó.
La cara del hombre se distendió en amplia sonrisa.
—Todo lo que tiene que hacer es ir a Shanghai y le pagarán el viaje hasta Inglaterra. Se vuelve usted a casa. Y ahora, ¿por qué tiene que llorar? ¿Es que la noticia es bastante buena?