Capítulo XIII

El campamento enemigo estaba oculto detrás de una estribación rocosa. Durante los meses de verano había realizado muchas veces aquel trabajo, desde que dejó las montañas y regresó a Tsehchow. Levantó una mano haciendo una señal, y el joven oficial nacionalista trepó hasta colocarse a su lado. Sus pies arrancaron, unas cuantas piedras, y ella las vio rodar hacia donde se hallaban los soldados, refugiados junto a la ladera, limpiando sus rifles. El oficial escudriñó atentamente el valle a sus pies.

—¿Dice que son unos cincuenta? —preguntó rápidamente.

—Los conté lo mejor que pude esta mañana —respondió Gladys—. No creo haberme equivocado de mucho.

—Es seguro que al amanecer emprenderán el camino de Tsehchow —dijo el oficial, ansiosamente.

—Tienen puestos de observación todo alrededor —dijo Gladys—. Tendrán que andar con mucho cuidado. Uno me descubrió esta mañana al cruzar la cresta; pero había un valle en medio. No podía hacer nada.

El hombre asintió con Ja cabeza. Ya no la escuchaba. Su Cerebro estaba emplazando las ametralladoras y colocando a sus hombres a lo largo del valle de modo que nadie pudiera escapar a su fuego.

—Váyase ahora —dijo el oficial, volviéndose, de nuevo a ella—. Es usted un buen guía, Ai-weh-deh.

—Sí, me marcho —dijo ella, cansadamente. Era casi de noche cuando regresó al pueblo dónde había encontrado a los nacionalistas. El jefe del pueblo la esperó en la puerta de su casa; un amable anciano vestido con un traje de desvaído azul, con una maraña de pelos blancos en el mentón, y unos ojos sumidos entre una red de arrugas.

—El general Ley está aquí —murmuró—. Ha venido a verme; es un viejo amigo. Cuando supo que usted regresaría, quiso esperar. Está ansioso por saludarla.

Ella apresuró los pasos. Había oído hablar mucho del general Ley, pero nunca lo había; visto. Era una figura legendaria en la provincia, era sacerdote católico romano, europeo, aunque ella no sabía de qué país venía. En aquellos tiempos no se hacían preguntas sobre el pasado de nadie. Más tarde oyó decir que era holandés, pero nunca pudo confirmarlo.

A la media luz crepuscular, lo vio plantado allí, con los pies separados, cruzados los brazos a la espalda; una robusta figura de estatura mediana, vestido con una larga túnica negra. Su corto y encrespado cabello era rubio; su cara, enérgica y vivaracha; su boca, resuelta y, sin embargo, presta a la sonrisa. Sólo sus ojos, pensó ella, eran tristes, lejanos. Sonrió, tendiéndole la mano.

—¡Ai-weh-deh! Olvidaremos que usted es una mujer y yo soy un hombre, que usted es protestante y yo soy católico romano.

—Parece que tenemos algunas cosas en común, general Ley —respondió ella, devolviéndole la sonrisa.

—Tenemos un enemigo común —dijo él, súbita y nuevamente grave. La sonrisa huyó de sus labios; sus ojos se volvieron sombríos—. Entre y hablaremos. Debe de estar cansada y hambrienta.

El grueso de las fuerzas de Ley se ocultaba en cuevas a algunas millas de distancia. Su objetivo era cortar la ruta principal entre Tsehchow y Kaoping, el siguiente día. Su información era buena.

—Mataremos muchos japoneses —dijo con voz inexpresiva—. Tenemos una ametralladora. Los diezmaremos cuando pasen.

Oyéndole hablar y percibiendo el cansando de su voz, no le fue difícil a Gladys adivinar su angustia interior. Ni le costó saberlo, ni siquiera fue una intuición, porque el mismo conflicto se planteaba en su corazón. «Mataremos muchos japoneses», había dicho, fríamente; no como habría anunciado un jefe militar: «Cortaremos sus líneas de comunicación», o «¡Les daremos una paliza!». No; él había ido directamente al meollo del asunto.

—Mataremos muchos japoneses —repitió.

Sus ojos se encontraron a la luz del farol. La alta luz amarillenta pintó oscuras sombras en sus párpados. Ella comprendió, y él supo que comprendía aquel terrible dilema de su conciencia cristiana. Ella también, en la calma de su oración, había intentado descubrir una senda clara para seguirla.

El general Ley —joven sacerdote católico romano, aislado en su Misión del Shansi Meridional— había tenido que tomar su decisión consultando con su propia conciencia y con su Dios. Una clara y fría mañana había reunido a su rebaño en el patio de la Misión, diciéndoles:

—Lucharemos contra el enemigo con la única arma que comprende: ¡la fuerza! Lo mataremos cuando duerma o cuando esté descuidado. Lo arrojaremos de nuestras montañas, cueste lo que cueste.

Sus hombres, la mayoría conversos suyos, hombres del septentrión, montañeses curtidos, de músculos endurecidos por el trabajo y una herencia de bandidaje latente en sus venas, le seguían con una devoción fanática y feroz. Los instruyó en el arte de la guerra. Atacaban con rapidez devastadora, mataban japoneses, escogían provisiones y armas, y se retiraban velozmente a sus montañas. Hacía meses que actuaba de aquella forma.

Él se sentó en el basto k’ang de ladrillo de la casa del anciano y la miró por encima de la mesa. La comisura de su boca se elevó con ironía al hablar:

—Una causa común, ¿verdad, Ai-weh-deh?

Ella rebanó los últimos granos de mijo del fondo de su escudilla.

—General Ley —murmuró—, ¿por qué le llaman general?

—El grado es puramente honorario —respondió él, volviendo la sonrisa a su expresiva; cara—. A mis hombres les gusta más así. Tienen más valor sirviendo a las órdenes de un general. Y no resulta mal como nom-de-guerre.

Ella vaciló.

—¿Y no tiene miedo de que le cojan los japoneses?

Sabía que era una pregunta tonta, pero que tenía que hacerla.

—A menudo —respondió—. Muy a menudo ¿Y usted?

—Casi nunca pienso en ello.

—He oído hablar mucho de usted, Ai-weh-deh —siguió él, rápidamente.

—¿Y qué le han dicho?

—Que a veces se desliza detrás de las líneas japonesas para obtener información para las tropas chinas. Es verdad, ¿no?

En su voz había un matiz acusador, y ella lo miró intrigada.

—Sí —dijo.

Los ojos de él estaban fijos en los suyos.

—¿No tiene la impresión de que traiciona el papel que Dios le ha encomendado? —preguntó, fríamente.

—No le comprendo.

Y lo miró asombrada, sintiendo nacer la indignación lentamente en su interior. Entonces las palabras brotaron como una catarata.

—Dios conoce la diferencia entre el bien y el mal —dijo ella, tempestuosa—. Nosotros también podemos conocer la diferencia, ¿no? Los japoneses son malvados. Nuestro Señor arrojó a los mercaderes del templo a latigazos. Los japoneses han invadido nuestra tierra saqueando, quemando y matando. Nosotros tenemos que arrojarlos, con todas las armas de que disponemos. Son a los míos a quienes matan; los míos, legal, moral y espiritualmente; y yo seguiré haciendo todo lo que pueda para protegerles y ayudarles…

Se detuvo de pronto en mitad de su discurso, advirtiendo que él sonreía.

—Lo ha dicho adrede —dijo, acusadora.

No obstante, se sintió aliviada.

Él asintió lentamente.

—Sí —dijo, y ella oyó que exhalaba un profundo suspiro—. A menudo nos hacemos estas preguntas, ¿verdad, Ai-weh-deh? Y aunque las contestemos a nuestra propia satisfacción, aunque logremos tranquilizar nuestra conciencia ante los hombres, todavía no estamos del todo seguros de lo que responderemos ante el Tribunal de Dios. ¿No es verdad, Ai-weh-deh?

Ella no respondió. Sabía que él no necesitaba una contestación, sino que estaba haciendo; examen de conciencia en voz alta.

—Soy sacerdote cristiano —prosiguió él—. Estoy en este país para ayudar a los enfermo y enseñar a los ignorantes, y traer la palabra de Dios a los que nunca la habían oído. Y sin embargo, en el campo de batalla, veo los cadáveres de los hombres a quienes he ayudado a matar…, sí, o a quienes he matado con mis propias manos. —Extendió las manos con brusco movimiento de desprecio—. Y, no obstante ¿de qué sirve la neutralidad? Hay guerra en todas las partes del mundo, Ai-weh-deh, contra un común enemigo diabólico, y a menos que todos tomen las armas, armas espirituales, morales y materiales, y luchen en la medida de su posibilidad, ¿cómo podremos derrotarlo? Yo soy hombre tanto como sacerdote, Ai-weh-deh ¡soy hombre! Y usted sabe lo que ellos han hecho, Ai-weh-deh: usted sabe que han matado, saqueado, quemado, violado. ¿Cómo puede un cristiano permanecer inactivo mientras aquello prosigue? Yo no puedo, y no lo haréis Su voz era dura y ronca; sus ojos brillabais al mirarla por encima de la mesa. Después con la misma rapidez con que había surgido, su furia se desvaneció. Contempló las manos que aún tenía extendidas, las dejó caer a los lados y frotó las palmas en la túnica, como si quisiera borrar una mancha.

—El juicio vendrá más tarde —dijo, cansadamente. Después de un momento de silencio volvió a alzar los ojos y frunció los labios en una triste sonrisa—. En mi orden religiosa creemos en la confesión —terminó, sin alzar la voz Gladys le devolvió la mirada.

—Comprendo —dijo, amablemente.

No supo decirle otra cosa, aunque hubiese querido encontrar palabras para expresarle su simpatía y sellar su amistad.

La mecha de la lámpara se estaba apagando. Ya a oscuras, el general Ley salió de la casa del anciano, y con su larga túnica negra flotando alrededor de sus piernas, emprendió el camino de los montes para juntarse con sus hombres. Ella volvió a verle un par de veces después de aquella ocasión, pero siempre había otras personas presentes y no tuvieron tiempo de cambiar más que una sonrisa y su saludo. Muchos meses más tarde, hallándose en Tsehchow, se enteró de su muerte. Según la información, lo habían matado los chinos, pero tanto los nacionalistas como los comunistas declinaban la responsabilidad. Respondería bien ante su «Tribunal de Dios», pensó Gladys, tristemente.

Los chinos se mantuvieron empeñadamente en el territorio que rodeaba Tsehchow durante el otoño, el invierno y el comienzo de la primavera de 1940. Durante aquel período Gladys hizo amistad con el general chino, residente en la ciudad. Presentada por Linnan, había sido bien recibida en su casa; después de algunas de sus hazañas, él personalmente le entregó la insignia que debía servirle para establecer su identidad entre las tropas.

Pocos amores pudieron florecer en circunstancias más extrañas que para Gladys y Linnan. Se veían a ratos perdidos, en los montes, en pueblos arruinados y en ciudades bombardeadas. Hablaban a ratos, entre combates, nacimientos y bautizos. Cambiaban noticias, comían juntos y hablaban de su futuro en la nueva China. Las atenciones, la amabilidad y la gentileza de él para con ella permanecieron siempre inalterables, cosa que ella le agradeció eternamente. Hablaron de matrimonio; él estaba deseoso de casarse en seguida, de vivir como marido y mujer lo mejor que pudieran, con guerra o sin ella. Fue Gladys quien dijo «No». Primero había que ganar la guerra.

Con la llegada de la primavera, los japoneses se fueron acercando cada día más a Tsehchow. Codiciaban aquella ciudad. En los campos y en los pueblos distantes unas pocas millas, las tropas chinas resistían valientemente. Un río de heridos llegaba constantemente a Tsehchow; incluso el recinto de la Misión era empleado como dispensario. A menudo Gladys salía con los camilleros a recoger heridos: como camillas empleaban puertas arrancadas de sus goznes.

Los refugiados se apretujaban en la Misión y cada día llegaban más a la ciudad. Los japoneses recibían Constantes refuerzos y ejercíamos enorme presión. El ruido de los fusiles y de la artillería era continuo.

A pesar de todo, ella estaba dispuesta a no salir de la ciudad. Había vivido tan a menudo bajo la ocupación japonesa que creía que podría proteger a la gente contra algunos de los peores excesos de las tropas Sin embargo, la preocupaban los niños. Desde el principio la Misión de Tsehchow había sido orfanato siempre había de cincuenta a cien huérfanos pero este número había crecido enormemente durante los últimos meses. Ahora eran más de doscientos los que había que atender.

Hacía algún tiempo que sabía que la señora Chiang-Kai-Shek había creado una fundación para huérfanos de guerra, en Chungking. Los huérfanos eran recogidos en las regiones afectadas por la guerra y enviados a la antigua capital de Sian, en Shensi, donde los alimentaban, vestían y daban alojamiento. Incluso recibían instrucción. Durante el invierno, en uno de sus impulsos, Gladys había escrito a las autoridades de Chungking preguntando si podían ayudarla. Sospechaba que, después de la encarnizada resistencia del verano y el otoño, los japoneses no se mostrarían muy amables cuándo volvieran a entrar en Tsehchow, y temía por los niños.

Un mes más tarde recibió respuesta. Si los niños podían ser llevados a Sian, el Comité se encargaría gustoso de ellos. Decidió enviar inmediatamente la mitad. Encargó la expedición a Tsin Pen Kuang, un chino converso. Con dinero y provisiones, el hombre partió con un centenar de niños en dirección al Río Amarillo, el cual debían cruzar para tomar el tren de Sian. El viaje fue tranquilo, y cinco semanas más tarde supieron que habían llegado sin novedad.

Aquella noche celebró unos rezos en la capilla de la Misión. La reunión terminó pronto, pero advirtió que un soldado —los soldados acudían a menudo a los servicios— se mostraba reacio a salir. Permanecía en el umbral, dándole vueltas al gorro. Ella le conocía bien: estaba de ordenanza con los hombres del general. Era muy joven, tímido y honrado.

—Veo que no tiene prisa esta noche —le dijo ella alegremente, disponiéndose a cerrar la puerta.

—Tenía que esperar hasta que los otros se hubiesen marchado —dijo él, con misterio—. Traigo un mensaje del general.

Se sacó un sobre del bolsillo del pecho y se lo entregó.

Ella frunció las cejas, lo rasgó y leyó la sencilla nota que contenía. Estaba escrita por el ayudante en nombre del general.

«Las fuerzas chinas en Tsehchow están a punto de emprender la retirada. El general desearía que acompañase usted al ejército, que la dejaría en lugar seguro. Si sigue usted al ordenanza, éste le facilitará un caballo y la conducirá al lugar debido».

La expresión de ella se hizo aún más severa. Aquella carta la irritó. No le gustaba que el general creyese que, a la primera señal de peligro, echaría a correr para ponerse a salvo. Durante los últimos años había estado muchas veces en peligro. Aunque David había regresado y la responsabilidad de la Misión era nominalmente suya, todavía tenía la impresión de que su deber era permanecer en Tsehchow. Cogió el lápiz del ordenanza y garabateó en el dorso de la carta: Chi Tao Tu Pu Twai, «los cristianos nunca retroceden». Comprendía que era una actitud un poco extravagante, pero con ella se le pasó el enfado.

—Llévelo a su general —dijo.

El ordenanza vaciló; después saludó, giró sobre los talones y se perdió en la oscuridad.

Gladys se echó en la cama y meditó en aquella carta. Así, pues, los japoneses iban a tomar la ciudad. Bueno, ella ya había vivido otras veces bajo la ocupación y podía volver a hacerlo ¡Había aún tanto, tanto trabajo por hacer! Vestida del todo, pues en aquellos días de alarma uno nunca sabía lo que podía traerle la noche se quedó dormida.

A la tarde siguiente se presentó de nuevo el ordenanza; su pálido y delgado semblante tenía una expresión preocupada. Gladys acababa de comer su ración de mijo y lo contempló con asombro.

—¿Por qué ha vuelto? —preguntó.

Él estaba aturullado, agitado, y tartamudeaba a causa de la excitación.

—El general le ruega que se ponga a salvo en seguida. Me ha enviado para transmitirle este mensaje. El ejército está acampado a quince , en el llano. Le ruego, Ai-weh-deh, que me acompañe.

Su agitación hizo brotar en ella un ligero sentimiento de inquietud. Dejó su escudilla y se levantó.

—Gracias por haber venido —dijo—, pero, como ya le dije, no quiero irme con la tropa, suceda lo que suceda. Que me quede en Tsehchow, o que vaya a la montaña, será lo mismo.

Para ella era una cosa lógica. Aunque ayudase a los nacionalistas con sus informes, seguía conservando ideas definidas sobre los deberes cristianos.

Lo dejó plantado y se alejó para seguir con su trabajo.

Durante todo el día prosiguió la evacuación de Tsehchow. Los japoneses habían sido contenidos demasiado tiempo por la acción de retaguardia de los chinos para que tuvieran merced de aquellos que les disgustaban o de quienes desconfiaban: la ciudad había quedado, pues, casi desierta. Gladys no había tenido tiempo de discutir el mensaje del general ni siquiera con David. Sabía que él no abandonaría la Misión si no era por la fuerza. Él también había vivido bajo la ocupación japonesa y pensaba que podría soportarla.

Mientras comían algo durante el almuerzo cambiaron algunas frases sobre cuestiones de la Misión, pero no había tiempo para largas discusiones. El lugar estaba atestado de refugiados; debía de haber al menos un millar de ellos en el recinto, y David Davies trataba de poner un poco de orden en aquella confusión.

Se tumbó en la cama vestida, como de costumbre y cerró los ojos. Cansada por las largas horas de trabajo, se quedó dormida. Cuando una piedrecita chocó en el cristal de la ventana, se despertó sobresaltada.

Luchó con el sueño, se levantó y se dirigió a la puerta. El pabilo de la lámpara de aceite de castor, que seguía ardiendo sobre la mesa, iluminaba débilmente la estancia.

—¿Quién está ahí? —preguntó, vivamente.

No logró entender la respuesta, pero reconoció la voz del ordenanza del general. Descorrió di cerrojo. El hombre estaba allí, recortando su negra sombra sobre el cielo pálido. Su voz era agitada.

—He venido a pedirle que venga con nosotros en seguida, Ai-weh-deh —dijo, rápidamente. Tal vez porque también estaba un poco asustada, su voz sonó con irritación.

—Ya le tengo dicho que no me batiré en retirada con el ejército —replicó—. ¿Por qué viene a molestarme a estas horas de la noche?

Él no pretendió entrar en la habitación, sino que permaneció donde estaba y dijo con voz apremiante:

—Tanto Si viene con nosotros Como si no, tiene que salir de aquí. Hemos recibido ciertos, informes.

—¿Qué informes?

—Los japoneses han puesto precio a su cabeza.

—¡Qué han puesto precio a mi cabeza! —Intentó sonreír, pero la risa se ahogó en su garganta—. ¿Qué valor tengo yo para nadie? ¡Es una idea absurda!

Sin añadir palabra, el ordenanza buscó en el bolsillo de su túnica, sacó un papel y se lo entregó.

—Estos carteles aparecen pegados en los muros de los pueblos próximos a Tsehchow. ¡Mañana lo estarán en las puertas de esta ciudad!

Ella se acercó a la lámpara y leyó. Las sombras danzaban sobre el pequeño cartel, de unas diez pulgadas por ocho. La cabecera rezaba: «¡Cien dólares de recompensa!», después proseguía: «El Ejército japonés pagaré cien dólares de recompensa a quien facilite informes que conduzcan a la captura, viva de cualquiera de las tres personas que se enumeran a continuación».

Gladys deletreó los nombres. El primero era el del mandarín de Tsehchow; el segundo, el de un conocido hombre de negocios cuya simpatía por los nacionalistas era bien notoria, La tercera línea decía simplemente: «La Mujer Pequeña, conocida por Ai-weh-deh».