Cuando David Davies regresó a Tsehchow tanto él como su esposa, Jean, advirtieron que algo había cambiado en Gladys. Aunque conocían a Linnan y le tenían simpatía, y siempre le recibían bien en la Misión, no creían que sus entrevistas y su alegría y risas constantes se debieran a otra cosa que a la amistad. En realidad, David Davies creyó sorprender en las alegres risas de Gladys un matiz de histeria. Había trabajado demasiado, pensó.
—Lo que usted necesita —le dijo, seriamente— son unas vacaciones, una cura de reposo. Y conozco el lugar adecuado para ello. Los cristianos van a celebrar una pequeña conferencia en Lichuang la semana próxima. ¿Por qué no asiste usted? Allí ha habido pocos bombardeos y, que yo sepa, ningún combate. Es una pequeña ciudad parecida a Yangcheng. Le gustará.
Gladys sonrió interiormente. Últimamente solía hacerlo. Dijo que iría. Ahora se daba ya perfecta cuenta de que estaba profundamente enamorada.
Emprendió el camino de Lichuang sintiéndose muy feliz. La acompañaron Chung Ru Mal, Timothy y Sualan. Cargaron sus bártulos en una carreta de ruedas de madera tirada por una mula —los caminos de los alrededores de Tsehchow hacían posible aquella clase de vehículo— y emprendieron la marcha por el llano. Oyeron un ruido que ya les era familiar y que a menudo presagiaba destrucción y muerte, Vieron los aviones plateados que parecían surgir del cielo ardiente y oculto por el resplandor del sol, y oyeron los silbidos de las bombas y las opacas detonaciones que sacudían la tierra. Nada podían hacer sino esperar. Timothy y Sualan trepando un poco montaña arriba para tener mayor visualidad, empezaron a hablarse a gritos, excitadamente. La mujer cristiana y Gladys se miraron una a otra con graves semblantes. Los japoneses estaban bombardeando Lichuang. Había llegado la guerra. ¡Menuda cura de reposo!
Impávidos ante el bombardeo, la gente de los pueblos comenzaban ya a llegar para la conferencia, y al día siguiente comenzaron los habituales trabajos de instrucción. Cada día, y prácticamente a la misma hora, se presentaban los aviones japoneses, dejaban caer sus bombas, y se interrumpía una y otra vez la instrucción cristiana para enterrar a los muertos y consolar a los vivos de la ciudad; pero la conferencia proseguía y la misión no había sufrido daños.
Gladys no podía dormir. Daba vueltas y cambiaba de posición, pero el sueño huía de ella. Alarmantes pensamientos se atropellaban en su cerebro: era preciso, decidió, que salieran de la ciudad con las primeras luces no quería que se repitiese lo que había pasado en Chin Shui; tenían que estar fuera muy temprano. Aquella idea llegó a inquietarla tanto que, incapaz de resistir más tiempo, acabó por levantarse y despertar a Chung Ru Mai, a Timothy y Sualan.
—Nos vamos —les dijo—. Nos vamos ahora mismo.
Los otros no protestaron; ahora se mostraban siempre dóciles a sus súbitos impulsos e inspiración.
El movimiento despertó a un evangelista del Tsehchow, que había acudido a la conferencia, con su esposa y dos hijos. Oyó la conversación pronunciada en voz baja, y miró con ojos ansiosos e inquisitivos.
—No podrán salir: las puertas de la ciudad estarán todavía cerradas. No las abren hasta el amanecer.
—Entonces seremos los primeros en salir —dijo ella, con firmeza—. Vamos, Sualan, Timothy: recoged vuestras cosas.
Otros dos hombres de pueblos cercanos, que yacían en el suelo a pocas yardas de distancia, se despertaron también con el movimiento y se incorporaron.
—Nosotros también iremos con usted —mura muraron.
Su decisión ejerció indudable, influencia en el evangelista, que despertó a su mujer. Sus dos soñolientos hijitos se incorporaron también; y miraron a Gladys con reproche.
—Puede que sólo sea una falsa alarma —dijo ella—. Pero tengo un presentimiento que me impulsa a querer salir los primeros en cuanto abran las puertas.
—Al menos faltan tres horas para que amanezca —protestó el evangelista. Gladys suspiró profundamente.
—No puedo explicarlo, pero sé que deseo salir cuanto antes —dijo, con resolución—. No es preciso que vengan ustedes, si no lo desean.
Llegaron a la maciza puerta, con su techo de pagoda de tejas verdes, y se detuvieron bajo su sombra. Como les habían anunciado los del pueblo, estaba cerrada. Se acurrucaron en el suelo, formando un pequeño grupo, contra la pesada puerta de madera. Entre los tejados podrían ver el brillo de las estrellas. Hacía frío y reinaba el silencio: no se veía una luz en la ciudad. Los niños volvieron a quedar dormidos en seguida. Los adultos daban cabezadas. Sólo Gladys permanecía despierta. Estiró la mano y palpó la rugosa madera de la puerta. Era muy sólida, construida para resistir cualquier ataque de los que podían prever los antiguos moradores. Se preguntó vagamente por qué le habría asaltado de pronto aquel deseo de huir de la ciudad. ¿No habría sido mejor que los hubiese dejado dormir más rato? Después de todo, no había habido confirmación del avance del enemigo. El mandarín no había hecho ninguna declaración oficial. A nadie se le había dicho que se marchara. Era puramente cosa de su intuición. Bien, tenía que darse por satisfecha con esto.
El calor de su chaqueta acolchada, la oscura protección de la puerta a su espalda, debieron de hacerla dormitar un poco. La despertó el canto de los gallos al aproximarse el alba. Abrió los ojos. Estaba amaneciendo y el portero trajinaba con las llaves y los cerrojos, gruñendo disgustado a causa del estorbo de la gente. Ahora una gran muchedumbre llenaba la calle a su espalda, deseosos todos de abandonar la ciudad en cuanto se abrieran las puertas. Por lo visto, los presentimientos se habían extendido durante la noche. Las macizas puertas giraron sobre sus goznes. Un murmullo agradecido se elevó a la vista del camino que conducía a las montañas. Rieron los niños, que no esperaban aquella nueva diversión. El camino se extendía ante ellos; tres millas de terreno llano flanqueado por campos de trigo, antes de que se interrumpiera bruscamente para ocultarse entre los escabrosos picos.
Mientras avanzaban, Gladys sintió que se le quitaba un peso del corazón. Habían llegado quizás a una milla de la ciudad cuando vieron que la columna de refugiados se dividía apartándose a ambos lados del camino, y, durante un momento de pánico, Gladys pensó que el enemigo estaba detrás de ellos. Entonces se dio s cuenta de que los soldados que galopaban hacía los montes pertenecían a la caballería china, orgullo de los ejércitos nacionalistas. Era SI un bonito espectáculo todo un escuadrón en uniforme gris y gorro puntiagudo, haciendo vibrar las espuelas, chirriar las correas y saltar los sables con el galope. Gladys se preguntó por qué las caras de aquellos nombres tenían una expresión tan hosca y preocupaba. Evidentemente llevaban una misión de gran importancia. ¡Y de pronto comprendió! Dominando el ruido de las herraduras sobre la tierra reseca le llegó aquel otro ruido sordo, insistente, que tan bien conocía. En aquel momento de miedo horrible, sonó el agudo e histérico sonido de la aviación al atacar en picado. Durante una fracción de segundo sus músculos se negaron a actuar; sus pupilas se dilataron, como si de ellas dependiera la acción en aquel instante de extremada urgencia. Gritó a los niños:
—¡A los campos! ¡Corred! ¡Corred! ¡Echaos al suelo!
Cogió a Timothy y a Sualan y los empujó sobre la pequeña valía de piedra que bordeaba la carretera, y siguió empujándolos frenéticamente en el campo de trigo, como a reses desmandadas, chillando desaforada, mientras sobre el roncar de los motores vibraba el tableteo metálico de las ametralladoras. Se dejó caer en el suelo, cubriéndose la cabeza con los brazos, no tanto para protegerse como para no ver el horror de aquella escena. La tierra fue acribillada. Los caballos relincharon de un modo espantoso. Se alzó un inmenso grito de agonía al roncar los aviones sobre la columna de refugiados y soldados, sembrando la muerte entre ellos. Sin duda los aviones de reconocimiento habían advertido la entrada de la caballería china en Lingchuang la noche anterior. La más elemental técnica militar hacía prever que buscarían el refugio de las montañas al despuntar el día. Y así rué. Los aeroplanos llegaron por encima de los montes, descendieron en dirección a la ciudad y pasaron sobre la hilera de refugiados y caballería, diezmándolos con sus ametralladoras.
Se levantó temblando. La escena, que acaso no habría asombrado a un caballero de pasadas centurias, era para Gladys Ayward, mujer y misionera cristiana, tan horrible como el peor infierno que pueda forjar la imaginación. Caballos muertos, hombres muertos, mujeres y niños: heridas enormes, chorros de sangre, gritos y lamentos y gemidos de agonía.
Miró al médico chino, un joven delgado, con un cuello ajustado a su flaca garganta. Parecía aterrorizado, y no era extraño, pensó, pues casi acababa de terminar sus prácticas, que no serían mucho para una situación como aquélla. Gladys aspiró una gran bocanada de aire y se dispuso a actuar. Dijo a los dos campesinos:
—Llevarán ustedes a las mujeres y a los niños a los montes. Espérennos allí. El doctor y yo nos quedaremos a ayudar. Nos reuniremos con ustedes esta noche.
Los niños y las mujeres estaban cansados y no tenían el menor deseo de seguir adelante, mientras nubes de tormenta se cernían en lo alto y el cielo se teñía de un color púrpura amenazador entre los picachos. Al entrar en la cueva, se desencadenó la tormenta y el agua empezó a caer a raudales. Acurrucada en el interior, con las manos cruzadas sobre las rodillas, cansada y afligida, Gladys contempló caer la lluvia en el exterior como una cortina del cristal. Instintivamente cogió una olla que llevaba y dejó que el agua cayera en ella. En la cueva habla madera seca y excrementos de animales. Rompió los leños y los amontonó entre dos piedras bajas. Ardieron en seguida al encenderlos, y la olla de agua colocada entre las dos piedras no tardó en hervir. Echó té en el agua y a los pocos momentos se hallaban todos sorbiendo el líquido aromático. Añadieron más leña al fuego; en la penumbra sus sombras se alargaban en los muros y en el techo de la cueva, y en aquel prehistórico ambiente fueron recuperando su tranquilidad. En una segunda olla, Gladys hirvió la ración de mijo, y después de aquella sopa volvieron a beber té caliente. Pero aún estaban cansados; y se echaron a dormir sobre el tibio y arenoso suelo de la cueva, junto al fuego, mientras llegaba la noche y la lluvia seguía cayendo con renovada furia.
Seis semanas vivieron en aquella cueva, recogiendo hierba seca del valle para sus lechos. El manantial más cercano estaba a cinco millas, pero en aquel factor vieron una mayor seguridad. Justo detrás de la fuente había un pueblo, en el que compraron huevos y grano. Su aparición no suscitaba comentarios; en aquellos días los refugiados eran cosa corriente. Lo que más miedo les producía eran los lobos que vagaban por los montes; casi todas las noches se arrastraban hasta la entrada de la cueva, y Gladys, el médico y el evangelista montaban la guardia por turno. Ordinariamente, bastaba una piedra bien dirigida para ponerlos en fuga; pero si eran numerosos o parecían más atrevidos que lo corriente, encendían la hoguera y observaban los verdes e inquietos ojos alejándose a una distancia más tranquilizadora.
En Lingchuang, Linnan se hallaba envuelto en un drama del que Gladys nada sabía. Los japoneses habían fracasado en su intento de seguir bombardeando la caballería, y la ciudad seguía en manos de los nacionalistas. Cuando Linnan se enteró del desastre, corrió a la dudad. Sabía que Gladys había ido a visitar su Misión, y no había recibido ninguna noticia de ella. Todo lo que pudieron decirle fue que se había marchado. Como coronel del servicio de información en aquel sector, correspondía a sus hombres clasificar los despojos de la batalla. La segunda mañana, después de su llegada a Lingchuang, apareció sobre su mesa un libro de Momos. Los soldados, que realmente no sabían lo que era aquello, lo habían recogido en un campo de trigo y se lo habían llevado para que lo examinase. Él lo reconoció al instante como de la propiedad de Gladys. Inmediatamente se sintió preocupado intensamente. Empezó a interrogar a los soldados que habían enterrado a los muertos. Por lo que recordaban, no habían enterrado a ningún extranjero. Y en dos ocasiones en que los soldados mostraban dudas sobre las personas enterradas en determinada tumba, la hizo abrir de nuevo a fin de asegurarse. Finalmente, al no haber hallado el menor rastro y recordando su afición a las montañas, envió mensajeros a los pueblos cercanos en busca de noticias de ella. Y siempre que se le presentó una oportunidad, realizó la busca por sí mismo.
Gladys, en su remota cueva, nada sabía de ello. Hacia casi tres semanas que estaban refugiados allí, y gozaba de un sentimiento de seguridad y de paz. A menudo, y a causa de que la anciana y las otras mujeres hablaban o murmuraban demasiado, trepaba valle arriba, buscaba un lugar recóndito en que diera el sol y leía su Biblia durante varias horas. Una tarde se hallaba cómodamente sentada en una roca, a una milla de distancia de la cueva, cuando de pronto advirtió cierto movimiento cerca de ella. Alzó los ojos, alarmada, y vio un muchacho campesino de unos quince o dieciséis años. Llevaba un sombrero de paja, una chaqueta desgarrada y pantalones. Al brazo, un cestillo con media docena de huevos. Ella se puso alerta inmediatamente. El chico permanecía allí plantado.
—¿Quién eres? —preguntó ella.
Transcurrieron un par de segundos antes de que respondiera:
—Vendo estos huevos.
Los ojos de Gladys se entornaron, recelosos.
—¿Por qué vienes aquí a venderlos? —preguntó, vivamente.
Él siguió mirándola estúpidamente.
—No lo sé.
—No irás vagando por la montaña para vender huevos —observó ella, con desconfianza ¿verdad?
Él bajó los ojos y rebulló inquieto, pero no respondió.
—Puedes volver y decirle a quien te ha mandado espiar que todos estamos aquí —le dijo, enfadada.
Era posible que el jefe de los bandidos de la región o un grupo comunista hubiesen husmeado la presencia de extranjeros en la comarca, y que aquel muchacho hubiese sido enviado a descubrirlos. Probablemente le habrían ofrecido una pequeña recompensa por su información. Le estuvo observando mientras trepaba la ladera, antes de volver precipitadamente a la cueva, Los otros escucharon su relato desmayadamente. Como era casi de noche, les dijo:
—Tenemos que marcharnos a primera hora de la mañana y buscar otro escondrijo.
Cuando se hizo de día estaba ya impaciente por salir, pero los otros se hacían los remolones. La anciana no quería moverse en modo alguno, y así lo hizo constar. La esposa del médico tenía que amamantar a su criatura. La mujer del evangelista recogió sus cosas con toda calma. Al fin Gladys se impacientó.
—Bueno —dijo—, yo empiezo a pasar y les esperaré al final del valle. Por favor, dense prisa.
Señaló en la dirección que se proponía tomar y emprendió la marcha con Timothy. Sabía que su partida haría que los demás se apresurasen un poco, porque ni el evangelista ni el médico poseían grandes dotes de dirección. Llegaron al final del valle y subieron una pequeña elevación que conducía al siguiente. Cuando llegaron a la cresta, Gladys vio algo que la hizo detenerse de pronto. Desparramados en el valle y avanzando en su dirección, vio muchos soldados de caballería que, evidentemente, estaban buscando algo. Para Gladys aquello sólo podía significar una cosa: estaban buscando a su grupo. Le dijo rápidamente a Timothy:
—Vuelve corriendo atrás y diles a los otros que remonten el valle en la dirección opuesta. Diles que se alejen lo más posible y que se escondan.
El miedo se reflejó en los ojos de Timothy.
—¿Y usted? —preguntó, ansiosamente.
—Si me cogen, probablemente se darán por satisfechos —le respondió, y le vio vacilar—. ¡Márchate! Haz lo que te digo, Timothy.
Observó cómo corría valle abajo; después se volvió hacia los soldados y avanzó resueltamente en su dirección. Todavía bastante distanciada de ellos, gritó, desafiadora:
—¡Si me buscan a mí, aquí estoy!
Sabía que los comunistas solían disparar primero y establecer después la identidad de su víctima; pero ahora no sentía ya ningún miedo, sólo sentía rabia por haber sido traicionad por un chico estúpido que llevaba un cesto de nuevos.
Al extenderse el sonido de su voz, llevada por el viento, observó que el caballero que se hallaba en el centro la señalaba con la mano y convertía en galope lo que hasta entonces había sido un trote. Ali acercarse más vio que era un oficial de los nacionalistas chinos. Pero sólo cuando detuvo su caballo en un remolino de polvo y se plantó a pocas yardas de ella, dejó las riendas, saltó de la silla y corrió hacia ella se dio cuenta de que era Linnan.
Por un instante dejó que él la abrazara. Después él le contó con voz agitada lo que había ocurrido: cómo había ordenado a todas las personas que había encontrado por aquello andurriales que la buscaran, ofreciendo una recompensa al que la encontrase. El muchachil campesino le había llevado la información que necesitaba.
Se dirigieron a la cueva y hallaron a los otros que estaban a punto de marcharse, y todos empezaron a reír y a charlar muy animados. Linnan les dio noticias. En todas partes se libraban combates esporádicos. De momento lo mejor era que permaneciesen en la cueva; allí era donde estaban más seguros. Él cuidaría de que se les enviara comida de vez en cuando y de hacerles saber cuándo podían volver sin riesgo a Tsehchow o a Yangcheng.