Encontraron un pueblo a dos o tres millas de la orilla del Río Amarillo, y la gente se mostró hospitalaria con ellos. Aunque muchos centenares de refugiados habían pasado por allí, todavía encontraron comida para los niños. El anciano del pueblo los repartió entre todas las casas de la calle principal, y, cuando el hambre estuvo mitigada, los pequeños iban de casa en casa a ver lo que hacían los otros. Gladys oyó sus excitantes preguntas: «¿Qué coméis en vuestra casa?». «Comemos bimgsies». «¿Qué os han dado?». «Nos han dado mientiao». «Oh, siempre mientiao. Ya os lo podéis guardar». «Pero también hemos comido pasteles de arroz, ¡vaya!».
Permanecieron en el pueblo sólo el tiempo preciso para acabar de comer, y siguieron adelante. Si los japoneses se acercaban al río, prefería estar de él lo más lejos posible. Pasaron la noche en el campo, y a la mañana siguiente prosiguieron hasta la ciudad de Mien Chih. Ésta había sido también fuertemente bombardeada, pero una anciana los dirigió a una organización de refugiados. Estaba emplazada en un viejo templo. Allí había calderos de comida humeante, y fueron bien recibidos. Entonces llegó la policía. El inspector era un hombrecillo gordo y bullidor, henchido del orgullo de su propia dignidad. Se dirigió a Gladys, y su conversación pareció sacada de Alicia en él País de las Maravillas.
—Tengo entendido —comenzó él— que ha dicho usted que ha cruzado el Río Amarillo.
—Sí.
—En tal caso, queda detenida. Usted no puede haber cruzado el Río Amarillo.
—¡Detenida! Pero ¿por qué?
—Usted dijo que cruzó el Río Amarillo.
—Sí.
—¿Y nadie más lo cruzó con usted?
—No… salvo los pequeños.
—Si nadie más podía pasar, ¿cómo pudo pasar usted?
Ella sacudió la cabeza, desconcertada.
—Encontramos un soldado que nos proporcionó una barca.
—Usted no puede haber encontrado a un soldado que le proporcionara una barca. Usted no ha podido cruzar el río. ¡Queda detenida!
Frunció los labios, gravemente. De seguro que era el delito más grave que se había cometido en su circunscripción desde hacía tiempo.
—No esperaría usted que me quedara allí y esperase la llegada de los japoneses, ¿verdad? —dijo ella, acaloradamente—. Y, si me detiene, tendrá también que detener a todos los chiquillos.
Ante aquella nueva complicación, una sombra de duda cruzó por el semblante del funcionario.
—¿Quiere decir que todos esos niños están bajo su custodia?
—Así es, y no hay nadie más que pueda cuidar de ellos. Estaba cansada, era tarde y quería reposar.
Trató de ganar tiempo.
—¿Por qué no nos deja tranquilos esta noche? Mañana a primera hora iré a su yamen a su cuartelillo de policía, o a donde sea, y entonces podrá detenerme.
El gordo y pequeño policía la miró vacilante:
—Tendré que interrogarla en presencia del mandarín —dijo, dándose importancia.
—Bueno, no trataré de escaparme con todas esas criaturas, ¿verdad? Mañana por la mañana: acudiré al y amen y me hará usted todas las preguntas que quiera.
A la mañana siguiente, a la cabeza de sus niños, Gladys se dirigió al yamen para ser interrogada. A los muchachos no se les permitió la entrada, y el rumor de que algo iba a ocurrir a Ai-weh-deh circuló entre ellos. Permanecí ron formando grupo ante la puerta principal y en cuanto ella entró, comenzaron a gritar con creciente fuerza: «¡Dejadla salir! ¡Dejadla; salir!».
El mandarín era un anciano de bondadosa aspecto, que no parecía simpatizar mucho con el policía, cuya acusación era redundante y absurda.
—¿Afirma usted que cruzó el Río Amarillo?
—Sí.
—¡Yo digo que no es cierto!
—¡Pues yo le aseguro que sí! —protestaba Gladys—. ¿Cómo podía pasar de Shansi a Honan sin cruzar el río?
—Entonces, ¿cómo lo cruzó sin tener una barca?
—¡Lo cruzamos en una barca! Nos la proporcionó un soldado.
—En tal caso ha cometido un delito. Tenga la bondad de examinar este documento.
De manos de un ordenanza tomó un abultado e imponente rollo y se lo alargó.
Gladys lo descifró. Por los sellos y complicados jeroglíficos en él contenidos, se enteró de que, por decreto del general comandante de las tropas nacionalistas en aquella región, el Río Amarillo estaba cerrado al tránsito. Nadie podía cruzarlo ni viajar por él. La orden estaba fechada cinco días antes.
—Por eso no había ninguna barca —comentó Gladys—. Me preguntaba la razón.
—¿Reconoce, pues, que ha cometido este delito? —tronó el pequeño policía.
—¡Claro que si! —respondió Gladys, enfadada—. Somos refugiados de Shansi que nos dirigimos a Sian. Un centenar de niños me acompañan. ¿Cree usted que íbamos a esperar en la otra orilla que nos mataran?
Fuera la cantilena de los chiquillos proseguía, monótona: «¡Dejadla salir! ¡Dejadla salir!». Y ahora habían descubierto ya las ventanas, y una docena de caritas atisbaban detrás de los cristales que los niños golpeaban con sus dedos.
—¡Dejadla salir! ¡Dejadla salir!
El mandarín ya estaba harto de aquello.
—Es evidente —dijo— que si esa mujer ha cometido un delito, el mismo tiene poquísima importancia. —Le sonrió—. Si puede usted controlar a sus pequeños durante unos minutos, creo que podré ayudarla.
Ella salió. Unas cuantas palabras rudas y unos pocos pescozones propinados al azar restablecieron el orden entre los chiquillos. Después volvió junto al mandarín. El policía había desaparecido.
—Todas las mañanas —dijo él—, sale un tren de Mien Chih, que a lo largo del río se dirige hacia Sian. No llega a la ciudad, porque anda mal en la línea, pero al menos los llevará un buen trecho.
—Es que no tenemos billetes ni dinero para pagarlos —dijo Gladys.
Él la miró seriamente.
—Hoy en día —dijo— todos los trenes de Honan son trenes de refugiados. Nadie espera que lleven billete. Mañana por la mañana vaya a la estación con sus pequeños y monten en el tren.
Gladys le dio las gracias y volvió a llevarse a los niños al campamento de refugiados. Aquella tarde los llevó a todos a una alberca de las afueras de la ciudad, donde trataron de desprenderse de parte de la suciedad de sus cuerpos y ropas. Por la noche los reunió en el patio y les dijo:
—Sabéis todos lo que es un tren, ¿verdad? Hubo un agitado murmullo de conversaciones. No, la mayoría no sabían lo que era un tren. ¿Qué era? Nunca habían oído hablar de cosa semejante.
Gladys se lo explicó, imitando incluso los ruidos.
Al amanecer estaban todos en pie, atando ansiosamente sus fardos y luchando por ser los primeros en llegar a la gran balsa de piedra; del patio, a fin de que sus caras y manos tuviesen el color exigido por la omnipotente Ai-weh-deh. Después formaron para que les llenaran; las escudillas de humeante mijo, tragaron la espesa mezcla con ayuda de sus hábiles palillos y, con asombroso sentido de cooperación, formaron en una larga cola antes de que Gladys hubiese acabado de atar su equipaje.
Ella dio las gracias a las mujeres que cuidaban del centro de refugiados, tocó el silbato, y, con una explosión y gritos y carcajadas y no poco parloteo, todos se pusieron en marcha a tomar el tren.
Gladys los Había hecho formar en tres hileras. El ambiente estaba lleno de expectación, y, al cabo de unos minutos se agitaron, un poco inquietos. Aquéllos eran unos ruidos muy extraños. ¡A que silbido furioso, y aquel estruendo, y aquellos bufidos! Los ojos miraban a Gladys y después volvían a clavarse en la curva. ¿Estaba Ai-weh-deh bien segura de ese tren? Incluso a distancia parecía el abuelo de todos los dragones del mundo. ¿Y si los devoraba a todos? El ruido fue en aumento.
Los chicos mayores y las muchachas, avergonzados de su súbito pánico, buscaban a los más pequeños, protestando de que sólo hablan corrido para alcanzar a los otros. Un grupo de chiquillos de ocho años resultó que había corrido hasta volver al centro de refugiados. Otros tuvieron que ir a buscarlos debajo de las cajas y balas y en otros escondrijos en doscientas yardas a la redonda. Poco a poco, fueron reuniéndose de nuevo en el andén. Afortunadamente, el tren parecía no tener prisa en llegar a ninguna parte. Los vagones eran simples cajas de madera con techo. No había asientos. Y había muchos otros pasajeros refugiados, cargados de paquetes.
Gladys logró meter a todos los chiquillos en un largo vagón, y, cuando una hora más tarde el tren se puso lentamente en marcha, los pequeños empezaron a disfrutar con aquella experiencia. Sólo hubo otro momento de pánico. Unas dos horas más tarde un anciano caballero chino, que estaba sentado a unas yardas de Gladys rodeado de chiquillos, sacó un trozo de vela del bolsillo, lo colocó en el suelo y lo encendió. Al menos tres pequeños soplaron inmediatamente para apagarla. En aquel instante el tren se metió en un túnel. La oscuridad era absoluta, y los gritos de pánico fueron indescriptibles. El cabañero, al cabo de un par de minutos, logró encender de nuevo la vela y, comprendiendo ya el objeto, nadie respiró ya siquiera en aquella dirección. Cuatro días permanecieron en el tren, mientras éste avanzaba lentamente y en breves etapas.
En el pequeño pueblo de Tiensan, el tren se detuvo. Ya no seguía más adelante. Había sido volado un puente importante y destruidas las vías. Allí terminaba la llanura ondulada y la montaña se erguía escarpada ante ellos. Tenían J que cruzar aquellos montes; la vía férrea proseguía al otro lado. Una hilera de refugiados comenzó a trepar hacia los pasos rocosos; ancianos, muchachas, hombres, mujeres, familias enteras cargadas de bultos, todos huyendo hacia a el Oeste de la maldición de los japoneses. Mendigaron comida en el pueblo, y Gladys contempló los altos picos y se asustó. No deseaba seguir adelante; sólo tenía ganas de quedarse donde estaba y descansar. Pero sabía que aquello era imposible.
Al principio el camino subía. Iban todos prácticamente descalzos y las aristas de las piedras les cortaban los pies. Mirando atrás desde los primeros riscos, pudieron ver el polvillo que se elevaba lentamente en el llano, y la roja bola del sol brillando como un ojo demoníaco a través de la neblina. Durante cuatro horas siguieron trepando, los chicos mayores delante, y Gladys y las muchachas un poco rezagadas. Desde una elevación contemplaron por última vez la llanura; después, al descender por el serpenteante sendero, los picos se cernieron a su alrededor.
Avanzada la tarde, Liang y Teh, los sempiternos exploradores, anunciaron la existencia de un pueblo oculto en un recodo del valle. Cuando Gladys llegó a él, los chicos ya estaban bebiendo mentang —el agua que queda después de cocer el mijo— y los del pueblo repartían entre ellos tortas de arroz y otras sobras de comida. Ella bebió un poco de té y se sintió mejor. La gente era amable. Le dijeron míe tardarían dos días en cruzar los montes y llegar a Tung Kwan. Había otros pueblos en el camino, donde encontrarían comida.
Justo antes de ponerse el sol, llegaron a otro pueblo, y sus amables moradores saquearon sus propias alacenas para darles comida. El jefe del pueblo agitó su escasa barba de chivo y le dijo a Gladys, sencillamente:
—Tiene usted muchas bocas que alimentar; pero ¿quién es capaz de resistirle?
Acamparon aquella noche en una cueva de las afueras del pueblo, y los niños, con un poco de alimento en sus estómagos, durmieron tan profundamente como siempre. El tercer día fue una repetición de los anteriores, a excepción de que no encontraron ningún pueblo ni comieron. Y aquella noche, en que se acurrucaron en la falda de un monte, la niebla fue muy espesa. Los más pequeños se durmieron, pero Gladys y los chicos anduvieron por allí colocando escudillas bajo las rocas, de modo que al menos tuvieran un poco de beber al despertarse.
El día siguiente acabaron de cruzar los montes y descendieron al llano. Todavía faltaban muchas millas para llegar a Tung Kwan, pero llegaron allí antes de anochecer. La mayoría de las casas estaban en ruinas, porque la población había sido fuertemente bombardeada, pero una mujer los encaminó a un patio donde encontrarían una organización de refugiados. Dos mujeres se cuidaban de las humeantes ollas, y los chiquillos clamaron a su alrededor. Unos pocos —los inevitables pocos que siempre perdían sus escudillas y sus palillos— se agarraron a Gladys, pregonando su desconsuelo, y ella, cansadamente, buscó lo preciso y cuidó de que todos tuvieron bastante comida. Cómo de costumbre, cuando todos se hubieron alimentado, sólo quedaron unas cuantas migajas para ella. Pero no le importaba; estaba demasiado cansada para pensar en comer.
Por las mujeres se enteró de que la línea férrea iba desde Tung Kwan hasta Hua Chou, pero no circulaban trenes. La vía pasaba junto al río y los japoneses ocupaban la otra ribera. Tendrían que seguir andando. Aquellas noticias la irritaron de un modo casi irracional y eso que ella jamás se irritaba y solía tomar las cosas como venían. Cuando un poco más tarde dos hombres entraron en el patio y comenzaron a hacer preguntas: —«¿De dónde venía?», y «¿A dónde iba?»—. Les contestó con bastante rudeza, y, cuando insistieron, les gritó:
—¡Oh! ¡Déjenme en paz! ¡Estoy cansada!
—Queremos ayudarla —le dijeron—. Esas mujeres nos han hablado de usted.
—¿Y cómo pueden ayudarme?
—De vez en cuando un tren sale en dirección a Hua Chou, que está en la ruta de Sian. No lleva pasajeros, sólo carbón. Sale ya oscurecido y todavía es de noche cuando pasa frente a las posiciones japonesas de la otra orilla del río. Sin embargo, algunas veces disparan.
—¿Quieren decir que podríamos montar en él? —preguntó ella, ansiosamente, sintiendo renacer su ánimo—. ¿Cuándo va a salir?
—Esta noche; dentro de unas dos horas.
Ella miró las hileras de cuerpecitos hechos un ovillo y profundamente dormidos. Ni un terremoto sería capaz de despertarlos. Sus esperanzas decayeron.
—¿Cuánto dista de aquí la estación?
—Está a la vuelta de la esquina, a no más de setenta yardas. Su esperanza renació.
—Si pudiese llevar los chicos hasta allí, ¿podríamos subir a los vagones?
Sí; ellos la ayudarían en lo que pudieran. Muy excitada, Gladys reunió a los chicos mayores: Liang, The, Sualan, Ninepence, Timothy y Less. Les explicó lo que se proponía hacer. Todos debían acostarse en seguida, y ella los llamaría cuando fuese la hora. Después formarían una cadena humana hasta la estación —a intervalos de unas cinco yardas— y se irían pasando los pequeños de unos a otros. Sí, igual que habían hecho en los pasos difíciles de la montaña.
Los hombres sonrieron cuando explicó su plan. Regresarían a avisarla cuando el tren estuviese a punto. Ella se echó, intentando dormir, y observó como las estrellas salían una a una. Los hombres habían regresado; el tren no tardaría en partir; no podían perder tiempo. Fue a despertar a los mayores. Todos hablaban en voz baja, pero incluso en la oscuridad podía observar su excitación. Se colocaron espaciados en la forma prevista y los dos hombres fueron a la estación a inspeccionar la carga de los pequeños e inertes cuerpecillos en los Vagones de carbón. Al levantar el primer chiquillo, el pequeño San, de cinco años, tuvo la sensación de su ligereza y al propio tiempo de su calor. Murmuró en sueños mientras lo pasaba a Sualan y ésta a Liang. Ella sabía por experiencia que aquellas criaturas dormían como marmotas y que si, por descuido, dejaban caer alguna, se acurrucarían en el suelo y seguirían durmiendo. Uno a uno fueron trasladados al tren. Entonces Gladys enrolló sus ropas en un paquete y éste pasó a su vez a lo largo de la hilera.
Gladys se dirigió hacia el tren. Pudo oír cómo la máquina resoplaba en alguna parte, en la oscuridad, y ver, por la silueta de los vagones, que realmente transportaban una importante carga de carbón. Éste sobresalía de los bordes de los vagones, y los chiquillos habían sido colocados en lo alto, y los hombres habían acumulado otros trozos de carbón a su alrededor para evitar que pudieran caerse. Ella destacó a dos chicos mayores en cada vagón para vigilar a los pequeños cuando se despertarán.
Después subió. Se rozó una rodilla con un gancho de hierro y sintió en las manos el contacto arenoso del carbón. Había cinco pequeñuelos en su vagón; parecían estar bastante seguros. Uno de los hombres le dijo desde abajo que iba a decirle al maquinista que estaban todos en el tren. Unos minutos más tarde losa topes empezaron a crujir y el tren se puso en marcha a sacudidas.
—¡Adiós, mujer! ¡Buena suerte! —gritó el segundo hombre desde la oscuridad.
—¡Adiós, amigo! —respondió ella—. Gracias por vuestra ayuda. ¡Que Dios os bendiga!
El tren fue adquiriendo velocidad. El viento le refrescaba la cara; pero no era un viento frío como el de la montaña, sino más suave y tibio.
Cuando se despertó apuntaba el día. Los chiquillos también se despertaban, y pudo oír sus gritos de entusiasmo en todos los vagones. El pequeño San, de cinco años, que estaba junto a Gladys, miró a Lufú, se frotó los ojos y le dijo riendo a carcajadas:
—Lufú, ¡te has vuelto negro durante la noche!
Y Lufú le respondió, satisfecho:
—¡Tú también te has vuelto negro! ¡Y Ai-weh-deh también! ¡Todos nos hemos vuelto negros! ¡Qué divertido!
Era una opinión unánime que hizo brotar la risa en todos los vagones, y Gladys rió con ellos.
Los japoneses no habían disparado contra el tren, o, si lo habían hecho, ella no lo había oído. Se sintió aliviada, pero cada vez más débil. Habían dejado atrás el polvo amarillo de Honan septentrional, y el río; ahora cruzaban un bello país ondulado, con huertos floridos y tejados de pagoda que asomaban entre los verdes árboles, y los chicos chillaban y señalaban cada nuevo espectáculo que se ofrecía a su vista. Nunca hasta entonces habían visto nada semejante. A primeras horas de la tarde llegaron a Hua Chou, uno de los santuarios de las montañas de China, bombardeado, pero todavía muy hermoso. La ladera del monte estaba llena de templos, y sus tejados dibujaban curvos arabescos sobre el fondo de árboles; había arroyos cantarines y puentes; y muchos peregrinos que compraban cañas amarillas de incienso o velas escarlata para quemar en los cien recintos sagrados. Dulces campanas tañían a todas horas y muchas preces se elevaban al Buda.
La organización de refugiados de los nacionalistas se había establecido en uno de los templos. Allí les dieron comida a Gladys y a los cincos, y por fin pudo dormir tranquila. Todo aquello era como un sueño. Aquella belleza dulce, casi tropical, le resultaba extraña. Ella era una mujer de la montaña; gustaba del aire cortante, de las nieves y los vientos de Shansi. Sin protestar tomó la medicina que le llevaron los chicos. Liang y Ninepence insistieron en que la tomara. Ella les preguntó de dónde la hablan sacado, y le respondieron que se la había dado un sacerdote budista. Habían dicho a los sacerdotes que Ai-weh-deh estaba enferma y les habían pedido un remedio. Los sacerdotes les habían dado hierbas de varias clases, que había que servir para que Ai-weh-deh se bebiera la infusión una vez enfriada. Tenía un sabor amargo, pero no repugnaba al paladar, no recordaba en realidad cuantos días habían pasado en Hua Chou. Sólo sabía que se habían puesto en camino en marzo y qué ahora estaba muy avanzado el mes de abril. Los niños, excepto por los cortes, las magulladuras, los chichones y aquel salvarse de milagro en las situaciones comprometidas que es propio de la infancia, gozaban de buena salud. Los trenes salían de vez en cuando hacia Sían y la mujer que gobernaba el centro de refugiados —una joven china imbuida del espíritu del grupo «Nueva Vida» que, bajo el patronato de la señora Chiang-Kai-Shek, trataba de limpiar a China— le dijo a Gladys que no se preocupara; que ellas cuidarían de embarcarla hacina Sian cuando llegara el momento oportuno.
Una mañana la ayudaron a llevar los chicos a la estación y a meterlos en los coches. Les dieron comida, ya que el viaje había de durado al menos tres o cuatro días. En aquellos tiempos los trenes de China tenían caprichos incomprensibles para las mentes europeas. Andaban o se paraban a su antojo. Gladys no recordaba después si el viaje había durado tres días, o cuatro, o tal vez cinco. Los chiquillos brincaban, gritaban y cantaban como siempre; el panorama, delicioso bajo el sol de abril, se deslizaba lentamente ante sus ojos. A veces permanecían parados durante horas enteras; después volvían a avanzar, jadeando, días y noches. Al fin, un mediodía, advirtió un movimiento de excitación entre los refugiados. Se incorporó con dificultad y pudo ver las murallas y las pagodas más allá de la estación, y un enjambre de construcciones bajas. Los pequeños ya habían empezado a saltar al andén y comprendió que tenía, que imitarlos. Fuera de la estación los hizo formar en la acostumbrada cola.
—Al entrar por la puerta de Sian cantaremos un himno —anunció.
Un chino anciano levantó la cabeza al oírla.
La miró con ojos apagados.
—Mujer —dijo—, nunca lograréis entrar en Sian. Las puertas están cerradas. Ya no se permite la entrada de más evacuados en la ciudad.
Ella no lo creyó, No podía creerle. Los mudos semblantes de los pequeños estaban vueltos hacía ella. Durante todas aquellas interminables semanas les había dado ánimos con el espejismo de Sian.
—Entonces, ¿a dónde iremos? —clamó, desesperadamente—. ¿A dónde iremos?
El hombre señaló con la mano.
—Hay un campamento de evacuados allá, cerca de la muralla. Allí os darán de comer.
Era verdad. Era la terrible, pura e irónica verdad. Gladys condujo a los chicos al campamento y, mientras la beneficencia se encargaba de alimentarlos, se dirigió ella sola a la ciudad. Al aproximarse pudo ver que las murallas eran altas y reforzadas. La ciudad era mucho mayor que Yangcheng. Por encima de los muros podía ver los altos tedios de las pagodas cubiertos con tejas verdes. Las macizas puertas de madera estaban cerradas y atrancadas. Un centinela le gritó desde lo alto de la muralla:
—¡Mujer! ¡Márchate! La ciudad está llena de refugiados. Nadie puede entrar en la ciudad. ¡Mujer, márchate!
Ella apoyó la cara en la basta superficie de la puerta y lloró un poco. ¡Un viaje tan largo! ¡Y para esto! ¡Para esto!