Su reacción inmediata fue la de qué todo aquello era increíble. ¡Cien dólares era una pequeña fortuna!
—¡Deben de estar locos! —exclamó—. ¡Ofrecer cien dólares por mi persona!
La negra figura del umbral no se movió.
—Debe salir por la mañana, Ai-weh-deh. Yo me voy. Pero debe marcharse en cuanto amanezca.
Gladys volvió a acercarse a él, presa ahora de indecisión, incapaz de evitar que él aguijón del miedo penetrara en su cerebro.
—Gracias por traerme estas noticias —dijo, pausadamente—. Y decidiré una cosa u otra; ahora aún no lo sé.
Él advirtió el matiz de inquietud de la voz de ella.
—Yo la quiero bien, Ai-weh-deh —dijo, gravemente.
Y un momento después había desaparecido en la noche. Jamás volvió a verle. Gladys cerró la puerta lentamente y volvió a la mesa. Examinó con mayor detención el pequeño anuncio. ¡Cien dólares! Era una gran cantidad de dinero para la mayoría de los habitantes de Tsehchow. Sin amargura, pensó que probablemente habría muchos capaces de traicionarla por la mitad de aquella suma. No pensó siquiera en consultar a David Davies su dilema; nacía años que se había acostumbrado a decidir por sí misma; había pasado muchos meses sin ver a Davies, y ahora que habían puesto precio a su cabeza no quería complicarlo en el asunto. La atmósfera del cuarto se iba haciendo irrespirable. Se dirigió a una ventana y la abrió. Fuera reinaba una oscuridad densa e impenetrable; el silencio era absoluto. «¿Cómo puedo huir ante el enemigo?», se preguntó desesperadamente, mientras una pequeña estación de onda corta emplazada en el interior de su cabeza empezaba a transmitir unas furtivas palabras: «¡Corre! ¡Corre! ¡Corre por tu vida!».
Era evidente que los japoneses se habían enterado de su labor de espionaje en favor de los nacionalistas. Alguien la había traicionado. El enemigo no mostraría ningún escrúpulo en saldar aquella cuenta; ni su sexo le serviría en modo alguno de protección. Y, sin embargo, seguía reacia a marcharse.
No sabía qué camino tomar. Llevada de un impulso, cogió su Biblia. Estaba sobre la mesa junto al cartelito. La abrió al azar y se inclinó para leer la línea de caracteres chinos. Nunca había leído aquel pasaje, y ahora lo leyó en voz alta, con creciente pavor.
¡Vuela, vuela a las montañas! ¡Adéntrate en los lugares más ocultos porque el Rey de Babilonia quiere tu perdición!
El rey de Babilonia quiere tu perdición repito en voz alta, sintiéndose perpleja había pedido una señal, ¿no sería ésta? ¡Vuela! ¡Vuela! Sí, ahora ya sabía que debía marchar, se al amanecer. Se dirigió a un pequeño cajón que tenía en una esquina y empezó a sacar documentos y cartas. Tenía que quemarlos antes de marcharse. No debía quedar la menor prueba. Así la sorprendió el alba: pero había terminado su tarea. El sol se había levantado ya cuando bajó al recinto, llevando la Biblia y el pequeño cartel. Uno de los ancianos chinos, un buen cristiano a quien conocía desde hacía muchos años, daba ya su paseo tomando el sol. Impulsivamente, le alargó ella el pedazo de papel. Él lo tomó, lo observó detenidamente; durante unos momentos, y después la miró a los ojos. Su expresión era grave.
—Tendría que estar fuera —le dijo—. ¡Ya tendría que haberse marchado de aquí!
—Me marcho ahora —respondió—. Voy a pedirle al portero que prepare mi mula.
Al cruzar el amplio recinto hasta la puerta principal, sintió el calor del sol sobre la espalda. Sus pies, calzados con ligeros zapatos, levantaban diminutas nubes de polvo. Mao, el portero, observaba por la mirilla de la puerta cuando ella se le acercó.
—Mao —le dijo—. Me marcho en seguida. ¿Quiere prepararme la mula, por favor?
—Mire hacia fuera —dijo—. Ahora sería peligroso salir.
Gladys pasó junto a él y aplicó el ojo al pequeño orificio. Por él se veía un trozo de camino, interrumpido a la izquierda por el muro del recinto, y que, hacia la derecha, bordeando la muralla de la ciudad, conducía a la puerta de entrada a ésta. Un grupo de soldados japoneses estaba entrando por dicha puerta. Ella retrocedió, luchando con el súbito pánico que le atenazaba la garganta. Al volverse observó que, por alguna razón desconocida, Mesang, el cocinero, la había seguido a través del recinto. La apuntó con un dedo mugriento.
—¡Ya tendría que estar fuera! —dijo—. ¡Ya tendría que estar fuera!
Ella le miró sin responder, demasiado aturdida para hablar. Después se volvió y empezó a cruzar de nuevo el recinto, y mientras andaba, aquella sensación de pánico —parecida al ruido de un tren que se acercase a gran velocidad— comenzó a rugir en su interior. Sus pies se movieron con mayor rapidez: sus pasos se convirtieron en carrerilla, y después en una veloz carrera. Su objetivo era la puerta trasera; la puerta por la cual, por inmemorial costumbre, solían sacar los muertos. Para llegar a ella había que cruzar el patio y pasar frente a las habitaciones de David. Mientras corría, recordó de pronto que él estaba allí. Instintivamente se detuvo, cogió un puñado de arena y los arrojó a los cristales. Al cabo de un segundo él apareció en la ventana. Se debía de estar vistiendo, porque iba en mangas de camisa. Podía verle los hombros y la cabeza mientras la miraba a través del cristal. Su voz le llegó claramente:
—¿Tiene miedo, Gladys? ¿Por qué tiene miedo?
Súbitamente volvió a asaltarle el pánico; sin responder una palabra corrió hacia la puerta trasera. Estaba abierta y la cruzó. Allí estaba el cementerio de los extranjeros, una abierta parcela de tierra en la que se veían los montículos de las tumbas. Más allá estaba el foso vacío y cubierto de hierba que circundaba la ciudad, y más lejos aún, hacia la derecha, se extendía un gran campo de verde trigo, no crecido del todo, pero lo bastante alto para ocultarla. Todo esto se lo sabía de memoria y se le hizo presente con la claridad de un relámpago mientras cruzaba la puerta, pero también advirtió inmediatamente que había cometido un error de cálculo. Aunque la puerta principal estaba más cerca de la entrada de la ciudad, la puerta de escape posterior quedaba a la vista de cualquiera que avanzara por el camino desde mucha mayor distancia. Por aquel camino, siguiendo al destacamento que había visto entrar en la ciudad, venían otras compañías; que marchaban a intervalos regulares. Al correr, había entrado en su campo visual. El grupo más próximo de soldados no estaba más que a unas cien yardas de ella. Y sabía lo propensos que eran a disparar primero y averiguar después la identidad del blanco. Huir era una invitación al fusilamiento. Disparaban una y otra vez con la misma fruición de un joven granjero persiguiendo a un conejo. Si sus tiros daban en el blanco, raramente se desviaban de su camino para inspeccionar al cadáver o ver las heridas que habían producido con sus balase Pero ahora no podía detenerse; no tenía más remedio que huir, y aquel pensamiento le hizo aumentar su velocidad.
Al correr por el cementerio, oyó a los soldados que gritaban a su espalda; seguidamente percibió las detonaciones de los rifles y el zumbido de las balas al rebotar en las piedras a su alrededor. Le dolía el pecho y el sudor le entraba en los ojos, pero el borde del foso no estaba más que a unas yardas. Trató de llegar a él pero, cuando casi había llegado, sintió un puñetazo en la espalda. Ya no pudo correr, sino qué se halló tendida de bruces, llena la boca de polvo y arena. No sintió dolor; sólo una inmensa sorpresa. Sabía que una bala la había herido en alguna parte. «Me muero —pensó—. ¿Y esto es morir?». Entonces percibió como una quemadura entre los omóplatos y, recobrando rápidamente el buen sentido, comprendió que no se moría, pero que no tardaría en hacerlo, pues las balas seguían levantando nubecillas de polvo y rebotando en las piedras. Los soldados japoneses utilizaban como blanco su cuerpo caído. Con un impulso reflejo, intuitivo, se incorporó y se desabrochó de un tirón la chaqueta acolchada. Su Biblia había caído con ella y sentía su presión bajo el estómago. Contorsionándose se desprendió de la chaqueta, dejándola detrás como la piel de una serpiente; después, utilizando la Biblia para deslizarse, empezó a reptar hacia delante, empujando con los dedos de los pies y arañando el suelo con las manos. Jadeante llegó al foso y se dejó caer en él. Ahora le ardía la espalda. Su corazón latió con fuerza al escuchar la ráfaga de balas que caía sobre el abrigo abandonado, al rectificar los soldados su puntería. Aquello le dio nuevo ímpetu. Deslizose agachada por el foso hasta que vio alzarse el trigo sobre su cabeza. Separándolo cuidadosamente, se deslizó entre los flexibles tallos, avanzando de espalda a fin de volver a levantar los tiernos tallos y no dejar el rastro de espigas tronchadas detrás de ella.
Al llegar a la mitad del campo se sintió bastante segura. Lamentaba haber perdido su abrigo, pues todo lo que llevaba debajo era una delgada chaqueta de algodón y temblaba aún a pleno sol. Sentía ahora el pinchazo de la rozadura en su espalda. La bala había atravesado el abrigo acolchado y le había rozado el omóplato derecho. Sus dedos localizaron el estrecho surco en la carne; pero sangraba poco, y no se preocupó. Tenía los ojos pesados y se sentía débil. Recordó que apenas habla dormido la noche anterior. Ya no tenía miedo. Sabía que cuando cayese la noche los japoneses se encerrarían dentro de la ciudad. Por consiguiente, tenía que esperar hasta que se pusiera el sol para huir hacia los montes. Para pasar el tiempo hasta que anocheciera, se fue abriendo camino entre los trigos hasta llegar al extremo más apartado del campo. Y tan pronto como la sombra fue lo bastante intensa para ocultarla, salió de su escondrijo. Miró atrás, al las murallas de la ciudad. No se movía un almacén ninguna dirección y corrió por los campos ondulados en dirección a la montaña.
Tardó dos días en llegar a la Posada de las; Ocho Venturas, y, cuando llegó, ya sabía lo que., tenía que hacer. Mientras hacía su ruta por las rocosas laderas, y el viento le azotaba la cara en los riscos, y tropezaba en los abruptos declives que llevaban a los valles, había examinado todos los caminos que podía tomar. Y había llegado a una conclusión: ¡tenía que marcharse! Tenía que alejarse de aquella región de Shansi. Cogería los niños —todos— y los llevaría cruzando los montes hasta Sian, donde encontraría refugio. Tal era la decisión que había tomado mientras bajaba por el estrecho sendero en dirección a la Posada.
Los niños se alegraron muchísimo al verla. Todos salieron al patio, riendo y parloteando. Los dos trabajadores de la misión qué los habían tenido a su cuidado le dijeron que habían pedido grano al mandarín, y que todos estaban bien alimentados. Gladys los reunió a todos a su alrededor, un mar de chiquillos morenos, sonrientes, sucios y de almendrados ojos, que la consideraban como una verdadera madre, como una madre que les había dado Dios.
—¡Ai-weh-deh! —clamaron—. ¡Ai-weh-deh ha venido a cuidar de nosotros!
—Esta noche —les dijo ella— quiero que todos os vayáis a dormir temprano. Mañana emprenderemos un largo viaje por los monte. ¡Un viaje largo, muy largo!
Se produjo una clamorosa evocación. Un largo viaje a donde fuese era toda una aventura.
—Tenéis que levantaros temprano, atar la ropa de vuestras camas y coger vuestras escudillas y palillos. Ahora marchaos, y a la cama pronto. No lo olvidéis.
Desaparecieron por todos los agujeros y rincones del edificio, y, al contemplar el techo hundido y la maltrecha galería, Gladys pensó que, realmente, casi todo eran agujeros y rincones en su casa. Al hallarse en el primer patio pensó en el antiguo esplendor, la pompa, la oficialidad y todo el ceremonial de corte, de miles de años de antigüedad, que habían precedido a sus primeras entrevistas con el mandarín. Ahora sólo había un guardián ante la puerta de su pequeña cámara. El hombre reconoció a Gladys, le sonrió, empujó la puerta del mandarín y gritó:
—¡Es ella!
Al entrar, Gladys imaginó que en los viejos tiempos aquella descortesía le habría costado la cabeza.
Él mandarín se levantó a saludarla. Llevaba un vestido azul corriente y un gorro negro. Por un fugaz instante, Gladys recordó con añoranza aquellas maravillosas túnicas de escarlata y oro. Incluso su larga y lustrosa coleta aparecía ahora reducida a un grueso rabito. Todos los varones chinos habían hecho lo mismo por orden de los nacionalistas, porque los japoneses habían descubierto maneras ingeniosas de torturar a los hombres coletudos. Les parecía extraordinariamente divertido colgar a un hombre con su propia coleta.
—Ai-weh-deh —dijo amablemente—, ¡cuánto me alegra verla!
—También yo me alegro —respondió ella. La escuchó atentamente al referirle ella lo ocurrido y su decisión de intentar el viaje a Sian, cruzando los montes con los niños. Y ella comprendió en seguida que estaba preocupada.
—He oído decir que los ejércitos japoneses se están infiltrando en los pasos de los montes y han alcanzado el Río Amarillo. Tendrá qué cruzar su territorio. Será muy peligroso.
—Nos alejaremos de todas las rutas conocidas —respondió ella—. Iremos por caminos que los japoneses no descubrirán nunca.
—¿Con un bei de niños? En la numeración china un bei quiere decir ciento. En realidad, eran unos pocos menos.
—¡Con un bei de niños! —dijo, con firmeza—. No me atrevo dejar uno solo.
—Tiene razón —dijo él, tristemente, e hizo una breve pausa—. ¿Tiene dinero y provisiones para el viaje?
—Ni una cosa ni otra. Él sonrió y después rió en voz alta.
—Tiene usted la facultad de enfrentarse con las cosas más formidables, Ai-weh-deh, con una seguridad y una calma que le he envidiado desude que llegó a Yangcheng hace años.
—Ya se lo he dicho muchas veces: «Dios proveerá». Y ahora usted también lo cree, ¿no?
—En esta ocasión, al menos, deje que el mandarín de Yangcheng actúe como su agente. Puedo darle dos dhan de mijo y dos hombres que los lleven durante la primera parte de su viaje. Tardará varias semanas en llegar a Sian por los caminos que habrá de tomar, ¿se ha dado cuenta?
—Lo sé. Saldré mañana al amanecer.
—¡Que Dios le ayude! —dijo él—. Y que tenga la suerte que se merece.
Se hicieron una profunda reverencia; eran dos viejos amigos que se despedían, y los dos hubiesen querido demostrar su profundo afecto en algo más que en palabras. Era imposible y absolutamente innecesario.
Se preguntó qué sería de David, Si hubiese sabido lo que estaba a punto de ocurrirle, probablemente habría regresado en seguida a Tsehchow para intentar ayudarle. Pero no lo sabía. Y tenían aún que pasar largos años antes de que conociera la historia completa de David Davies.
Dos semanas después de haber ocupado los japoneses Tsehchow, lo detuvieron y lo acusaron de espionaje. Aún faltaba todavía un año y cuatro meses para que los japoneses declararan la guerra a los aliados, y David Davies era por tanto teóricamente neutral; ello no suponía ninguna diferencia en su trato. Internados mil millas en China, los escrúpulos teóricos no desempeñaban un gran papel en la estrategia japonesa. Por alguna razón que sólo ellos conocían, se habían empeñado en hacerle confesar que era un espía. Su método era muy sencillo: le hacían pasar hambre, no lo dejaban dormir y lo azotaban cruelmente a intervalos regulares.
A dos de sus conversos los ataron a unas vigas y los torturaron para forzarlos a declarar que David Davies había conspirado contra los japoneses. Ambos se negaron a hacerlo, y los mataron a los dos. Eran hombres sencillos, que no podían comprender por qué les torturaban para que confesasen algo que sabían —y también lo sabían los japoneses— que era falso. Ambos murieron siendo leales. Los japoneses no tenían motivos de sospecha contra David; pero era europeo y cristiano, y de ambas cosas desconfiaban. ¿Por qué había vuelto a la Misión? ¿Por qué había consentido que soldados chinos frecuentaran su recinto? ¿Por qué había hecho espionaje a favor de los nacionalistas? ¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué? Día y noche lo hacían permanecer arrodillado frente a una pared desnuda, y si se quedaba dormido lo despertaban cada hora a garrotazos. Tres meses duró aquel trato, sin que lograrán mellar su ánimo y resolución. Conocían a Gladys, pero ésta estaba fuera de su alcance.
Habían encontrado una carta dirigida a ella por un tal Mr. White, periodista de la revista Time, muchos meses antes había cruzado el Río Amarillo y entrado en Shansi en busca de material. Como conocía poco el idioma y además los nacionalistas desconfiaban de él, fue dirigido a Gladys en última instancia. Quería enterarse de lo que ocurría, de quién luchaba contra quién, y de si realmente los japoneses cometían atrocidades. Gladys lo había ayudado en; lo que había podido. Meses más tarde le escribió desde Chungking dándole las gracias por haberle proporcionado detalles de las atrocidades japonesas. Le había enviado la carta a Tsehchow. Sin saberlo, igual hubiera podido enviar una sentencia de muerte. A la sazón Gladys estaba ausente, y David en route hacia Chifú. La carta quedó sobre la mesa de David y en el curso de alguna limpieza, caería entre el escritorio y la pared. Ni Gladys ni David la habían encontrado al destruir sus documentos personales. Pero los japoneses no cometieron el mismo error al registrar por última vez la Misión. Tan pronto como se la mostraron a David, comprendió éste que si alguna vez lograban apresar a Gladys, aquello sería para ella el final. Declaró que nada sabía de Mr. White ni de la carta; lo cual era verdad. Cuando aquél había hecho su visita, él estaba en la costa, a mil millas de distancia. Mas los japoneses no quisieron saber nada de sus protestas de inocencia, y afirmaron que aquélla era una nueva prueba de su culpabilidad. Después de tres meses de interrogatorio, lo trasladaron a una cárcel china de T’ai Yuan.
Allí prosiguió el trato inhumano. Lo metieron en una jaula de acero, cuyo suelo y pared posterior eran de cemento, con otros cien prisioneros. Sólo tenía unos cuantos pies cuadrados. Allí estaban apretujados, en una masa caliente y apestosa, sin posibilidad siquiera de satisfacer las menores exigencias sanitarias. Por y noche les alumbraba una bombilla eléctrica. Al amanecer —sabían que amanecía sólo porque el guardián les daba la orden «¡de rodillas!»— tenían que arrodillarse de cara a la pared. Y así tenían que permanecer durante horas; si se movían o hablaban, los apaleaban bárbaramente. Más tarde recibían otra orden: «¡En pie!». Con las cabezas inclinadas, porque la celda era demasiado baja para poder permanecer erguidos, se quedaban allí inmóviles. Por la noche, venía la ultima orden: «¡Acostarse!», y se echaban en el suelo de cemento, amontonados y retorcidos. Cada dos o tres días les entraban una escudilla de kioliang o de maíz y un poco de agua. Los prisioneros tenían que comer con los dedos. Con intervalos de unos días sacaban a David Davies para ser interrogado. Le decían que si confesaba que era un espía le darían inmediatamente mejor alojamiento y mejor trato. Él se negaba. Sabía que trataban de volverle loco; y sabía también que mientras estuviera lúcido no podrían vencerle. Su determinación era como una espiral de acero en su interior; cuanto más lo retorcían con sus tenazas de tortura, tanto más se contraía el muelle, hasta formar un núcleo de sólido e indestructible metal.
Al fin los japoneses reconocieron su fracaso. Fue trasladado a otra celda, en la que sólo había tres prisioneros, y le dieron un trato un poco mejor. Empleó aquel tiempo en convertir al cristianismo a uno de sus compañeros de prisión. Dos años después de haber sido detenido, lo enviaron a la costa para repatriarlo como paisano. Allí, mientras esperaba el último barco que había de llevarle a su país, se enteró de que su esposa Jean y sus hijos estaban en un campo cercano, y, renunciando a la oportunidad de ser repatriado, corrió a su encuentro. El barco zarpó sin él. Su hija pequeña estaba enferma de tos ferina y padecía una complicación que sólo suele presentarse una vez de cada mil. Murió en pocas horas. Él pasó el resto de la guerra con Jean y sus dos chicos en un campo de concentración próximo, En la actualidad vive en Ely, un suburbio de Cardiff en una pequeña casa, gobernando su propia iglesia y comunidad. Tiene cicatrices en la cara producto de su relación con los japoneses. Pero no conserva cicatrices interiores.
En el alma de David Davies no caben el rencor ni la venganza.