Capítulo XV

Al amanecer los niños estaban ya levantados y corrían y gritaban, jugando al tag[6] y, en general, comportándose como todos los niños del mundo. Con la ayuda de los mayores, Gladys procuró clasifícanos y darles de comer.

Durante algunas millas siguieron la ruta principal en dirección al Sur. Gladys poseía un silbato que le había dado hada unos meses un soldado japonés, y lo tocaba de vez en cuando para hacer bajar a los más arriesgados de los montículos rocosos, y en un par de ocasiones para reunirlos y pasar lista, no fuera que faltase alguno.

Se detuvieron junto a un arroyo para cocer mijo en una olla que Gladys llevaba, y ella fue vertiendo el grano humeante en las escudillas que por turno le presentaban los chicos. Al acabar de servir a todos poco le quedó en la olla para ella, y desde aquel momento, casi siempre sucedió lo mismo.

Oscurecía cuando llegaron a un pueblo de la montaña que ella conocía y donde pensó que podrían hallar cobijo para pasar la noche, Y no es que creyera que ningún amo de casa se sin tierra muy dichoso en albergar un centenar de chiquillos ruidosos y sucios. La ayuda le llegó de donde menos esperaba. Un viejo sacerdote budista, con su brillante indumento de color de azafrán, estaba en la escalera de su templo cuando la mujer de Yangcheng pasó por delante con su niñada.

—¿A dónde van? —le gritó a Gladys.

—Somos refugiados y nos dirigimos a Sian —respondió ella.

Él descendió los peldaños y se acercó. Sus ojillos casi se perdían en la maraña de arrugas que surcaban su cara.

—Pero ¿qué va a hacer con todos esos chiquillos, mujeres?

Su voz estaba llena de reproche.

—Busco un sitio donde podamos pasar la noche.

—Entonces, pueden quedarse en él templo —dijo él, bruscamente—. Todos mis hermanos sacerdotes están ausentes. Hay mucho sitio. Dígales que entren. Siempre estarán más calientes que en la falda del monte.

No fue necesario presionar a los muchacho ¡Aquello parecía una aventura! El templo estaba a oscuras y en él había sombríos nichos que albergaban imágenes de piedra del obeso Buda de cargados párpados. Había frescos en las paredes que representaban los múltiples tormentos de los pecadores, pero los niños estaban demasiado fatigados para fijarse en ellos. Se agruparon alrededor de la olla cuando Gladys hubo terminado de hervir el mijo, y, cuando hubieron comido, se acurrucaron en sus ropas de cama y se quedaron dormidos en seguida.

El segundo día fije una copia del anterior. Los muchachos se despertaron refrescados con una absoluta falta de reverencia, comenzaron a explorar el templo, con agudos gritos de admiración. El sacerdote sonreía, cortés; aquello no parecía importarle lo más mínimo. Se inclinó cuando Gladys le dio las gracias y le deseó un feliz viaje hasta Sian.

Estaban lejos de cualquier pueblo cuando les sorprendió la noche y se agruparon al amparo de un semicírculo de rocas, resguardados del viento. Por la noche cayó una espesa niebla, y los niños se acurrucaron bajo sus mantas húmedas. El día siguiente amanecieron echando vapor y se secaron al sol. Por la tarde se encontraron a un hombre, montado en una mula, que viajaba en su misma dirección. Si querían llegarse hasta su pueblo, dijo, gustoso les procuraría alojamiento para la noche. Gladys aceptó la oferta, agradecida. En su patio se desparramaron los chicos, comieron el mijo cocido de sus escudillas, y bebieron tazas de té caliente. Seguían pensando que era una estupenda aventura. Incluso Gladys sintió un inmenso alivio al pensar que habían pasado sin novedad otro día, y que el Río Amarillo estaba un día más cerca. Cogió su tazón con ambas manos, para disfrutar del tibio calor que emanaba, y se puso, a charlar con las niñas.

—¿Cuántos días tardaremos en llegar al Río Amarillo, Ai-weh-deh? —preguntó Saulán, tímidamente.

Aunque Gladys nunca había llegado hasta el Río Amarillo, sabía perfectamente la respuesta.

—Los arrieros solían emplear cinco días siguiendo la ruta normal. Pero nosotros vamos cruzando los montes. Yo diría que necesitamos doce días.

—¿Y no veremos a ningún japonés en todo el camino? —preguntó Ninepence.

—Espero que no —respondió ella.

Mientras charlaban, contempló a las dos niña, la que había comprado por nueve peniques, y la pequeña esclava del y amen. Ambas eran unas criaturas exquisitas, de claro cutis y pelo negro y brillante. Incluso embutidas en sus chaquetas acolchadas y polvorientas resultaban preciosas.

Las dos noches siguientes las pasaron al aire libre. Dos de los chicos mayores, Teh y Liang, habían conseguido un bote de lechada de cal en un pueblo del camino, y marchaban delante, marcando las rocas con pinceladas blancas a fin de señalar el camino a través de los montes. De vez en cuando escribían un letrero en la roca: «Por aquí. ¡Adelante!», o «No tengáis miedo, pequeños». Los más pequeños lanzaban exclamaciones de gozo cuando les traducían los mensajes.

Aquel terreno era ya desconocido para Gladys, pero seguía rumbo al Sur guiándose por la dirección del sol. Prácticamente estaban siempre sedientos, porque el sol era fuerte y sólo en los pueblos se encontraban pozos. Después de las densas nieblas de la montaña, todas las noches se arremolinaban junto a cualquier gotera de las rocas y se humedecían la lengua. El mijo se consumió y el mozo que lo llevaba se volvió a su pueblo. Ya no tenían más comida, y los montes se extendían ante ellos, salvajes y yermos, con pocos lugares habitados. A menudo, cuando trepaban por una roca, se encontraban con que la bajada era tan abrupta que tenían que formar una cadena humana y pasarse a los más pequeños de mano en mano. Y los pequeños lloraban al caerse, y volvían a llorar cuando se sentían cansados. A menudo trataba Gladys de reanimarlos cantando himnos, y cuando llegaban al terreno llano todos avanzaban valientemente cantando a coro. Prácticamente, entre los chicos mayores y Gladys acarreaban ahora toda la impedimenta, y a menudo se cargaban a cuestas por un breve trecho a algunos de los pequeños de cinco o seis años. Era raro el momento en que alguna manita no se agarraba a la chaqueta de Gladys.

Siete noches después de su salida de Yangcheng acamparon en el corazón de una región montañosa desconocida para ella. Habían encontrado un pequeño sendero que se dirigía hacia el Sur. Todavía no era noche cerrada, pero estaban todos tan fatigados que no podían seguir adelante. Los delgados zapatos de paño, de confección casera, que todos llevaban, estaban prácticamente destrozados. Los pies de las chicas mayores estaban heridos y sangraban. Todos iban sucios, cubiertos de polvo; y no tenían comida. Gladys levantó la cabeza para examinar a su hueste, que yacía en grupos al amparo de las rocas. Y lo que vio no le gustó; a menos que recibieran alimentos y auxilio muy pronto, la estremecía pensar en lo que podía ocurrir. De pronto vio a Teh y a Liang, que todavía actuaban de exploradores, corriendo en dirección a día. Le gritaban algo que no lograba entender, pero sus excitados ademanes presagiaban peligro.

—¡Hombres! —gritaron después—. ¡Soldados!

Gladys se sintió helada de pánico. Se llevó el Silbato a la boca dispuesta a dar la señal convenida para que los chicos se dispersaran, pero no llegó a soplar. Si se dispersaban por aquel terreno salvaje, podían perderse todos y morir de hambre. Y en aquel momento, mientras los dos muchachos se acercaban a ella, vio unos hombres uniformados que salían de detrás de un montículo rocoso, abajo en el valle, y con un suspiro de alivio comprobó que eran tropas nacionalistas. Gladys con las niñas, avanzó lentamente, y de pronto oyó el ruido que más temía en el mundo: ¡el ruido de motores de aviación! Con un zumbido que resonó en el valle, dos cazas japoneses aparecieron por una abertura entre las montañas precipitándose en su dirección. Aunque debían de volar a cientos de pies de altura, su súbita aparición y el roncar de sus motores provocó una ola de pánico en todos los que estaban en el valle.

Gladys corrió a refugiarse bajo una peña y vio por el rabillo del ojo que las chicas hacían lo mismo. Se agazapó, rígida, esperando oír el tableteo de las ametralladoras. Pero no fue así. Miró a lo alto y vio cómo desaparecían los aviones que llevaban pintada en las alas la insignia del Sol Naciente. Por lo visto los aviadores perseguían un objetivo más importante que ametrallar a las tropas nacionalistas y a los refugiados en los montes. Gladys se alzó y miró valle abajo. Los niños estaban bien instalados para el caso de un ataque aéreo. Todos se levantaron de sus escondrijos. Las tropas nacionalistas, que también se habían dispersado, se mezclaban ahora con los niños. Todos salieron riendo entre las rocas.

El problema de los chiquillos hambrientos se había solucionado ya espontáneamente. Los soldados metían las manos en las mochilas y sacaban tesoros de delicados manjares, y en todas partes podían oír los «¡Ah!», y los «¡Oh!», de la encantada chiquillería.

Los soldados decidieron acampar allí para pasar la noche. Invitaron a Gladys y a su rebaño a permanecer con ellos y compartir su comida. ¡Aquello fue un festín!

Al duodécimo día salieron del terreno montañoso y descendieron por las laderas en dirección al Río Amarillo. Como de costumbre, en aquellos últimos días, las voces de los pequeños formaban una quejosa música de fondo.

¡Ai-weh-deh, me duelen los pies!

—¡Ai-weh-deh, tengo hambre!

—Ai-weh-deh, ¿cuándo nos detendremos pata pasar la noche?

—Ai-weh-deh, ¿quieres llevarme?

—Mirad allá abajo —dijo ella— es él pueblo de Yuan Ku; y más allá, a lo lejos, mirad: ¡el Río Amarillo! ¡Mirad cómo resplandece bajo él sol!

—Pero está muy lejos, Ai-weh-deh. ¡Y tenemos mucha hambre!

—En el pueblo de Yuan Ku nos darán de comer, y después llegaremos hasta él Río Amarillo. Una vez lo hayamos cruzado, estaremos a salvo. Ahora vamos a cantar una canción mientras bajamos al pueblo.

Siguieron la carretera que de las colinas conducía al pueblo. Éste había sido terriblemente bombardeado. Los cascotes llenaban las calles y la mayoría de las casas no tenían tejado. En el lugar reinaba un inexplicable silencio. En las calles no se veían arrieros ni culíes. Los chiquillos fueron de casa en casa, dando voces en los patios. Allí no había nadie. Todo estaba desierto. Entonces Liang y Teh, los fieles exploradores que seguían en vanguardia, dijeron que habían encontrado un anciano. Gladys corrió a hablarle. Estaba sentado apoyado en el tronco de un árbol, tomando el sol, llevaba un sombrero de paja cónico, y unos cuantos pelos blancos brotaban de su mentón. Sus flacas piernas asomaban debajo de los calzones de algodón azul. Había estado durmiendo, y ahora estaba malhumorado porque le habían despertado.

—Esto es Yuan Ku, ¿verdad, anciano? —dijo Gladys, alzando la voz.

—Sí, esto es Yuan Ku.

—Pero ¿dónde está toda la gente? ¿Par qué está desierto el pueblo?

—Han huido. Los japoneses avanzan hacia acá, y todos han huido.

Un hilillo de saliva le caía por él mentón. No tenía dientes y su cara estaba chupada hasta los huesos.

—Y usted, ¿por qué no ha huido? ¿Por qué está aún aquí?

—Soy demasiado viejo para correr. Dormiré aquí al sol hasta que lleguen los japoneses, y si me matan, ¿a quién va a importarle? Todos mis hijos han desaparecido. Mi familia ha quedado destrozada como los tallos del trigo que rompe el viento. Esperaré a los japoneses y les escupiré a la cara.

—Pero ¿a dónde ha ido toda la gente?

—Al otro lado del río Amarillo, lejos de los japoneses.

—Entonces, también nosotros debemos hacer lo mismo. ¿Hay barcas?

—Las había. Ahora me parece que habrán llegado tarde.-Dirigió una mirada mortecinas a los chicos que se agrupaban a su alrededor. —¿De dónde vienen todos esos niños? ¿A dónde van?

—Somos refugiados y nos dirigimos a Sian —dijo ella.

El hombre frunció despectivamente los labios.

—Eres tonta, mujer, de preocuparte por todos esos niños. Los dioses crearon a la mujer para que cuidara de un puñado de niños, no de un ejército.

Gladys ya había oído otras veces en China aquella filosofía. Le entró por un oído y le salió por el otro.

—¿Cuánto dista el río de aquí?

—Tres millas. Hay que seguir el camino que lleva al transbordador, pero no encontraré ninguna barca. Los japoneses van a llegar, y no era cuestión de que se llevasen las barcas. Volved a la montaña, mujer. Es el único sitio seguro.

—Nosotros vamos a Sian —dijo Gladys, simplemente. Tocó el silbato y los niños se alinearon junto a ella. Le tocaba a Cheia el turno de ir a hombros, y ella se la cargó a la espalda—. Tan pronto como lleguemos al río nos bañaremos y lavaremos la ropa —prosiguió—, tomáremos un barco y nos pondremos a salvo en la otra orilla. Adiós, anciano, y ¡buena suerte!

Él ni volvió la cabeza para verlos marchar. La dejó caer sobre el pecho, y estaba durmiendo antes de que hubieran doblado la esquina.

La comitiva se deslizó por el polvoriento camino en dirección al río. Había cañas a lo largo de la ribera, y diminutas ensenadas con arena, donde los chiquillos podían chapotear. Corrieron hacia allí, chillando entusiasmados. El río tendría una milla de anchura y la corriente era rápida y profunda en el centro. Pero no había barcas, ¡ni rastro de barcas! Sualan dijo a media voz:

—¿Dónde están los barcos, Ai-weh-deh?

—Deben ir y venir de vez en cuando —respondió ella—. Tal vez hoy hemos llegado demasiado tarde. Pasaremos la noche aquí en la orilla y embarcaremos mañana a primera hora. Se acurrucaron en un hoyo de la orilla. A la mañana siguiente los chicos estaban ya jugando en la orilla cuando ella despertó. Los más pequeños empezaron a gritarle.

—¡Ai-weh-deh, tenemos hambre! ¿Nos darás algo de comer, Ai-weh-deh?

—Pronto —les respondió—. Pronto.

Reunió a los chicos mayores.

—Tenemos que buscar comida. En Yuan Ku tienen que haber dejado algunas provisiones. Tenéis que volver allí y registrar las casas. Mirad en todas partes. Tenemos que encontrar algo de comida. Los pequeños siguieron jugando en la orilla.

Los mayores se dirigieron a buscar comida al abandonado pueblo de Yuan Ku. Gladys se sentó en la ribera y observó cómo el sol se elevaba en el cielo, produciendo cegadores reflejos en la superficie del ancho río. Se sentía mareada. Los pequeños todavía no habían superado su asombro a la vista del ancho río, y exploraban los cañaverales y las playitas a lo largo de la orilla. Pero la curiosidad no basta a llenarles la barriga.

«¡Si al menos viniera una barca! —pensó ella—. ¡Si al menos viniera una barca!».

Tres horas más tarde, regresaron triunfalmente los muchachos. Habían registrado la mayoría de las casas de Yuan Ku y cada cual traía su pequeña contribución: unas libras de mijo florido en el fondo de una cesta destartalada, unas pocas tortas polvorientas y resecas, sacadas de debajo del mostrador de una tienda Todo fue hervido en la olla comunal en una hoguera de cañas secas, y repartido entre las escudillas que agitaban los pequeños. No hubo bastante para Gladys, Sualan y los chicos mayores; pero los pequeños pudieron alimentarse.

Mañana tal vez llegaría una barca.

Comieron las últimas migajas. Era el tercer día de su estancia en la orilla del Río Amarillo. El sol se levantó y los chiquillos se cansaron, de corretear por la orilla. Ella les contó cuentos y cantó canciones con ellos, pero le dolían; los ojos de tanto mirar el agua en busca de una barca. Al anochecer, todos se acercaron a ella para que pudiera acariciarlos. A la mañana del cuarto día incluso los más pequeños presentaban un aspecto afligido. Fue entonces cuando Sualan le dijo:

—Ai-weh-deh, ¿recuerda que nos contó cómo Moisés se llevó a los hijos de Israel hasta el mar Rojo? ¿Y cómo Dios ordenó a las aguas que se abrieran, y que los israelitas las cruzaron felizmente?

—Sí, lo recuerdo —respondió, amablemente.

—Entonces, ¿por qué Dios no abre las aguas del Río Amarillo para que lo crucemos?

Ella miró tristemente la bonita cara infantil, los ingenuos ojos abiertos.

—Yo no soy Moisés, Sualan —respondió.

—Pero Dios siempre es Dios, Ai-weh-deh. Nos lo ha dicho más de cien veces. Y si Él es Dios, puede separar las aguas del río.

Por un instante no supo qué responderle; cómo contarle a una chica hambrienta, en la orilla de un inmenso río, que no deben pedirse milagros; cómo explicarle que a veces no se es digno de un milagro; cómo darle a entender que, aunque ella fuese capaz de enfrentarse con el peor enemigo en cualquier momento, no tenía poder para separar las vastas aguas, ni tenía otro poder que el de su propia fe.

Le dijo:

—Arrodillémonos las dos y recemos, Sualan. Y tal vez nuestros ruegos sean escuchados.

* * * *

El oficial nacionalista chino que mandaba el pelotón que exploraba la orilla del río, volvió la cabeza para mirar el grupo de hombres que le seguía. Todos ellos eran muchachos, reclutados en los pueblos de la zona intermedia, provistos de rifles y de mal ajustados uniformes, entrenándose rápidamente en di arte de vivir de la tierra, como parte elemental de su instrucción militar. Eran ocho en total, todos sin afeitar y con pelo crecido.

¡Ah!, y eran capaces de luchar. Si tropezaban con una patrulla de reconocimiento japonesa, se echarían al suelo y sus balas levantarían nubecillas de polvo entre los pies de sus enemigos. Así les entretendrían un rato, a menos que la otra patrulla llevara un mortero, o que llamara a uno de sus aviones para que los borrara del mundo de los vivos con sus bombas. Tal vez aguantarían lo mejor que pudieran hasta que cayera la noche, y con ésta vendría su salvación, liarían señales a sus camaradas de la ribera opuesta, y el precioso bote camuflado con cañas cruzaría el río. La noche podía servirles de bastante.

Sus vagos pensamientos cesaron de pronto ¡Un ruido! ¡Un ruido extraño! Un lejano y agudo sonido, tembloroso e incierto. ¿Un avión? Sus hombres así lo creyeron. Vio cómo se echaban los cascos atrás y volvían los ojos hacia, el cielo sin nubes, esforzándose por localizarlo. Durante la última semana se había observado una desacostumbrada falta de actividad del los aviones en la zona del Río Amarillo. Generalmente los aeroplanos japoneses patrullaban; y abrían fuego contra cualquier cosa que se moviera, incluso disparando contra los cañaverales de la orilla o bombardeando furiosamente el propio río, alzando una barrera de aguas agitadas que producían un rumor intimidatorio.

Y, sin embargo, aquello parecía más bien un canto, el canto lejano, agudo y monótono de muchas gargantas infantiles. Sacudió la cabeza como para despejarla. En aquel punto el río tenía una milla de anchura: tal vez eran chiquillos de los pueblos de la otra orilla. Tal vez recitaban la lección; pero ¿llegarían sus voces hasta tan lejos? Trepó cautelosamente a una pequeña elevación de la ribera. Se irguió para ver mejor y exhaló un gruñido de sorpresa, Cogió sus prismáticos y los enfocó. Y vio una escena desconcertante: una muchedumbre de niños agrupados en la orilla, sentados en círculo y cantando. Algunos, más pequeños, chapoteaban y saltaban en la orilla.

Contuvo a sus hambres con un ademán.

—Esperad ahí —les dijo—. Puede ser una celada. Estad alerta.

En muchas otras ocasiones los japoneses se habían hecho preceder por refugiados. ¿Y quiénes serían aquellos chiquillos? Todos los evacuados habían salido de aquella zona hacia días. El río estaba oficialmente cerrado. A medida, que fue avanzando por la ribera, se convenció de que eran desde luego niños chinos. Los más pequeños le vieron y corrieron hacia él, riendo y gritando satisfechos.

—Ai-weh-deh —chillaron—, aquí hay un soldado. ¡Un soldado!

El joven oficial vio la pequeña mujer que estaba sentada en el suelo. Era delgada y parecía hambrienta. Se levantó al aproximarse él, y con sorpresa, advirtió él que era extranjera.

—¿Está loca? —dijo—. ¿Quién es usted?

—Somos refugiados y tratamos de llegar a Sian —respondió simplemente.

Su chino era correcto, aunque lo hablaba en el marcado dialecto del Norte; pero, a pesar de ello y de que era pequeña como las mujeres del país y tenía su mismo pelo negro, tuvo la seguridad de que era extranjera.

—Esto no tardará en convertirse en un campo de batalla, ¿se ha dado cuenta? —preguntó.

—Toda China es un campo de batalla —replicó ella, tristemente.

—¿Está usted encargada de esos niños?

—Sí, en efecto. Queremos cruzar él río.

Él la miró fijamente. Era una mujer muy joven, Llevaba el negro pelo atada en un moño, y sus vestidos eran viejos y harapientos; tenía profundas ojeras, la cara hundida y el aspecto enfermizo.

—¿Es extranjera?

—Sí, soy extranjera.

—Para serlo, ha elegido un extraño trabajo.

Ella lo miró sin pestañear, mientras él proseguía:

—Creo que podré conseguirle una barca, Pero habrá que hacer tres viajes para llevarlos a todos, y es peligroso. Si llega algún avión japonés y los encuentra en mitad del río, no habrá esperanzas.

—Es preciso que crucemos el río.

—Probablemente logrará comida en el pueblo de la otra ribera. La gente no suele abandonar sus casas incluso cuando vienen los japoneses.

—Comprendo —dijo ella—. Lo mismo nos pasaba a nosotros en Yangcheng.

Él avanzó hasta la orilla, se metió los dedos; en la boca y lanzó tres fuertes y penetrantes silbidos. Desde la otra ribera llegaron tres silbidos en respuesta. Dos pequeñas figuras, allá a lo lejos en la otra orilla, empujaron un boté hasta el agua y se pusieron a remar.

—No sé cómo agradecérselo —dijo ella—. Pensaba que era el final cuando no pudimos cruzar el río.

El joven oficial advirtió que vacilaba un poco cuando uno de los pequeños la empujó. La observó fijamente.

—Está usted enferma —le dijo—. Debe buscar un médico. Las tropas nacionalistas de la Otra orilla tienen médico.

—Estoy bien —dijo ella—. Cuando lleguemos a Sian me encontraré bien del todo.

Con gritos de entusiasmo los chiquillos llenaron el bote. Los soldados los llevaron rápidamente a la otra orilla. Volvieron y embarcaron más niños. Al tercer viaje, el soldado ayudó a la extranjera a embarcar con el último grupo de chicos. Su pelotón había acudido también a prestar ayuda.

Al alejarse te barca de la orilla, hizo poner firmes a sus hombres y saludo gravemente.

—¡Buen suerte, extranjera!